Para qué sirve una disculpa: España, México y el pasado colonial
Sin una búsqueda de responsabilidades conjunta y sincera se perderá una oportunidad para contribuir a un reequilibrio de poder necesario en el continente americano.
La petición de disculpa por los efectos perniciosos de la conquista hecha a España por el presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador ha abierto un debate cuyos parámetros y límites son difíciles de definir. ¿Para qué sirve un perdón? Su sentido más obvio es el moral: enmendar, así sea parcialmente, un daño anterior. Pero el ejercicio de contrición también puede tener una vertiente partidista. Al fin y al cabo, AMLO está construyendo una coalición política mayoritaria desde la izquierda, pero coloreada con el nacionalismo. El imperialismo, pasado o presente, ha sido el enemigo por excelencia contra el que se han construido este tipo de plataformas en Latinoamérica. España, además, está inmersa en una campaña electoral en la que al menos dos partidos de derecha (PP y VOX) ya han aprovechado la demanda de López Obrador para hacer discurso nacional-patriótico, reivindicando los supuestos beneficios de la conquista.
Pero aunque una motivación originaria partidista ponga en cuestión el valor moral de una demanda de disculpa, no le quita necesariamente su potencial instrumental. Si la acción original todavía tiene efectos sobre el presente, la disculpa puede ser una herramienta para corregirlos. O tal vez el reconocimiento y el perdón sirvan como dique para evitar repeticiones futuras de eventos similares. Esta variable es más fácil de acotar que la vertiente moral, que depende exclusivamente de los ojos de aquel que demanda (y luego acepta o no) la disculpa. Desde esta óptica, la pregunta pertinente es, pues: ¿cuál podría ser la capacidad de una eventual disculpa de España hacia México, y hacia todo el continente americano, para enmendar mecanismos de discriminación y desigualdades que persisten a día de hoy? ¿Qué poder tendría para evitar la no repetición de actos similares? Y, de tener alguno, ¿a qué precio lo lograría?
Cuando uno observa una muestra representativa de procesos de reparación y disculpa que han tenido lugar en el mundo, lo primero de lo que se da cuenta es que las que se dan entre estados soberanos son las más frecuentes, junto a aquellas que ejerce un estado sobre su propia población. En el primer caso, las disculpas son una parte del juego diplomático. En el de los perdones hacia adentro, la búsqueda de no repetición de eventos pasados es el objetivo más visible. La disculpa es en este caso un instrumento de construcción democrática, pues pretende expresar el reconocimiento de un conflicto desigual pasado como garantía de no repetición: estados brasileños o el gobierno nigeriano al conjunto de su ciudadanía por dictaduras pasadas, o los países anglosajones a la población afroamericana por la esclavitud y la discriminación. Menos frecuentes son los casos de disculpas hacia poblaciones indígenas desde los estados que las albergan hoy día. Su objetivo instrumental es el mismo: sumar a una ideal redistribución del poder.
Pero mucho menos frecuentes son los casos de perdón hacia una antigua colonia en su conjunto, que sería donde encajaría la petición de AMLO. En algunos casos, de hecho, los antiguos imperios mantienen debates públicos que duran décadas hasta lograr un consenso que llegue a la disculpa. Así sucedió con el Reino Unido o con los Países Bajos, que solo en los últimos diez o quince años han expresado disculpas claras y concisas hacia sus anteriores colonias.
Una posible razón para esta diferencia es que la definición del sujeto originariamente responsable es mucho más complicada. Y si este sujeto no está adecuadamente definido, los objetivos tanto morales como instrumentales del proceso se desvirtúan. Ante la carta de AMLO fueron varios los historiadores que expresaron serias dudas desde un primer momento: qué hay, por ejemplo, de la responsabilidad en la conquista de los propios indígenas aliados de Hernán Cortés, cuyo papel está documentado.
Es por ello que cualquier intento de graficar los procesos de disculpa en el mundo resulta en un dibujo harto complejo. Tenemos a claros receptores de las mismas, como la población judía, nativa americana o afrodescendiente. Pero los emisores no son siempre los más obvios. Por ejemplo, repúblicas “nuevas” (comparadas con la antigua Europa, sede principal del colonialismo) como EEUU o Canadá, o los estados que las componen, acaparan gran parte de las mismas. No faltan casos extraordinarios como el de Perú en la década pasada, que emitió unas disculpas hacia su propia población afrodescendiente. En estos casos, parece claro que el estado actual se siente particularmente responsable de la situación de sus colectivos más discriminados, identificando consigo mismos las raíces históricas de la exclusión. Todo ello subraya lo múltiple de las atribuciones en los procesos de consolidación del actual orden de estados soberanos, que en realidad nos llevó desde la conquista de América hasta bien entrados los años sesenta del siglo XX.
Estamos hablando de medio milenio de historia, sí, pero la mayoría de perdones se concentran en una distancia de entre cuarenta y setenta años con respecto al hecho originario.
Hay una dilución de la responsabilidad conforme pasa el tiempo. No es sólo una cuestión generacional, que también, sino que hay un debate sobre hasta qué punto los estados delimitados hoy corresponden con los imperios de ayer. En el caso del colonialismo del siglo pasado o el anterior puede ser más sencillo de definir, pero ¿cuál es exactamente la relación de la España de hoy con la alianza católica representada en la dinastía de los Austrias del siglo XVI? Esto complica todavía más la asignación de pesos específicos en las consecuencias de los males de la conquista, imposibilitando la satisfacción tanto moral como instrumental que debería traer una disculpa.
Aunque los responsables del pasado no estén claramente definidos, los protagonistas de hoy sí lo están: son el estado mexicano y el español, así como sus correspondientes ciudadanías. Si ambos se hubiesen puesto previamente de acuerdo para explorar conjuntamente las responsabilidades de la conquista y sus consecuencias que alcanzan hasta hoy, podríamos hablar incluso de un acercamiento entre países. Pero la situación se ha dado de manera muy distinta, con AMLO emitiendo una carta de manera unilateral que ha sido rechazada de plano por su homólogo español. Si esta dinámica de confrontación persiste, habría que considerar las potenciales consecuencias diplomáticas.
México tiene, por regla general, una buena imagen de España, algo a considerar a la hora de embarcarse en cualquier medida que pueda cambiar la dinámica entre ambos países. Es verdad que el riesgo de daño es parcial porque sus relaciones con la antigua metrópoli no forman parte de su prioridad exterior. Es normal: se trata de un estado-eje en América, con una frontera descomunal con los Estados Unidos. Sus prioridades están acá, exactamente igual que las de España se encuentran en Europa. Pero, aún así, la ciudadanía española tiene ciertas preferencias con respecto a cómo debería ser su relación con América Latina.
Hay una suerte de equilibrio entre la lucha contra la pobreza y la desigualdad, y el apoyo de inversiones extranjeras. España parece solidaria e interesada a partes iguales, con los jóvenes, las izquierdas y las clases populares perteneciendo más al primer grupo. Pero nada asegura que un eventual conflicto diplomático no se decante del segundo lado. Al fin y al cabo, la polarización política en torno a la idea de nación española está en un punto álgido ahora mismo en España. La recuperación del pasado glorioso imperial (o su condena completa) es una palanca de campaña tan buena como otra cualquiera.
El caso japonés es quizás paradigmático de todo esto. En sus relaciones con el resto de Asia, y en particular con Corea del Sur, las disculpas han sido un ítem constante de relación diplomática. A veces tensa, a veces amistosa. Pero si nos fijamos en la evolución temporal de sus disculpas, la práctica totalidad se concentran en el periodo anterior a 2006, cuando el actual jefe de gobierno Shinzo Abe comenzó su primer mandato. Abe, de hecho, ha mencionado más de una vez que él no va a disculparse de nuevo ante tal o cual objeto de una agresión imperialista anterior. Se ha referido siempre a los mensajes de sus antecesores en ese sentido. La recuperación de un cierto orgullo nacionalista ha formado parte de su plataforma política. Y la ausencia de nuevas disculpas es un ítem implícito y necesario en todo ello.
Un perdón, en definitiva, puede servir para muchas cosas. Incluso cuando no se concede, sirve también: para exacerbar el propio patriotismo. No sería extraño que tanto AMLO como ciertos elementos dentro de la política española lo empleasen en ese sentido. Si así fuese, se habría perdido una oportunidad. La de aceptar lo enormemente compleja que es la búsqueda de responsabilidades pasadas. Si se hace de manera tanto quirúrgica como sincera, sin renunciar al conflicto ni a las tensiones implícitas en el proceso pero intentando canalizar todo ello hacia un beneficio que redunde en los segmentos más vulnerables de la población, podría ser un proceso que añadiese a un reequilibrio de poder necesario en el seno no sólo de México, sino del conjunto del continente americano.
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