Pedro Sánchez y aquella mano atada a la espalda
Quien quiere el fin también tiene que querer los medios: así es el poder, esa boa constrictor
¿Qué cosas le aburren? “El discurso vacío de la izquierda: el discurso vacío de la derecha ya lo doy por sentado”, decía el escritor Roberto Bolaño. Con esa frase en la cabeza me puse a escribir un perfil de Pedro Sánchez allá por 2022. La idea era contar qué piensa el presidente en 2.000 o 3.000 palabras. Tras una docena de entrevistas con ministros, colegas y rivales, lo dejé aparcado. No veía el hilo de donde tirar. Abandoné miserablemente el proyecto, aunque guardé una libreta roja con todas esas conversaciones y un batiburrillo de apuntes deshilachados (“Merkel y Rajoy son tolstoianos, todo el mal procede del hacer; Sánchez es más anglosajón, más de storytelling: le cuesta más reflexionar que contar”). El presidente es un pragmático, un socialdemócrata flexible —y resistente— como un junco, capaz de decantarse hacia la izquierda o hacia el centro en función de las circunstancias. “Es acartonado pero también audaz y resiliente”, dice de él en España Michael Reid, que acaba de regalarle una crónica rebosante de sesgo en el muy liberal The Economist. Creo que ese pragmatismo, vaya eso por delante, puede haber sido de gran ayuda con este país patas arriba. Sánchez ha tomado decisiones en contra de lo que prometió y, acertadas o no, a menudo claramente por un puñado de votos: “Se aferra al poder”, insisten sus críticos, una perogrullada porque la finalidad de un líder es —siempre— mantenerse en el poder, según un tal Maquiavelo. Son las consecuencias de la amnistía y de la financiación catalana las que marcarán su carrera, no sus juicios previos ni los apoyos que consiguió con esas medidas.
Sánchez me recordó ese fracaso periodístico tras un discurso en la ONU en el que trazó una descarnada teoría del poder: “La democracia libra una batalla por su supervivencia y no puede aspirar a ganar con una mano atada a la espalda”. Remedaba así una reflexión de un libro deslumbrante, Cómo mueren las democracias, de Ziblatt y Levitsky. La frase original de ese ensayo tiene un punto de nieve distinto: “El populismo es contagioso. Si el extremista se salta las reglas o incendia el debate, la tentación es responder a puñetazos. Pero si un bando no juega limpio, el otro debería defender el terreno de juego con una mano atada a la espalda”. Quien quiere el fin también tiene que querer los medios: así es el poder, esa boa constrictor.
¿Hay que seguir con esa mano atada a la espalda si la oposición se la suelta con facilidad, como en España? Sánchez tomó la decisión de desatarse la mano tras aquel “que te vote Txapote” y tras las acusaciones de “Gobierno ilegítimo”, más aún después del aznarista “el que pueda hacer, que haga”, con un puñado de jueces bailando al son de esa melodía rechinante. A partir de ahí tomó decisiones atrevidas, cuyos efectos están en gran medida aún por ver, ha encadenado una serie de nombramientos digamos discutibles en varias instituciones, y ha protagonizado algún episodio populista, como sus cartas a la ciudadanía tras el estallido del caso Begoña Gómez.
Más allá de esa mano suelta, los hechos. Hecho: la legislatura tiene pinta de alargarse pese al estado de excepción permanente que proclaman algunos. Hecho: Cataluña está más tranquila que en 2017. Y hecho: el PIB crece, el paro está al menor nivel en 15 años y los fondos europeos insuflan viento en las alas a la economía. Decía Bolaño, siempre Bolaño, que la literatura es una pelea de samuráis. “Un samurái no pelea contra un samurái: pelea contra un monstruo. Sabe, además, que va a ser derrotado. Tener el valor, sabiendo previamente que vas a ser derrotado, y salir a pelear: eso es la literatura”. ¿Puede valer eso para la política? ¿Van a desaprovechar los políticos españoles la ventana de oportunidad que abre la economía para dar un estirón por seguir dándose mandobles? ¿Hay que atarse la mano a la espalda o no? Dándole la vuelta a Clausewitz, la política es la guerra por otros medios, y esos medios no son necesariamente los puños. Curioso: también Kamala Harris se está soltando las ataduras con esa actitud de donde las dan, las toman. Quizá quedarse maniatado no sea posible en este momento político: la estrategia es sobrevivir y evitar las derechas extremas. Aquí y en EE UU, hay que surfear una ola gigantesca. Y no es fácil surfear con una sola mano.
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