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Tik-tok, Telegram y lanzar sopa en los museos: nuevas formas de lucha ante la crisis climática

La catástrofe medioambiental nos afecta a todos, pero son los jóvenes quienes están liderando las campañas para concienciar sobre la deriva

Activistas del grupo "Última Generación Austria" rocían con líquido negro un cuadro de Klimt en Viena, el 15 de noviembre de 2022.
Activistas del grupo "Última Generación Austria" rocían con líquido negro un cuadro de Klimt en Viena, el 15 de noviembre de 2022.Letzte Generation Oesterreich (AP/LAPRESSE) (AP)

Greta Thunberg fue detenida hace unos días en Lützerath, un municipio de Alemania, por manifestarse en contra de una mina de carbón. Su imagen arrastrada por policías llenó portadas y puso a esta energía fósil en el foco mediático. “Proteger el clima no es un crimen”, escribió la activista sueca tras ser liberada. Pasó lo mismo en Madrid el pasado noviembre. Dos jóvenes se pegaron al marco de Las majas, de Goya, en el Museo del Prado y pintaron un número en la pared: 1,5. Es el aumento de temperatura máximo que soportaría el planeta sin una catástrofe ecológica. Y en octubre, dos chicas habían lanzado sopa de tomate a Los girasoles, de Van Gogh, en la National Gallery de Londres. Tras arrojarla, su mensaje fue claro: ¿qué merece más la pena, el arte o la vida?

Todas estas protestas tienen un denominador común: la defensa de la naturaleza. La crisis medioambiental, con una merma de biodiversidad y una sucesión imparable de desastres climáticos, es un problema capital. Afecta a toda la humanidad, pero son los miembros de la llamada generación Z quienes están liderando las campañas para concienciar sobre esta lúgubre deriva. Grupos como Juventud Por El Clima, Extinction Rebellion o Futuro Vegetal recurren a canales de Telegram y TikTok, a convocatorias en redes sociales o a las acciones en espacios públicos para exigir el fin de los combustibles no renovables, la ganadería intensiva o las devastadoras prácticas agroalimentarias.

Aprovechan la tecnología actual para propagar sus reivindicaciones. Y esta viralización agita el debate. Sus modos amplían la transmisión de las demandas, pero también generan repudio. A menudo se les acusa de desagradables, de molestos o peor aún: de inútiles. “Hay opiniones muy diferentes, pero el hecho de que se hable ya es positivo”, dice Sara Santana, miembro de Extinction Rebellion en España: “Cualquier cosa que se salga de la normalidad provoca rechazo, pero no se puede tachar de chiquillada a lo que se hace para evitar un desastre”.

“Nos enfrentamos a los poderosos y no hay más remedio que usar estos métodos, siempre sin violencia”, añade Bilbo Bassaterra, de Futuro Vegetal. “Tenemos cuidado para que no haya daños. No creo que garabatear una pared o tirar comida sea una gamberrada si es por la habitabilidad. Lo que me da coraje es que nos arriesgamos y a lo mejor funciona en determinados círculos, pero no sabemos si es suficiente”, dice este licenciado en Derecho de 30 años. Sergio Aires, de Juventud Por El Clima, apunta: “Expresamos la urgencia de modificar el modelo. Y necesitamos llevarlo al centro político. Las tácticas son cada vez más polémicas. Si no, no te hacen caso”.

Según Aires, las críticas favorecen al movimiento. “Son una puerta de entrada a la reflexión”, anota. Ares menciona otras insurrecciones que sirvieron para alterar el curso de los acontecimientos, como las sufragistas de principios de siglo XX, los Panteras Negras a finales de la década de los sesenta o los recientes MeToo y Black Lives Matter. En todas hubo oposición, incluso dentro de las propias filas: “Suelen tener un tono paternalista, generalmente de alguien a quien ya no le preocupa”, sopesa, “pero no es nada nuevo: hace tiempo ya se encadenaban a las vías o bloqueaban carreteras”.

Las protestas por el medio ambiente, efectivamente, no han brotado repentinamente. El grito de auxilio viene de lejos, ya sea advirtiendo sobre los peligros de los residuos nucleares, exigiendo la protección de especies como las ballenas o alertando sobre el vertido de residuos en los océanos. Lo que se percibe ahora es el protagonismo de una población más joven y un mayor calado global, despertando alianzas entre países del norte y del sur. “Puede que se les preste más atención, aunque no estoy segura de que cambie las mentalidades”, sostiene Natàlia Cantó, socióloga de la Universitat Oberta de Catalunya, que duda del papel de los medios de comunicación y de la fugacidad del mensaje.

“El valor simbólico es muy importante, pero no sé si se difunde correctamente o solo como un espectáculo. En el caso de los museos, la idea es que, si lo que dedicamos a mirar un cuadro lo dedicáramos a saber qué estamos haciendo con el planeta, se podría salvar la vida de nuestros nietos”, esgrime Cantó. Según una encuesta del Pew Research Center de 2021, para los estadounidenses nacidos después de 1996 el clima es la mayor preocupación. Un 32% de ellos ha participado en alguna acción sobre el tema y hasta un 67% habla sobre las amenazas que se ciernen sobre la Tierra. En 2022, Deloitte llegaba a una conclusión similar: la generación Z y los mileniales están “profundamente” inquietos por la situación ecológica y un 75% considera que el mundo se aboca a un punto de no retorno. Pocos confiaban en las decisiones de gobiernos o grandes compañías, pero casi la mitad miraba con optimismo los esfuerzos individuales.

Ha habido muchos flujos en el activismo ambiental, según Colin Davis, profesor de Psicología Cognitiva en la Universidad de Bristol (Reino Unido). En 2018, sin embargo, hubo un salto cualitativo con las concentraciones de Fridays For Future, aduce. “Son más disruptivas: fumigación de edificios, rotura de ventanas, paralización de aeropuertos… No son nuevas, pero no se habían empleado a gran escala”, puntualiza. La capacidad para diversificar la información y su excepcionalidad, indica el británico, son ingredientes esenciales para el interés periodístico.

Acciones como las de las pinacotecas, esgrime Davis, representan otro giro: “Ya se intentó avergonzar a instituciones que aceptaban la financiación de empresas de combustibles fósiles; lo que ocurre es que no se centran en el patrocinio, sino que utilizan el arte para desviar la atención hacia el problema general”. Dicha actitud, más combativa, busca un gran impacto. “Y puede derivar de dos formas. Una es el llamado efecto del flanco radical. Significa que los procedimientos más radicales hacen que los grupos moderados se vean como más razonables y aumenten el apoyo público. Otra, que los gobiernos utilicen esta disrupción del orden para justificar leyes más represivas”, explica Davis, convencido de que la tendencia se inclina hacia esta segunda opción.

La participación es mayor gracias a las herramientas digitales, dice el sociólogo Alexander Araya López, de la Universidad de Potsdam (Alemania). “Somos testigos de la seriedad de la crisis climática y puede que las protestas sean más visibles. Pero hay que tener en cuenta el contexto y las reacciones, habitualmente polarizadas”, indica Araya López, que ve positivo resaltar lo apremiante y cuestionar lo dañino. ¿Por qué enfadarnos por un ataque a una obra de arte y no se percibe como ofensa la destrucción de ecosistemas?, se pregunta.

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