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La catástrofe es creer que el sistema se puede reformar

El tópico de la renovación perpetua del capitalismo está agotado, escribe el crítico de arte Jonathan Crary en un ensayo brújula para una sociedad poscapitalista. ‘Ideas’ publica un fragmento

Dos fotos del glaciar Lyell en Yosemite, California, que muestran cómo el hielo se derritió en un lapso de 132 años.
Dos fotos del glaciar Lyell en Yosemite, California, que muestran cómo el hielo se derritió en un lapso de 132 años.Israel Russel / Keenan Takahashi (USGS / NSP / Agefotostock) (© Doi001)

Con las noticias diarias sobre la pérdida de inmensas masas de hielo en el océano Ártico, con los glaciares de Groenlandia y la Antártida derritiéndose y los incendios prendiendo a lo largo de todo el permafrost siberiano, podría parecer irrelevante llamar la atención hacia una particularidad más insignificante de la criosfera terrestre en proceso de desaparición. Ubicado en la linde del Parque Nacional de Yosemite, en las montañas de Sierra Nevada, se encuentra el glaciar Lyell, o lo poco que queda de él. Durante muchos años se contó entre los más visitados de los varios cientos de glaciares que una vez hubo en los cuarenta y ocho estados contiguos, pero en 2010 fue declarado muerto a todos los efectos. Ahora consiste en una serie de parches dispersos de hielo en recesión, oscurecidos por el hollín atmosférico. Aquí tenemos no solo los restos de un glaciar, sino las ruinas de unas presuposiciones, que en su día fueron influyentes e incluso irrefutables, relativas al tiempo, la permanencia o lo que ha “venido para quedarse”.

El glaciar recibió su nombre euroamericano en la década de los cincuenta del siglo XIX, tras la violenta expropiación del valle de Yosemite a sus habitantes indígenas. Para las élites ilustradas, ya sea en Europa o en Norte­américa, la conjunción de las palabras “Lyell” y “glaciar” sonaba muy armoniosa. A mediados del siglo XIX, el geólogo escocés Charles Lyell cobró fama por su afirmación de que los cambios geológicos significativos solo se producían a lo largo de lapsos temporales inmensos. Ha habido enormes transformaciones en la tierra, pero a un ritmo lento e imperceptible, mediante procesos de erosión y sedimentación que llevan muchísimo más tiempo que el breve marco que nos proporcionan nuestros registros históricos. Un ejemplo para ilustrar el “gradualismo” de Lyell eran los glaciares, que desde el punto de vista humano parecían presencias eternas, a pesar de su movimiento inapreciablemente lento. Lyell reconocía el advenimiento periódico de sucesos violentos y anómalos, como las erupciones volcánicas y los terremotos, pero creía que estos ejercían un impacto menor sobre la constancia de los procesos a largo plazo.

La obra de James Hutton en la década de los noventa del siglo XVIII había introducido el influyente concepto de “tiempo profundo”, que proponía una escala temporal de la historia de la tierra tan vasta que resultaba absolutamente inconmensurable con la experiencia humana. Partiendo del trabajo de Hutton, Lyell exageró la inconcebible lentitud con la que el estado de la tierra se modifica desde nuestra perspectiva, aun demostrándonos que la tierra nunca deja de ser “el teatro del cambio reiterado, de fluctuaciones lentas pero interminables”. Se estableció un marco intelectual y cultural que identificó el medio ambiente terrestre como pasivo e inmune a la intervención humana. En palabras de Lyell, “la fuerza total ejercida por el hombre es verdaderamente insignificante” y la naturaleza había dejado de ser “un actor relevante desde el punto de vista de la historia humana y las ciencias sociales”. La modernización económica requería que la tierra y sus estructuras fueran apartadas y cosificadas, como un paisaje pintado para su contemplación y su estudio; pero, al mismo tiempo, sus reservas de recursos en apariencia infinitos debían permanecer directamente accesibles para su explotación y la adquisición de riquezas. Lyell conjeturó que la atmósfera de la tierra podía calentarse a lo largo de decenas de miles de años vista, pero acontecimientos recientes, como la desaparición de capas gigantescas de hielo polar en el lapso de una vida humana, le habrían resultado inimaginables.

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Hoy en día, con unas constantes revisiones al alza de los índices de calentamiento climático, resulta difícil dar por hecho que cualquier cosa haya “venido para quedarse”, salvo los residuos radiactivos, los microplásticos y las sustancias químicas “eternas”. Vivimos en mitad de las consecuencias, cada vez mayores, que ha traído consigo la idea de que las acciones humanas son independientes del mundo del que formamos parte. Pero mientras consideremos que nuestro cometido es mantener a raya una inminente catástrofe planetaria, estaremos fracasando a la hora de comprender, como han dicho Walter Benjamin y muchos otros, que la verdadera catástrofe es la perpetuación del modo en que han sido y son las cosas, de todas las formas de violencia imperialista, injusticia económica, crueldad racista y sexual y devastación ecológica. Es un momento en el que las continuidades y habituaciones presentes han de ser transgredidas, y en el que la gradualidad en la práctica política ha dejado de ser una opción. En esta insólita encrucijada histórica, la evocación de la catástrofe se hace cada vez más oportuna en su calidad de arma para el poder corporativo y militar, y sus altavoces tecnomodernistas. Con frecuencia, las mismas autoridades que insisten en la permanencia de las instituciones globales y las redes 24/7 de la era digital son también las que plantean que el calentamiento global es una crisis tan enorme que la única solución es la geoingeniería para la captura de carbono, que requiere de esfuerzos a una escala mucho mayor que el Proyecto Manhattan. Sumados, estos mensajes contradictorios suponen un punto muerto que alienta la parálisis y el fatalismo. En cualquiera de estos escenarios (el presente perpetuo de un empleo precario, dispositivos nuevos sin límites y maratones de visionado de miniseries o bien la gestión militar/corporativa del desastre planetario), se nos presenta un futuro en el que se habrán de mantener las relaciones de poder vigentes, un pronóstico del cual quedan excluidas las versiones igualitarias del poscapitalismo o el ecosocialismo.

A pesar de tales gesticulaciones, hoy en día se dan muchas menos definiciones grandilocuentes que presenten al capitalismo como indestructible, como un sistema vampírico que es periódicamente erradicado, solo para volver a erigirse con una apariencia distinta. El tópico mismo de la renovación perpetua del capitalismo está agotado. Si hay suerte, habremos escuchado el último aforismo, antaño repetido hasta la saciedad por los académicos posmodernos entre otros, de que es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. En el punto álgido de este sentir, había millones de personas en el Sur global y otros lugares cuya perspicacia política no se encontraba tan al borde de la parálisis. Diversos estudios aparecidos a raíz de la crisis de 2008 aseguraban que la partida casi se ha acabado: el capitalismo no tiene más cartas que jugar y se ha producido una inexorable erosión de la producción de valor. Por ejemplo, el difunto Robert Kurz sostenía que la tan cacareada transición, iniciada en la década de los setenta, hacia una economía de la información liderada por el sector servicios nunca estuvo cerca de igualar sus hiperbólicas descripciones y no logró inaugurar una nueva fase de acumulación. Para Kurz, el colapso de 2008 estaba íntimamente ligado con el dominio de la microelectrónica y la informática en la economía global. El capitalismo, según explicaba, se debilita mortalmente cuando el trabajo y el tiempo de trabajo dejan de ser la principal fuente y medida de la riqueza. Como resumió uno de sus entrevistadores: “Aquí empieza la aniquilación de la gallina de los huevos de oro del capitalismo: la mano de obra”. El capitalismo encara su agotamiento cuando la productividad humana no solo aumenta gracias a la tecnología, sino que se ve reemplazada por esta.

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