“Siempre ibéricos en el ‘jet”: la segunda temporada de ‘Soy Georgina’ cruza el lujo, lo castizo y el duelo
La nueva entrega del ‘reality’ de Netflix protagonizado por la modelo, empresaria y pareja de Cristiano Ronaldo orbita entre el formato ‘sitcom’ y el humor involuntario
Toda secuela está obligada a ser más que su predecesora. Por eso la segunda temporada de Soy Georgina, el reality show de Netflix que sigue las aventuras de Georgina Rodríguez alrededor del mundo, ofrece más de todo: más dinero, más drama y más ‘Queridas’. Mientras la primera temporada se centraba en el relato de superación de Rodríguez, una niña de Jaca que soñaba con una vida de lujo y la consiguió a través de su relación con el futbolista más famoso del planeta, esta segunda entrega apuesta por el formato sitcom al repartir el protagonismo entre su grupo de amigas. Hay estrellas invitadas, desde Sebastián Yatra hasta Rosalía, pero la más rutilante de todas, Cristiano Ronaldo, ejerce esta vez como figurante: a lo largo de los seis episodios, hay más planos de jamón ibérico que de CR7.
La primera temporada de Soy Georgina tuvo muchos espectadores pero apenas generó memes, que es como Netflix también en parte mide sus éxitos. Lo más comentado en redes fue la obsesión casi sexual de Georgina con el jamón de bellota: nada parece excitarle tanto y nada le despierta de su permanente estado robótico como un buen plato de ibéricos. Ella se dio cuenta, claro, y en esta segunda temporada estira la broma hasta quitarle la gracia. “Un buen ibérico para mí significa alegría”, “No podría vivir sin los ibéricos”, “Me declaro iberoadicta total”, “Lo mejor de España es Rosalía y el jamón ibérico”, “Cada una tiene su prioridad, la nuestra es comer chorizo”. Georgina come jamón hasta mientras le hacen un tatuaje en honor a su bebé fallecido.
Ella está al corriente de que, más allá del chiste, su pasión por los ibéricos la humaniza. Convierte Soy Georgina en un Las Kardashian dirigido por Bigas Luna y reconecta con sus orígenes aragoneses, que en esta temporada tienen mucho menos peso que en la anterior, excepto cuando Georgina recuerda con ternura las Navidades de su infancia (“como no teníamos dinero íbamos a la cantera a coger castañas y musgo”) para, a continuación, volver a su presente de millonaria y explicar que cada Navidad contrata una empresa que le alquila la decoración, se la monta en diciembre y se la desmonta en enero. “Es comodísimo”. Por supuesto que lo es.
Aunque el programa no termina de apostar por ellos, son ese tipo de contrastes los que lo refuerzan: una foto de dos niñas junto a un árbol minúsculo en un pasillo con paredes de gotelé (una felicidad que el dinero no puede comprar) versus unas vacaciones en Laponia (una felicidad que solo el dinero puede comprar). Todos esos millones, en cualquier caso, no pueden pagar una aurora boreal, que se resiste a aparecer porque a la Madre Naturaleza no le importan las acciones de Netflix. Georgina, decepcionada, propone una idea empresarial: “Deberían hacer un simulacro de la aurora boreal, como hacen con la nieve artificial”. Y es en estos comentarios casuales donde Georgina se retrata a sí misma: no necesita ver la aurora boreal, le vale con que lo parezca. El contenido es irrelevante si puede comprar el continente.
“Siento que mi papel de mocatriz está mas cerca”
Hay que entornar mucho los ojos para encontrar pistas de qué está ocurriendo en la cabeza de Georgina. Pero las hay. Por ejemplo, la cara se le tuerce ligeramente cuando un dependiente le cuenta que vive en su antiguo edificio: “Los vecinos todavía hablan de ti”. O cuando sale a la calle Valverde, explica cuánto le gusta la Gran Vía y, a continuación, exclama: “¡A ver si me van a robar!”. Esta es una inquietud con la que Georgina convive cada vez que se asoma al mundo real: no puede disfrutar de un paseo en góndola por los canales de Venecia porque teme que algún turista la escupa desde un puente. Son momentos de autoconsciencia efímeros, como cuando le ofrecen un papel en una película y celebra estar más cerca de ser una mocatriz, la contracción de modelo, cantante y actriz acuñada en la canción de Ojete Calor. Cualquier otro programa (uno de la época dorada de Cuatro, por ejemplo) habría insertado la letra: “He llegado lejos por mi talento, no por el que tengo sino porque el que me invento”, “Quiero solo lujos, dame pasta gansa, pero no me ofrezcas un trabajo del que cansa”, “No sé cantar, no sé posar, no sé actuar, vivo feliz”. Que Georgina presuma de ser mocatriz sugiere que o no ha escuchado la canción entera nunca o tiene una retranca irónica que, desde luego, el reality no muestra en absoluto.
“El bidé es imprescindible. Para el baño polaco y el baño checo”
Los exabruptos de vulgaridad en Soy Georgina están tan calculados como sus uñas. Georgina los dosifica, como cuando insiste en lo importante que es para ella instalar un bidé “para el baño checo” (para quien no lo sepa, consiste en lavar la entrepierna haciendo el ruido “checo, checo, checo” con el agua) o cuando le confirma a su amigo Iván que las millonarias también cagan. “Y mucho”, añade.
Estos coloquialismos no terminan de funcionar. Georgina los enuncia sin romper personaje, con la misma dicción de androide con la que recita todo lo demás: abre mucho los ojos como si estuviera muy concentrada (o como si estuviera leyendo un prompter), no mueve ni un milímetro su postura perfecta de niña que fue a clases de ballet y entona las palabras de carrerilla como si las hubiese memorizado.
“¿Has hablado con el abogado? ¡El que tengo aquí colgado!”
A diferencia de otros realities, Georgina no es una asalariada a merced de la productora o la plataforma. Ella es productora ejecutiva de Soy Georgina, de manera que elige qué se emite y cómo se emite. Eso explica la presencia constante de su grupo de amigas, autodenominadas ‘Las Queridas’ en honor a su grupo de WhatsApp, manteniendo conversaciones sobre temas como que Ivana, la hermana de la estrella, ha reanudado sus estudios de Traducción e Interpretación. Las Queridas se adoran, pero cuando conversan hay silencios entre frase y frase que hacen que parezca que acaban de conocerse. Tampoco terminan de encontrarse cómodas entre su rol en la vida de Georgina (ser como su familia) y su rol en el programa (hablar constantemente sobre Georgina, darle la razón en todo, mirar cómo se prueba ropa, mirar cómo abre cajas, hacer chascarrillos mientras ella se gasta miles de euros en una tienda y ellos no). En un momento dado, una amiga le extiende crema hidratante en las piernas. En otro, Georgina le pide a su amiga que use unas botas que le hacen daño, las dé de sí unos días y luego se las devuelva. Y le da estas indicaciones como si trabajase para ella y no como si le estuviera haciendo un favor.
La acumulación de escenas con las Queridas convierten Soy Georgina en el retrato de una cultura en la que la nada es el nuevo todo. Como si una inteligencia artificial generase un reality sobre un grupo de personas en función de los hashtags más utilizados en Instagram: #puravida #aquisufriendo #estamoslocas. Después de varios minutos viendo cómo se tiran por unos toboganes acuáticos, uno se pregunta cómo serían las escenas que quedaron fuera. El verdadero tema de Soy Georgina parece ser, por tanto, cómo reacciona una plataforma cuando le entregan un contenido que no contiene nada.
“Siempre me falta tiempo, tengo muchos trabajos”
Esta temporada incluye un nuevo fichaje adyacente: el representante de Georgina, Ramón Jordana. El doctor Frankenstein de todo esto y ‘La Ramona’ para las amigas. Jordana pronuncia una frase que dinamita la tele yel término “telerrealidad”: “Te voy a buscar una nanny para que puedas facturar más”. Un aro por el cual el espectador, sencillamente, no puede pasar.
Georgina se presenta como una supermamá de familia numerosa como otra cualquiera (“¿que cómo me organizo para viajar con tantos niños? No tengo respuesta. Al volver necesito tres días para recuperarme”) y el público acepta la ilusión de que Georgina vive sola con sus cinco hijos, tal y como transmiten sus fotos de Instagram y el reality: es una suspensión de la incredulidad que la audiencia ya genera de manera automática. Por eso, cuando Ramón propone “contratar una nanny”, arruina la magia de la tele: una cosa es que el espectador elija creer la ilusión de que Georgina no tiene ayuda en casa y otra que esté dispuesto a que se rían de su inteligencia al intentar hacerle creer que es verdad.
“Tengo seis hijos”
La maternidad es lo más importante para Georgina. Las escenas con sus hijos son las más naturales del reality, parece cómoda y no tiene reparos en personificar todos los estereotipos de la feminidad tradicional, como cuando dice inspirarse en Audrey Hepburn porque le encantan, aclara, el cine y los diamantes: es decir, no se inspira tanto en Audrey Hepburn como en un póster de Audrey Hepburn en Desayuno con diamantes.
El nombre de su hija recién nacida es Bella Esmeralda, por sus dos princesas Disney favoritas, quizá un guiño a los sueños de su niña interior. Esa inocencia choca con la oscuridad del arranque de la temporada. Dedicar los dos primeros capítulos a la muerte de Ángel, el gemelo de Bella, poco después del parto es una decisión televisivamente complicada, pero humanamente inevitable. Si la primera temporada proponía un relato de superación de clase, esta presenta un duelo de resignación ante el trauma: Georgina debe aprender a convivir “sin un pedazo de mi corazón”. Solo un mes después de dar a luz, recorre la alfombra roja del festival de Cannes con un vestido de 120.000 cristales de Swarovski tratando de ignorar las miradas compasivas y los silencios pesarosos. “Siempre que miro a Bella me pregunto cómo estaría Ángel”, confiesa. “Tengo seis hijos. Ángel es un hijo, un sobrino, un hermano y un primo”. Hay pocas imágenes en todo el catálogo de Netflix tan desoladoras como Ivana, la hermana de Georgina, apresurándose a quitar del dormitorio de los bebés la mitad de todos los objetos que eran par (dos ositos, dos cunas, dos capazos) y desvistiendo la habitación de todo atisbo de color azul antes de que ella vuelva del hospital. La logística de lo innombrable.
“Comparto los valores de los Grammy: solidaridad, búsqueda de talento y apoyo a la música”
A Soy Georgina le falta alguien que ejerza de bufón de la corte: alguien que represente la voz del espectador, le guiñe el ojo a la audiencia (curiosamente en La marquesa, el otro hit telerreal de Netflix, ese rol lo desempeñaba la propia Tamara Falcó) y señale las tensiones, paradojas o absurdismo de la vida de Georgina Rodríguez. Alguien que haga preguntas como: ¿qué demonios hace ella presentando un Grammy Latino? O que comente el detalle de que, cuando Georgina visita un orfanato y los niños le regalan una planta y un cuadro con sus manitas pintadas, claramente al despedirse se ve que se ha dejado ambas cosas y que no tiene intención de llevárselas. O que se acuerde del medio ambiente cuando fleta el jet privado solo para traer al primo de su amiga Mamen desde Linares para que le haga un tatuaje.
En un ejercicio metanarrativo, la temporada arranca con Georgina y Cristiano en Dubái, ciudad que es al urbanismo lo que Georgina Rodríguez a la especie humana, para celebrar el estreno de la primera temporada con un anuncio proyectado en el edificio más alto del mundo. Georgina describe Soy Georgina como “el proyecto más importante de mi carrera”, y cómo no: ella es una artista y vivir su vida es su principal talento. Para cuando el espectador se plantee si se le da bien o no, ya habrán pasado cuatro episodios y bueno, total, ya que estamos.
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