Joyas, chándal, yate: la filosofía vital de Georgina a través de sus mejores frases
El ‘reality’ de Georgina Rodríguez triunfa en Netflix y forma parte de la conversación en redes sociales a diario. Es ejemplo de superación para unos y de ostentación del privilegio para otros, pero nadie puede dejar de mirar
Decía Chuck Palahniuk que en los gimnasios forran las paredes con espejos porque, si no te ves a ti y a los demás en todo momento, ¿para qué levantar pesas? Con la riqueza pasa algo parecido. Georgina Rodríguez (Buenos Aires, pero criada en España, 28 años) no se conforma con ser rica: también quiere que los demás lo vean. Muy acorde a la era, ser rica en dinero y en atención. Por eso siempre hay alguien mirándola, ya sea alguna de sus amigas, alguno de sus 33,7 millones de seguidores en Instagram (pueden ser ya 34 según cuándo lea esto, ninguna otra mujer española se acerca a esa cifra) o, ahora, los espectadores de Soy Georgina en Netflix.
La evolución de la relación de la audiencia con el programa desde su estreno el pasado 27 de enero se puede resumir en curiosidad, estupor y rendición. El público ha podido conocer por fin a la mujer detrás del Instagram y se ha encontrado con, esencialmente, una cuenta de Instagram en movimiento. Pero también a una fábrica inagotable de frases que construyen el marco teórico de toda una filosofía ante la vida. La filosofía Georgina.
“He pasado de vender lujo a lucirlo en las alfombras rojas”
Georgina resume su relato nada más empezar el programa para que el espectador no se distraiga. Ella sabe lo que está pensando, ella también ha leído esos cuentos. Y como la suya es una historia universal que ha tomado diferentes formas a lo largo de los siglos (Pigmalión, Cenicienta), va repitiendo reformulaciones para que la audiencia no olvide la escala del relato que está viendo: “Yo llegaba en autobús y me iba en Bugatti” (respecto a sus primeros días de noviazgo con Cristiano Ronaldo, cuando ella aún trabajaba como dependienta en Gucci); “antes me quedaba mirando los escaparates de la Milla de Oro y ahora vengo a comprar” (un guiño a Desayuno con diamantes); o “de pequeña solo podía ver este restaurante desde el otro lado del cristal” (directamente Dickens).
Estas píldoras narrativas demuestran dos aspectos de Georgina: que siempre ha estado obsesionada con el lujo (material, visual y estético), hasta el punto de sentirse destinada a conseguirlo, y que es una narradora excepcional. Tiene un don para crear imágenes poderosas (la niña/adolescente/joven mirando desde fuera los símbolos del lujo que anhela), que además retrotraen al espectador a cuentos populares muy fáciles de identificar.
La anécdota del día que Georgina, exhausta de trabajar sin parar a su llegada a Madrid (como dependienta y camarera), llamó a la puerta de su vecina Carmen para presentarse primero y pedirle un plato de arroz con huevo después, no deja de ser una versión de La cerillera adaptada a la precariedad laboral de la España poscrisis. La imagen de Georgina, maquillada y peinada en su sofá, esperando a que Cristiano Ronaldo le mandase un mensaje, evoca a la princesa que suspira en su torre por la llegada de su príncipe, solo que en vez de en una torre esta princesa vivía en un bajo en la calle Cartagena, y en el final feliz (“de repente, escuché el ruido del motor”), en vez de escucharse el cabalgar de un caballo blanco, se escucha un coche de alta gama.
“Me encanta Hermès, me encanta Gucci, me encanta Prada, me encanta Louis Vuitton, me encanta el grupo Inditex, me encanta Decathlon, me encanta Nike, me encanta Mayoral”.
Esta declaración encierra tres aspectos clave de Georgina: que, más que con el lujo en sí, está obsesionada con la ostentación de él; que quiere dejar claro que sigue consumiendo productos low cost; y que tiene una aversión inexplicable a decir la palabra “Zara”.
Georgina sigue la lógica del árbol que cae en el bosque: si llevas un bolso de Louis Vuitton pero no lleva el emblema estampado, ¿realmente lo tienes? Si publicas una foto en Instagram con un Birkin y este no ocupa el 20% del encuadre, ¿para qué lo quieres? “No es tanto por el bolso”, explica ella delante de sus múltiples Birkins, “como por lo difícil que es de conseguir”. Y esa honestidad resulta encomiable. Todas lo han pensado, ella lo ha dicho.
“No puedo ir enseñando el culamen”
Esta frase no importa tanto por lo que dice como por dónde la dice. Está en la tienda de Roberto Cavalli. Georgina ha visto My Fair Lady (o al menos Pretty Woman) y está familiarizada con lo cómico que resulta siempre poner a una chica de barrio en una situación elegante. De ahí el resumen de su currículum: “Fui camarera, fui limpiadora, fui dependienta y ahora soy la puta ama”. Y de ahí su manifiesto “Me gustan las joyas con el chándal, quien no lo entienda ya lo entenderá”, en el que, lejos de avergonzarse de su condición de nueva rica, la enarbola porque le permite no depender de la opinión de los demás.
“¡Cuatro euros por medio pepino!”, protesta escandalizada mientras le dan un masaje en el hotel más caro de Cannes, horas antes de recorrer la alfombra roja del festival. En un gesto casi subversivo, Georgina decide comerse las rodajas que le sobran después de ponerse un par de ellas en los ojos.
“Y yo me vi allí, rodeada de realeza y burocracia”
La confusión entre “burocracia” y “aristocracia” ocurre al final del reality, tras una conversación por videollamada con J Balvin que por alguna razón alguien decidió emitir entera, como parte de una serie de “tomas falsas”. Las comillas se deben a que la emisión de esos instantes ha sido aprobada por Rodríguez, que figura en los créditos como “Directora de contenido” en lo que probablemente sea el detalle de Soy Georgina que mejor define su carácter.
La elocuencia de Georgina ha sido uno de los aspectos más comentados del programa. Cada vez que España se ha obsesionado con una mujer (Isabel Preysler, Marta Chávarri, Mar Flores) ha sido a través de sus símbolos visuales: todo el mundo recuerda imágenes de esas mujeres, pero pocos recuerdan las frases que pronunciaron. Georgina viene de ese estatus. Para la mayoría de la población ella es una imagen, un concepto y, como mucho, un relato arquetípico. Ninguna de aquellas mujeres antes que ella tuvo un reality en el que hablase durante cuatro horas. Por eso, al igual que cuando Ninotchka (1939) se promocionó con lo de “¡Garbo ríe!”, uno de los reclamos de Soy Georgina era escucharla.
Dado que interactúa cada día con personas de diversos países, el acento de Georgina sorprende porque es una mezcla de todos a la vez. Al fin y al cabo ella se define, en su pasión por las frases hechas, como “una ciudadana del mundo”. Pero una vez asimilada esa dicción híbrida, lo más chocante de su discurso no es lo que dice sino cómo lo dice: parece estar leyendo un teleprompter en todo momento. Ese podría ser el caso en los totales a cámara, pero cuando charla con otros seres humanos también se comunica como si hubiera memorizado las palabras antes. Y a menudo lo que ha memorizado es una enumeración. Como la siguiente.
“La moda es arte, creación, ilusión, femineidad, masculinidad, belleza”
A Georgina lo único que le gusta más que una marca es una concatenación de palabras. Cual María Esteve en El otro lado de la cama (2004), Georgina Rodríguez se comunica por acumulación: “La danza es disciplina, sacrificio, esfuerzo, amistad, compañerismo”; “me encantan las esmeraldas, los diamantes, el zafiro, los rubís”. Pero claro, ¿por qué quedarse con una joya pudiendo tenerlas todas? Ahí está la clave. Georgina no enumera porque no sepa qué decir, enumera porque no quiere quedarse solo con una cosa. Su filosofía es “ponme más de todo”.
“Me voy a llevar todas las secallonas”
A lo largo de los seis capítulos que dura el programa, Georgina demuestra que el que te encanten los ibéricos puede ser una personalidad.
“Voy a entrar a comprar lotería”
No resulta sorprendente que Georgina crea en el pensamiento mágico. Si se le han cumplido todos sus sueños, ¿por qué no iba a tocarle el Euromillón? Ya le ha tocado la lotería metafórica y ahora sigue rascando a ver si le toca la literal. “Además”, comenta una de sus amigas con las que comparte cupón cada semana, “cuando tú juegas siempre nos tocan centimillos”. Lo contenta que se pone Georgina ante esos centimillos deja claro que, aparte de vivir con todo tipo de lujo y comodidades, lo que a ella realmente le gusta es ganar.
“No esperaba que hubiera ‘paparazzi’ en Jaca”
En el capítulo en el que recorre su pasado, desde Jaca (donde creció) hasta Graus (donde trabajó una temporada), Georgina camina por las calles de esos pueblos oscenses con una muchedumbre siguiéndola a todas partes mientras la graba con el móvil. La estampa de nuevo retrotrae a otra imagen universal: la de los profetas seguidos por sus discípulos. En cierto modo Georgina es una profeta, que con su propia experiencia regresa para anunciar que “con pasión, ilusión y ganas conseguirás todo lo que te propongas”. El espectador experimenta este regreso triunfal de manera vicaria: ¿quién no querría volver a su barrio convertido en un millonario?
Pero esa visita a Jaca, además de incluir reencuentros a cuatro metros de distancia con viejos compañeros de escuela, ofrece el verdadero clímax de Soy Georgina: la visita con su hermana al mejor restaurante del pueblo, tan caro que ellas nunca se lo pudieron permitir. Que Georgina no vaya a su casa de la infancia, ni a la de sus familiares, ni a su colegio, pero sí vaya al restaurante que separaba a los ricos de los pobres en su primera percepción del mundo es, esencialmente, el tema central de Soy Georgina. Georgina no vuelve a Jaca para sentir nostalgia por la infancia que vivió, sino para compensar la infancia que no pudo vivir.
“Nosotros somos como cualquier familia”
Desde el punto de vista filosófico, Soy Georgina funciona como un tratado en torno a la normalidad. ¿Qué es la normalidad? Ella, por si acaso, repite la palabra constantemente: “Cristiano es supernormal. Es más normal que la gente normal”. Para ella la normalidad es un valor. Ser normal tiene mucho mérito. Y quiere que se lo reconozcan.
Lo cierto es que hay algo de tedio en su día a día. Sí, tiene muebles de Armani tan grandes que necesitan ser vendidos a través de una app especial para gente con casas grandes (“No puedo vender esto en Wallapop”, aclara sin pestañear). Sí, pronuncia la frase “tardé seis meses en moverme por la casa sin perderme” sin un ápice de ironía. Pero al margen de esos detalles superficiales, su vida cotidiana es efectivamente como la de cualquiera.
En un momento dado sorprende a sus amigos con un viaje improvisado al yate de Cristiano anclado en Mónaco (“¿queréis hacer una locura?”), a bordo del cual tienen las mismas conversaciones cotidianas que cualquier grupo de amigas que ha alcanzado ese estado de placer de hablar solo sobre las pequeñas cosas del día a día. Y cuando Georgina, agradecida por su compañía, les sirve su café favorito (el soluble), se resuelve el gran misterio, lo que ha enganchado a tantos espectadores: esas vidas, en el fondo, son igual de mundanas que las demás.
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