Cómo Faye Dunaway llegó a ser considerada “la peor persona de Hollywood”
La actriz, tan talentosa como controvertida, regresa con un papel en ‘El hombre que dibujó a Dios’, una película que ya era noticia por suponer el regreso al cine de Kevin Spacey tras recibir varias acusaciones de acoso sexual
La semana pasada se anunció la participación de Faye Dunaway (Florida, 80 años) en The Man Who Drew God (El hombre que dibujó a Dios), la película con la que Kevin Spacey regresa al cine cuatro años después de recibir varias acusaciones por acoso sexual (algunas de ellas han sido desestimadas). Trata sobre un pintor ciego, capaz de dibujar a la gente según el sonido de su voz, que es acusado injustamente de abusos sexuales a menores.
Tras décadas de titulares sobre los caprichos y la agresividad de Dunaway —que son casi tan célebres como sus obras maestras: Bonnie & Clyde, Chinatown o Network—, esta vez sí se habla de Dunaway por una película. Aunque sea polémica. Porque, como ella dijo en una ocasión: “Sí, soy difícil de tratar, pero al menos así me prestáis atención”.
Faye Dunaway creció en Bascom, un pueblo en la frontera de Florida con Alabama cuyas calles estaban sin asfaltar. Una tarde Dunaway se encontró a la estrella de cine Gene Tierney, la protagonista del clásico del cine negro Laura (Otto Preminger, 1944), y comprendió su destino. “Mi madre tenía una ambición para mí: que fuese la mejor”, contó la actriz a Vanity Fair. “Todo se centraba en mí, así que yo quería ser perfecta, lo cual me hizo intensa y motivada”.
“A todo el mundo le caía mal Faye”, aseguró Estelle Parsons (compañera de reparto en su tercera película, Bonnie & Clyde, estrenada en 1967) al diario Telegraph. “Cada vez que estábamos listos para rodar una escena ella exigía que la peinasen de nuevo. Claro que no me quiero imaginar cómo se siente una mujer en esa situación”. Esa situación era llevar el peso de la película interpretando a la forajida chic Bonnie Parker tras adelgazar 12 kilos. Un año antes, el director Arthur Penn había rechazado a Dunaway para La jauría humana porque el productor la consideraba fea (eligió a Jane Fonda). Esta vez, Penn tenía que convencer a Warren Beatty, quien prefería a Natalie Wood, Sue Lyon o su propia hermana, Shirley MacLaine. Para demostrarle que se equivocaba, la actriz dejó de comer, consumió pastillas adelgazantes y pasó varias semanas con pesas en las muñecas y los tobillos.
“Bonnie es el personaje más cercano a mí en muchos sentidos: una chica de pueblo que venía de la nada, hambrienta y deseando prosperar, deseando hacer algo importante, deseando triunfar”, explicaría la actriz en Esquire. Dunaway renunció a la mitad de su sueldo a cambio de que su nombre apareciese en los créditos, como el de Beatty, antes que el título de la película.
Bonnie & Clyde se convirtió en uno de esos triples fenómenos que casi nunca ocurren: éxito de crítica, triunfo comercial y referente cultural. En la semana siguiente de su estreno, la venta de gorros tipo beret aumentó un 1.300%. Se inauguraba así el Nuevo Hollywood, un movimiento cinematográfico sexi, violento y sofisticado que aplicaba el estilo de la Nouvelle Vague a la mitología estadounidense. Y Faye Dunaway era su musa: en El secreto de Thomas Crown, Los tres días del Cóndor o Chinatown interpretaba, más que personajes, vehículos de lucimiento para una estrella de cine.
Pero las historias del rodaje de Chinatown imprimieron una leyenda negra en torno a ella. Debido a las anécdotas comprobadas —como el día en que el director Roman Polanski le arrancó un pelo rebelde que flotaba contra la luz porque distraería al espectador y ella exigió que lo despidieran— o a las más rocambolescas —como la noche que Polanski no la dejaba ir al baño, así que ella orinó en un vaso de plástico y se lo arrojó a la cara—, la imagen pública de Dunaway jamás se desasociaría del término “actriz difícil”.
“Jamás he visto semejante nivel de locura”, aseguró Polanski, quien criticaba que Dunaway saliese corriendo a retocarse el maquillaje y el peinado cada vez que gritaba “corten”. “Eso es parte del trabajo”, aclararía ella, evocando aquella frase de Joan Crawford: “Si quieren ver a la chica de al lado, que vayan a la puerta de al lado”. “Roman considera que hace falta infligir dolor para hacer algo bueno. Su sadismo iba desde lo físico a lo emocional. No fue por el pelo, fue por la incesante crueldad, el constante sarcasmo, la infinita necesidad de humillarme”, se lamentó Dunaway en The New York Times. Entre los directores que han defendido su profesionalidad, eso sí, están Sidney Lumet o Elia Kazan.
“Mi perfeccionismo surge porque mi trabajo consiste en lograr algo maravilloso y utilizo todo mi ingenio, mi coraje y mi mente para intentar que sea especial. Para eso va la gente al cine, para ver algo especial”, se defendió ella.
Su marido, el cantante de rock Peter Wolf, le advirtió de que el personaje de Network: un mundo implacable, relato clásico sobre la podredumbre en la televisión sensacionalista, podría perpetuar su imagen de mujer calculadora, ambiciosa y sin escrúpulos. “¿Por qué has hecho este personaje una mujer? Si habla como un hombre y se comporta como un hombre”, le preguntó la actriz al guionista Paddy Chayefksy. “Porque necesitaba una historia de amor”, replicó él.
Network le dio el Oscar a la mejor actriz. “Nunca olvidaré el momento de escuchar mi nombre ni lo que sentí. Fue, sin duda alguna, una de las noches más maravillosas de mi vida. El Oscar representaba el epítome de lo que yo había soñado y por lo que había sufrido desde que era una niña. Era el símbolo de todo lo que pensaba que quería como actriz”, escribió en sus memorias.
Pero la cima de su carrera no es exactamente aquella noche de 1977, sino la foto que unas horas más tarde tomó su entonces pareja, el fotógrafo Terry O’Neill. La fotografía conocida como La mañana siguiente muestra a Dunaway entre el agotamiento y la ensoñación, con el Oscar presidiendo la fotografía y con docenas de periódicos con su nombre esparcidos por el suelo. La foto resulta icónica porque condensa en qué consiste exactamente la celebridad. Recibir una cantidad desproporcionada de atención y, sin embargo, estar sola al regresar a casa. Parecer alguien importante, pero lograr triunfos frívolos. Conseguir un sueño e inmediatamente preguntarse: “Y ahora, ¿qué?”.
Y ahora, nada
Cuando interpretó a Joan Crawford en Queridísima mamá, adaptación del libro que la hija de Crawford escribió para vengarse por décadas de humillaciones, The New York Times dio casi por seguro un segundo Oscar para Dunaway cinco años después del primero. El día del estreno, ella llevó a sus padres a Times Square para ver las colas de gente que agolpaban en los cines. La propia Dunaway admitió su identificación con Crawford: “Ella era una chica pobre y sin estudios del medio oeste. Y se convirtió en Joan Crawford. Se creó a sí misma. A veces creía que estaba de vuelta en Oklahoma. Una vez se desmayó porque el viento en el set le recordó a Oklahoma”.
El productor y el director le aseguraron que se trataría de un estudio de personaje y una reflexión sobre el poder insidioso de la fama, no de una recreación sensacionalista. Pero la actriz ha explicado (en una de las pocas ocasiones que ha accedido a hablar sobre esta película) que después llevaron la historia a la comedia sin que ella se diera cuenta. Ganó el Razzie a la peor actriz en la primera edición de esos premios y, aún con la película en cartel, la campaña promocional cambió de “drama de prestigio” a “comedia involuntaria” con la esperanza de atraer grupos de amigos borrachos en las sesiones golfas. “Después de Queridísima mamá mi propia personalidad y el recuerdo de mis otros personajes se perdieron en la mente del público y de muchas personas de Hollywood. Fue una interpretación. Nada más. Pero la gente creyó que yo era como ella”, lamentaría en sus memorias.
Queridísima mamá generó un efecto metanarrativo: una diva ególatra interpretando a una diva ególatra en una película que consigue ridiculizarlas a ambas y arruinar para siempre sus reputaciones. Cuando Joan Crawford murió en 1977, su enemiga íntima Bette Davis dijo: “Si no tienes nada bueno que decir de alguien no digas nada”. Pero no se lo aplicó con Dunaway. “Puedes poner a cualquier persona en esta silla y te dirá que Faye Dunaway es absolutamente imposible”, dijo en el programa de Johnny Carson ante 20 millones de espectadores cuando este le preguntó quién era la peor persona de Hollywood.
Incapaz de gestionar la humillación pública, Dunaway se mudó a Londres con Terry O’Neill y su hijo y allí se quedó casi toda la década de los ochenta. Cuando decidió regresar a reclamar su estrellato, se levantaba temprano cada mañana para hacer los ejercicios del vídeo de Jane Fonda. Un periodista de Vanity Fair describió en un reportaje la decadencia de su salón, diseñado por Charles Gwathmey en los setenta, cuyo sofá estaba lleno de quemaduras de cigarrillos. “Lo cierto es que vive tan aislada que no hace falta conocerla para querer consolarla”, señalaba el reportero.
Faye Dunaway estaba obsesionada con ser una estrella como las de antes, como las que ni siquiera existían ya cuando ella llegó a Hollywood. Quizá por eso ha interpretado a personajes que exploraban el concepto de la celebridad: Crawford, Eva Perón, Norma Desmond, Maria Callas o Katharine Hepburn. Pero casi todos esos proyectos acabaron perjudicando su reputación. Andrew Lloyd Weber la echó de Sunset Boulevard a escasos días de reemplazar a Glenn Close en Broadway. Callas iba a ser su debut como directora, y llegó a rodar la mitad de la película a lo largo de cinco años, pero abandonó el proyecto en 2014 porque se quedó sin financiación. Y hace dos años fue despedida de la obra Tea at Five, donde interpretaba a Hepburn, tras varias semanas de altercados relatados por varios de sus compañeros afectados a The New York Post: llegaba horas tarde, prohibía que la mirasen (incluidos el director y el dramaturgo) y exigía que nadie llevase ropa blanca. Utilizaba peines, espejos o cajas de horquillas como armas arrojadizas. Tiraba la comida al suelo cuando no le gustaba. Abofeteó a una mujer que intentaba ponerle la peluca. Ordenaba que limpiasen su camerino de rodillas. Y su asistente la denunció por abusos emocionales e insultos como “pequeño homosexual”.
En 2011, el casero de su piso de Nueva York la desahució y la demanda expuso las condiciones en las que vivía: pagaba 887 euros al mes por un pequeño estudio en el Upper East Side. Pero ella aclaró que no la echaban, que era ella quien se iba porque estaba infestado de bichos. “Es un casero de chabolas, no tiene clase, espero que tenga una vida horrible”, declaró la actriz a The New York Times.
Durante un vuelo, Dunaway se encontró con Warren Beatty, que renunció a su asiento en business para sentarse a charlar con ella en clase turista. Y precisamente con Beatty protagonizó uno de los episodios más esperpénticos del Hollywood reciente: el Oscar accidentalmente concedido a La La Land durante dos minutos y 19 segundos. “Faye iba enseñándole en su móvil una foto de la tarjeta que le habían dado, temía que la gente culpase a su edad del error”, contó un asistente a la ceremonia. “Una vez Warren dijo que yo tenía clase”, recordó Dunaway hace años. “Y ese es el cumplido que más ha significado para mí”.
Si una de las grandes reglas de una diva del espectáculo es nunca excusarse ni justificarse a sí misma, Dunaway se la saltó. En alguna ocasión, como en una charla con Los Angeles Times, lanzó al público algo parecido a un mea culpa. “La tragedia de Hollywood, del cine y de las estrellas, es que vives una realidad intensificada en la que experimentas lo mejor de todo. [...] Y cuando vives dentro de una ilusión y te la arrebatan no puedes aceptarlo, porque la realidad te golpea y te rompe. Te rompe”.
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