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La maternidad no deseada, la explotación laboral o un castigo de Dios: ¿qué representa la criatura de ‘Alien’?

El estreno de ‘Alien: Romulus’, 45 años después del inicio de la saga, acredita la vigencia terrorífica del xenomorfo, un monstruo que se ha asociado a todo tipo de metáforas, en función de la época y de sus diferentes autores

Imagen del monstruo de la película Alien
El xenomorpho Alien, en un fotograma de la película20th Century Fox

Alien: Romulus, la séptima entrega de la saga Alien (novena si se tienen en cuenta las dos películas de Alien vs. Predator, de 2004 y 2007), llegó la semana pasada a los cines, bajo la dirección del uruguayo Fede Álvarez. En consonancia con las mutaciones experimentadas por la franquicia desde su origen hace 45 años, la nueva película parte de un enfoque cercano a la sensibilidad de su tiempo. Por un lado, empieza hablando de crisis económica y precariedad juvenil, que es lo que impulsa a los personajes principales a colarse en la nave abandonada donde, por sorpresa, tendrá lugar su encuentro con la criatura; un punto de partida que recuerda a otra película de terror del director, No respires (2016), ambientada en la empobrecida Detroit. Por otro, aunque muy superficialmente, sondea también la idea de los androides como minoría social. Sangre nueva para ese organismo con una perfección estructural solo equiparable a su hostilidad, como lo describía el autómata Ash en la fundacional Alien, el octavo pasajero (1979).

Aunque la película, sea por reverencia a su legado o por guiñar un ojo a los fans, tiende puentes con todas sus predecesoras, el poder evocador de la saga Alien trasciende su continuidad o cualquier concepto de gran historia conjunta y unitaria. Precisamente, en la entrega original del británico Ridley Scott, los detalles argumentales de ciencia ficción no ocupaban un espacio tan central como su condición de pieza de terror clásica: el por qué y el cómo no eran tan importantes como la mera lucha de los tripulantes de la nave Nostromo por sobrevivir al abyecto monstruo que iba purgándolos uno a uno. Por ello, en 1979, las preguntas sobre el planeta al que llegaba la nave o la identidad del astronauta gigante que encontraban fosilizado –a las que Scott finalmente respondió en la precuela Prometheus (2012)– no hicieron correr tantos ríos de tinta como sus temas, desde el más obvio (la distopía corporativa, con una empresa malvada dispuesta a sacrificar trabajadores para satisfacer sus intereses) hasta lo más soterrado (qué representa el xenomorfo, como se denomina científicamente al alienígena), pasando por lo elemental, un mundo donde el humano ya no es la especie dominante.

En una crítica en el año de su estreno para la revista Sight & Sound, el periodista Philip Strick ponía el acento en que, en Reino Unido, la temática de la invasión tenía implicaciones menos relacionadas con lo geográfico que con no haber “perdido la suficiente arrogancia para tolerar ser parte del imperio de otro”. “A pesar de que sus productores, guionistas y elenco son predominantemente estadounidenses, esta magnífica y sosegada película de terror expresa una xenofobia espectacularmente británica (...) La parábola de una forma de vida frente a otra nos plantea si salimos y nos adaptamos o mejor nos quedamos en casa”, escribía. El historiador y crítico de cine Ramón Alfonso, preguntado por ICON, ve la noción de la amenaza doméstica muy presente en el clásico protagonizado por Sigourney Weaver, aunque aplicada más al contexto del lugar donde se produjo: “Alien conecta muy bien con La profecía [1976] o El exorcista [1973], películas que se refieren a esos EE UU devastados por la crisis institucional con la Guerra de Vietnam y demás. Abordan traumas sociales, políticos, existenciales y personales a través de un terror muy de dentro de casa”.

“En todas ellas, el peligro está en los hijos. En el caso de Alien, el monstruo es el vástago de uno de los tripulantes de la Nostromo, y esto es tremendo, porque sigue la idea de que la familia está siendo destruida por uno de sus miembros”, explica Alfonso, coautor de Alien, el octavo pasajero: El libro del 40º aniversario (2019, Notorious Ediciones). “En el fondo, es una película de terror que sucede en una gran mansión embrujada, la nave Nostromo. Además surfea mucho entre sueños, los pasajeros están durmiendo, están soñando, hay una ambigüedad extraordinaria en todo lo que ocurre. Es una especie de pesadilla lovecraftiana, con esa idea tan sencilla de estar en una tierra desconocida, donde las normas que conocemos se han alterado completamente, todo puede ocurrir, hay una amenaza que no vemos y no podemos huir”.

Voy a ser mamá

Además de las maniobras del capitalismo cruel de Weyland-Yutani, la compañía que en las películas prioriza obtener la muestra alienígena sobre la integridad de sus empleados, un tema recurrente en la saga Alien es el de la maternidad. Dan O’Bannon, el guionista original, comentó sobre la presencia de elementos sexuales, como la forma fálica de la cabeza del monstruo diseñado por H.R. Giger o sus métodos asesinos, que pretendía, en parte, apelar al miedo de los hombres a ser penetrados, con la “invasión oral” del personaje de John Hurt como giro a “todas esas películas de terror en las que mujeres sexualmente vulnerables eran aterrorizadas por monstruos masculinos desbocados”.

José Manuel Albelda Plaza, autor del libro Guía para ver y analizar ‘Alien, el octavo pasajero (2018, Nau Llibres), menciona la distribución y popularización de la píldora anticonceptiva en los sesenta como precedente significativo a la hora de acercarse a la película de Ridley Scott. “La mujer se había librado de la tiranía de asociar la relación sexual a la reproducción. Alien no solo recupera ese horror, sino que además lo extiende al hombre, que es el primer infectado”, cuenta a ICON el periodista, que también señala símbolos como el de la forma de la nave espacial abandonada, que recuerda a unas trompas de Falopio. También remiten a la sugerencia del (re)nacimiento y la creación de vida algunos de los generosos préstamos que toma Ridley Scott de 2001: Una odisea del espacio (1968), de Stanley Kubrick, con incluso un plano final del rostro de la protagonista, Ripley, fundida con el espacio como el bebé de aquella película.

Ramón Alfonso admite que, aunque ninguna de las secuelas de Alien, el octavo pasajero esté a la altura de la original, le interesa que se trate de “una saga autoral, con directores con un sello muy concreto”: antes del regreso de Ridley Scott para las precuelas, por la saga pasaron James Cameron con Aliens: El regreso (1986), David Fincher con Alien³ (1992) y Jean-Pierre Jeunet con Alien: Resurrección (1997). “A nivel de conjunto, las diferencias les dan un valor a cada una y permite leer en ellas el momento en que se están haciendo”, analiza. “La escritura de James Cameron no tiene mucho que ver con lo que plantea Ridley Scott, sino más con las hazañas bélicas de Chuck Norris, Stallone o Schwarzenegger, es un producto de fin de la Guerra Fría, con una serie de figuras e ideas alucinantes, como aquella reina alien en la colonia minera”.

En línea con el subtexto sexual, a Alfonso también le llama la atención la relectura de Fincher: “Vuelve en apariencia a los orígenes, pero la gran amenaza es que Ripley lleva dentro un alien. Que el monstruo te esté devorando por dentro nos lleva a una lectura en los noventa sobre el sida que es extraordinaria. El cine ya había empezado a referirse antes desde el género a la cuestión del sida, como en La mosca [1986], de Cronenberg”. De la película de 1997, destaca que “la visión de la figura de Ripley, un clon híbrido entre humano y alien, ya nos está hablando de ese mestizaje tecnológico con avatares en el que estamos hoy atrapados”.

Alien divino

Y llegaron las precuelas. Con cierta expectación por el regreso de Ridley Scott más de tres décadas después, el cineasta británico se reivindicó como fundador de la saga a través de dos películas que ponían todo Alien patas arriba. Él no tenía por qué guardarse respeto a sí mismo ni abordar su propio mito con cuidado y distancia: con Prometheus en 2012 y Alien: Covenant en 2017, Scott ampliaba y redefinía su universo cinematográfico entre gran división crítica y consternación de los puristas.

El director introducía la figura de los ingenieros, especie alienígena de cualidades semidivinas, responsable de la creación de la vida en La Tierra. Los xenomorfos pasaban a ser la consecuencia de un arma biológica desarrollada por ellos para destruirlo todo. Con guion coescrito en la primera precuela por Damon Lindelof, responsable de las series Perdidos (2004), The Leftovers (2014) y Watchmen (2019), el díptico reformulaba el horror gótico de la original desde el pesimismo existencial, el nihilismo, la búsqueda desesperada de sentido y el tema de Frankenstein: la humanidad es una aberración que avergüenza a su creador y, a la vez, quien ahora elude la responsabilidad de haber alumbrado a los androides inteligentes.

“Toda esa explicación que intenta ofrecernos despedaza lo principal de Alien, la incógnita y el misterio”, cree José Manuel Albelda Plaza. “La película no solamente no necesitaba esas explicaciones, sino que no las debía encontrar. No hay que desvelar nunca el velo de Isis”. El periodista trae a colación otro cuento religioso, el de la muerte según la plasmaban los sufíes en sus relatos, para referirse a otra lectura de Alien, la del xenomorfo como personificación de la muerte: “Hagas lo que hagas, aunque intentes huir y recorras mil kilómetros, al final te la acabas encontrando en el mercado. Además no tiene ojos, es como la justicia, que se representa siempre con una venda porque nos iguala a todos”.

Albelda Plaza pone igualmente en relación la mecánica narrativa de la saga con el concepto freudiano de la irrupción de lo siniestro. “En la cotidianidad de los objetos desgastados, de un espacio al que los trabajadores no tienen miedo porque es su entorno, irrumpe una criatura desconocida, extraña, a la que no vemos. Los pasadizos y mesas de trabajo, la sala de máquinas, se convierten en algo nauseabundo”, explica. Aunque en dicha cotidianidad, que era parte, al fin y al cabo, de los dominios de esa Weyland-Yutani que utiliza a su sufrido personal como cebo, lo abyecto quizás era parte natural del paisaje. Lo proponía el analista cultural e ingeniero industrial Raúl Minchinela en uno de los episodios de su webserie Reflexiones de repronto (2007), donde, más allá de las formas fálicas, advertía en la cabeza y el funcionamiento de la boca del xenomorfo algo más simple: una grapadora. “El horror de la grapadora no consiste en que pueda disparar grapas, es que solo nos recuerda a la oficina”, enunciaba. “Es el reverso oscuro del diseño industrial, donde la ergonomía y la practicidad se convierten en agresividad y pesadilla. Es un monstruo creado para el hombre a través de monstruos creados para el hombre”.

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