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La nueva versión del ‘Calígula’ de Tinto Brass: menos pornografía, más política

45 años después, llega a los cines la restauración de una de las películas más controvertidas de los setenta, un canto a la desmesura y el delirio que contó con un guion de Gore Vidal y una de las mejores interpretaciones de Malcolm McDowell

Un fotograma del 'Calígula' de Tinto Brass.
Un fotograma del 'Calígula' de Tinto Brass.
Miquel Echarri

La película arranca con un prólogo ambientado en Roma en el año 37 de nuestra era. Cayo Julio César Augusto Germánico, más conocido como Calígula (Malcolm McDowell) despierta abrazado a su hermana menor, Drusila (Teresa Ann Savoy). Acaba de soñar que su abuelo, el emperador Tiberio (Peter O’Toole), quiere matarlo, como ya mató en su día a gran parte de su familia. En apenas un par de planos, McDowell traza las líneas maestras de su construcción del personaje, al que muestra como un niño hombre caprichoso y volátil, feliz en su relación incestuosa con su hermana, un tanto proclive a sufrir ataques de pánico y arrebatos de histeria infantil, pero también a presumir de coraje y del tamaño de su aparato reproductor.

La escena, como gran parte de las incluidas en Calígula: The Ultimate Cut, fue filmada en Roma por el cineasta italiano Tinto Brass en primavera de 1976 y había permanecido inédita hasta hace poco más de un año. Un escritor e historiador cinematográfico, Thomas Negovan, se encargó de rescatarla del olvido restaurándola, montándola, remasterizándola e insertándola en un nuevo contexto narrativo que, contra todo pronóstico, funciona mucho mejor que el caos sexualmente explícito en el que iba a ser incluida en su día.

Por primera vez, creemos vislumbrar las claves ocultas de una historia que recordábamos hasta ahora como una simple sucesión de orgías crueles y grotescas en escenarios de cartón piedra. La película que muchos descubrimos en aquellas sesiones de cine erótico que ofrecía Canal + entre finales de los ochenta y principios de los noventa se revela, después de todo, como el thriller de época y la sátira política sobre el efecto corruptor del poder que siempre, según nos contaron (aunque nunca les creímos), había pretendido ser.

Malcolm McDowell llevaba décadas insistiendo en que aquella había sido una de las mejores interpretaciones de su carrera y otra de las actrices de prestigio implicadas, Helen Mirren, llegó a decir de Calígula que era una perfecta aleación de “arte y genitales”. McDowell lamentaba, muy especialmente, que la cobardía cicatera del productor, más preocupado por recuperar lo antes posible su inversión de 17 millones de dólares que de ceñirse al ambicioso proyecto original, hubiese privado al público de disfrutar de la “verdadera” Calígula. Es decir, de la película tal y como la concibió en su día el guionista Gore Vidal, la filmaron el director Tinto Brass y su equipo y la interpretaron Mirren, él mismo, Teresa Ann Savoy, Peter O’Toole o John Gielgud. Hoy, aunque no compartamos del todo su criterio, sabemos a qué se refería McDowell.

Un rescate cinematográfico en toda regla

A Negovan le encargaron una tarea quijotesca a la que ha acabado dedicando cerca de tres años: repasar a conciencia las más de 97 horas de metraje original de Calígula que se conservaban en los archivos de la revista Penthouse y comprobar si podía extraerse de ella una película coherente y, a la vez, sustancialmente distinta a la que se estrenó en Italia en agosto de 1979 y en Estados Unidos en febrero de 1980.

Él mismo ha descrito su papel en el proyecto como una ingrata labor de prospección petrolífera. Se trataba de cavar sin descanso en un yacimiento de quintales métricos de celuloide sin cultivar para intentar sacar de él algo valioso. Concluida la prospección, Negovan pasó a exhibir la obra a algunos de los implicado para intentar recabar su adhesión. McDowell se la ofreció in reservas. Tinto Brass, que acaba de cumplir 91 años, prefirió no ver la nueva versión y exigir, una vez más, que no se relacione su nombre con Calígula, la película que le hizo famoso y que supuso un punto de inflexión decisivo en su carrera, pero que siempre ha detestado sin matices.

El viernes 16 de agosto, con el estreno en cines estadounidenses de la versión de Negovan, se cierra un ciclo, el de la plena restauración de un proyecto fílmico truncado por las circunstancias. La película, pendiente aún de los últimos retoques, fue presentada en el festival de Cannes en mayo de 2023 y ya está disponible en España en plataformas como Filmin o en la versión en DVD y Blu-ray editada por Divisa Home Video hace unos meses. De momento, podemos concluir que la operación de rescate se está saldando con un considerable éxito: mientras la película original sigue cosechando un escuálido 21% de críticas favorables en Rotten Tomatoes, su descendiente tardía alcanza ya un 86%.

Malcolm McDowell en 'Calígula'.
Malcolm McDowell en 'Calígula'.Alamy Stock Photo

Aquella primera versión de Calígula había pasado a la historia como una de las películas más controvertidas de la historia. Su productor, Bob Guccione, fundador y propietario de Penthouse, quiso venderla como la cumbre del cine impúdico, una digna heredera de El Decamerón, El portero de noche y tantas otras producciones de la época que estaban desbrozando, sobre todo en Italia, una tercera vía entre el erotismo más descarnado y el celuloide “de autor”. Pero Variety dijo de la obra de Guccione, en el momento de su estreno, que se trataba de un exabrupto cinematográfico y un “holocausto moral”. Y el crítico Roger Ebert escribió que sus casi tres horas de pornografía “depravada e inmisericorde” le habían resultado “descorazonadoras”.

La dudosa paternidad de una película que nació huérfana

El artefacto se estrenaba, además, sin la firma de su director, con el repudio explícito de su guionista y sin el beneplácito de la mayoría de sus intérpretes. A casi todos ellos les había descorazonado tanto como Ebert la decisión de Guccione de estrenar una versión en que casi un tercio del metraje lo ocupaban escenas de sexo no simulado, filmadas en secreto por una segunda unidad y protagonizadas por algunas de las modelos de Penthouse, las mismas figurantes sin frase, pero con sexo, a las que Brass, obligado por el productor a hacerles un hueco en el set de rodaje, había pedido que se sentasen en un rincón, lo más lejos posible de las cámara, y no molestasen.

Pese a que había garantizado a su equipo una absoluta libertad creativa, Guccione acabó convenciéndose de que la película que le entregaba Brass, demasiado densa y farragosa, mucho más política que canal, acabaría fracasando en taquilla si no se incrementaba de la dosis del único ingrediente que la convertía en un plato distinto: el sexo. Este brusco golpe de volante provocó la deserción definitiva de Brass, que renunció a intentar consensuar con el productor un montaje satisfactorio para ambos y exigió que su nombre fuese retirado de los títulos de crédito. A última hora, para evitar un conflicto judicial de resultado incierto, aceptó figurar como director de fotografía.

Meses antes, el reputado intelectual neoyorquino Gore Vidal, autor de un primer guion de casi 400 páginas por el que había cobrado 200.000 dólares, se había desentendido ya del proyecto, harto de las continuas injerencias de Guccione, al que describía como “un vulgar proxeneta” y del giro que pretendía dar a la historia Tinto Brass, al que llegó a tildar de “narcisista analfabeto”. En aquel primer conflicto, Brass se había puesto del lado de Guccione. Vidal pretendía que el director se limitase a filmar su libreto, y Brass, crecido por el éxito internacional de Salón Kitty, su primera incursión en el erotismo con pretensiones, quería dejar su impronta a todos los niveles.

Para empezar, al cineasta milanés le parecía pueril la pretensión de Vidal de mostrar a Calígula como un hombre fundamentalmente bueno al que el poder acaba desquiciando y corrompiendo, además de una víctima del clima de depravación y paranoia creado por su abuelo Tiberio. Brass prefería ceñirse al Calígula retratado por su primer biógrafo, Cayo Suetonio, y por el novelista británico Robert Graves, un sociópata de manual, un monstruo de inclinaciones sádicas profundamente arraigadas que habían permanecido larvadas mientras no era más que un juguete en manos de su abuelo, pero al que acabó dando rienda suelta en cuanto accedió al poder. Ese era el Calígula al que valía la pena mostrar. Cualquier alternativa carecía, en su opinión, de interés.

Esta discrepancia académica acabó convirtiéndose en una agria disputa entre los dos hombres. Brass acabaría diciendo que el guion de Vidal le parecía la obra de un anciano esclerótico: “Si algún día decido destruir la reputación de ese hombre”, declaró en una entrevista, “me bastará con publicar la sarta de majadería que escribió para Calígula”. En última instancia, Brass reescribió el guion casi por completo con el beneplácito de Guccione, conservando apenas alguna de las aportaciones de Vidal, como la larga escena del encuentro en Capri entre Calígula y Tiberio o el importante peso en la trama de la pasión sexual que el joven emperador siente por su hermana. Más adelante, tras consumarse la ruptura entre Guccione y Brass, el productor optó por afirmar en los títulos de crédito que la película era una adaptación libre (no atribuida a ningún autor) de un guion original de Gore Vidal.

Una de romanos

Pese a la hostilidad de la crítica y las campañas de boicot instigadas por grupos de presión conservadores y jueces reaccionarios, Guccione no se resignó a llevar su película al por entonces incipiente circuito de cines pornográficos. Aprovechando una sentencia favorable de un tribunal de Boston (que consideró que la película era un producto amparado por el derecho a la libertad de expresión y, en consecuencia, su exhibición no podía prohibirse), acabó por estrenarla en salas independientes, especializadas en cine de importación y de arte y ensayo. Consiguió recaudar unos nada desdeñables 23 millones de dólares que aumentarían a medio plazo con los pases televisivos y el alquiler de vídeo VHS.

Con el tiempo, Calígula se consolidó en el imaginario popular de varias generaciones como un placer culpable, una película que se desprecia en público, pero se consume en secreto. Su sombra es alargada: dio pie a un par de inoportunas secuelas y a todo un subgénero, el péplum erótico o pornográfico, que estuvo muy en boga hasta finales del siglo XX y aún produce, de vez en cuando, alguna réplica intempestiva.

Es más, ha contribuido a convencernos a (casi) todos de que Calígula fue, sin lugar a dudas, un tirano sociópata que fornicaba en público con su caballo y con su hermana y que el Imperio Romano fue un periodo de depravación sin límites, más caracterizado por sus lujuriosas bacanales que por su arte, su sistema de alcantarillado o sus acueductos. De poco sirve que eminencias como Mary Beard se estén esforzando en contarnos una historia bastante más matizada y compleja: para cualquiera que haya visto Calígula, en cualquiera de sus encarnaciones, no habrá disquisición histórica que pueda competir con el impacto de una orgía filmada, a dúo, pero dándose la espalda el uno al otro, por Tinto Brass y Bob Guccione.

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Sobre la firma

Miquel Echarri
Periodista especializado en cultura, ocio y tendencias. Empezó a colaborar con EL PAÍS en 2004. Ha sido director de las revistas Primera Línea, Cinevisión y PC Juegos y jugadores y coordinador de la edición española de PORT Magazine. También es profesor de Historia del cine y análisis fílmico.
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