Todo pasa cuando no pasa nada
Hay agresiones que se perpetúan porque se puede, porque pareció mejor no hacer nada cuando ocurrieron y cuando no se hace nada se hace algo: aceptar
Sucedieron tres cosas y una no. El 22 de diciembre, en el último pleno del año del Ayuntamiento de Madrid, vimos al concejal Javier Ortega Smith, de Vox, plantarse ante la bancada de Más Madrid, acercar la cara a la del portavoz adjunto de la agrupación, Eduardo Rubiño, revolverle con cerrilidad los papeles de la mesa, tirarle una botella de agua vacía y espetarle “qué dices, qué dices”. Las palabras eran esas pero, por el tono con el que las dijo, podrían haber sido cualquier insulto. “Maricón, maricón”. Rubiño es gay pero no hace falta serlo para reconocer ese tono; si acaso hay que ser algo homófobo para no hacerlo. Minutos después de la agresión, el portavoz adjunto, aguantando el tipo, pedía por primera vez la dimisión de Ortega Smith en nombre de su agrupación. Le siguieron el PP y el PSOE.
El 4 de enero se celebró un pleno extraordinario para tratar la reprobación del concejal. Este se fue a la mitad y dijo ante los periodistas: “Me importa un rebledo”.
El 11 de enero, la diputada Carla Toscano, brazo derecho de Ortega Smith en el grupo de Vox en el Ayuntamiento, anunció que renunciaba a su escaño en el Congreso.
Uní las tres noticias, iluso de mí, y por unos segundos entreví en la dimisión de Toscano la primera de una serie de maniobras para reemplazar a Ortega Smith en el Ayuntamiento; sacar de ahí al matón sin admitir (públicamente) que era por haber agredido (muy públicamente) a un maricón. La realidad era más prosaica. Ortega Smith simplemente ya no es el que era en un Vox de ultraconservadurismo cada vez más católico y menos canallita como él y lo normal es que la gente de su entorno, al no verse mucho futuro, decida irse.
La idea de ver huir al matón por la puerta de atrás me duró poco pero, en esos segundos, me provocó demasiadas sensaciones. Tenía las hechuras de un buen trato: quienes consideramos que este hombre no debe seguir en el cargo sacábamos lo que queríamos; a quien se le haga excesiva una dimisión por tirar una botella de agua, también. No habría disculpa ni castigo pero sí el resultado deseado. Quizá era, incluso, el mejor trato posible.
¿Por qué, entonces, sentía un latigazo al pensarlo? La idea que no hubiera en un castigo, en particular, irritaba especialmente. El castigo es la forma en la que el orden establecido reafirma su poder. Alguien poderoso castigado por agredir a alguien desfavorecido es algo más que inusual, es una imagen muy poderosa. Castigar a un don nadie no tiene ningún misterio. En 1801 se condenó de muerte en Londres a un chaval de 13 años, Andrew Brenning, por haber robado una cuchara. Un pobre muerto más. En 1840, sin embargo, en la misma ciudad le cayó la misma sentencia a François Courvoisier, un mayordomo que había degollado a su lord mientras este dormía: la clase alta inglesa montó tal revuelo que a ese ahorcamiento acudieron 40.000 personas, Charles Dickens entre ellas: su crónica —”en la inmensa multitud no vi más que obscenidad, excesos, ligereza, ebriedad y alardes”— parece la de un Sónar. Había aquí una oportunidad importante para demostrar qué poder regenta realmente España en 2024.
Pero el castigo es lo primero a lo que hay que renunciar en una negociación, me decía a mí mismo para convencerme, y qué si no es la sociedad. Y qué más da un caso concreto, además. El futuro rara vez depende de un momento específico. Los cambios profundos llevan tiempo porque el tiempo es lo que los vuelve irrevocables. Nadie se enamora de un día para otro y nadie descubre de un día para otro que la persona de la que se ha enamorado es un monstruo. Hay que ver el largo plazo y en el largo plazo, la aceptación del colectivo LGTBIQ+ avanza;de forma maltrecha, frágil y sincopada, no hasta el punto de que se la pueda dar por sentada, ni de forma tan rápida y fulminante como se podría desear –ya ha sufrido más retrocesos puntuales de los que nos gustaría–, pero si das los suficientes pasos atrás, avanza. Los cambios profundos llevan tiempo, como decía Georgia O’Keefe, de la misma forma que tener un amigo lleva tiempo. Obsesionarse con el gesto homófobo de Ortega Smith supone, incluso, darle demasiado poder a este último. Lo que no aporta decae: posiblemente Ortega Smith lo haga mucho antes que Rubiño. Para qué derramar horas con un asunto que el enemigo ya ha perdido.
Conozco bien este dilema porque tengo un tío, el típico tío, que, cuando yo era pequeño, hacía lo que podía para alejarme de su hijo, no fuera a pegarle mi homosexualidad. Durante un viaje, pagó habitaciones individuales de hotel para media familia (y éramos 30) para que nadie durmiese conmigo. Propagó el rumor de que yo abusaba de los menores de la familia. Hace años me pidió perdón por hacerlo, minutos antes de pedirme un favor: le dije que sí, que vale (en secreto lo que hice fue perderle algo de respeto a la palabra perdón) (si alguien es capaz de entender y reconocer el daño que ha hecho, ¿sirve de nada una disculpa?) (si alguien pide perdón para que todo vuelva a la normalidad, ¿sirve de algo una disculpa?).
Siempre me dije que para qué plantarle cara. Total, yo hago mi vida, soy joven y él no. Aquel primo se convirtió en mi mejor amigo; ahora, me presenta a todo el mundo como su hermano. He llegado más lejos sin conflicto que con él. Sí que noto cierto un latigazo de vergüenza y pequeñez cuando veo o escucho el nombre de mi tío. Pero ese daño empieza y acaba y en mí.
No es cierto. Veo a Ortega Smith, veo a Rubiño y noto el mismo latigazo. Cualquier matón sabe que notamos ese mismo pinchazo. En esa bancada veo generaciones de chavales, pasadas y futuras, matones y abusados, agresiones que se cometen y perpetúan porque se puede, porque pareció mejor no hacer nada cuando ocurrieron y cuando no se hace nada se hace algo: aceptar. Ha pasado más de un mes y Ortega Smith no ha dimitido. Todo pasa cuando no pasa nada.
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