Perder el tiempo, vivir sin redes, tener hijos y conocer lugares secretos: este es el verdadero lujo de los superricos en 2025
El tan llevado y traído “lujo silencioso”, que se materializó en jerséis lisos y sencillos de 6.000 euros, avanza y deja atrás a todo lo material. Según analistas y expertos, el verdadero lujo de un mundo estresado, hiperconectado y ruidoso es el tiempo, el silencio, la ausencia del ojo de las redes sociales y el desahogo económico y temporal para poder formar familias naturales o elegidas
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Lo explica la estadounidense Emma Burleigh en un incisivo artículo en la revista Fortune. Entre 1984 y 2024 existía en Occidente un poco menos que infalible barómetro de opulencia, estatus y criterio: los Birkin de Hermès. Cualquier persona que exhibiese en público una de estas piezas de orfebrería en cuero estaba haciendo llegar un mensaje muy contundente: había pagado por ella un mínimo de 25.000 dólares (alrededor de 23.000 euros) y dejado atrás una lista de espera que con frecuencia alcanzaba los dos años y medio.
Las variantes más exclusivas, como el Birkin Faubourg o el de piel de reptil con diamantes, se subastaban en Sotheby’s por cantidades cercanas al medio millón de euros y situaban a sus propietarias en esa estrecha élite de aristócratas de la suntuosidad y el buen gusto de la que también formaban parte Eva Longoria, las hermanas Hilton, Jennifer Lopez, Rachel Roy, Victoria Beckham, Lady Gaga o la sultana de Brunéi. Llegó a circular una exclusiva versión brazalete diseñada por Pierre Hardy (tres ejemplares con más de 2.000 diamantes rosas por pieza) que se vendió a un precio cercano a los dos millones de euros.
Todo eso cambió en diciembre de 2024, cuando la cadena de tiendas Walmart empezó a vender por menos de 100 dólares una versión virtualmente idéntica del célebre bolso y esas imitaciones, bautizadas como Wirkins, empezaron a proliferar en las calles. Poco importaba que no fuesen más que réplicas firmadas por marcas tan poco glamurosas como KAMUGO y Aidrani: daban el pego y la euforia de las jóvenes influencers que recibían en casa (solo podían comprarse online) sus tan ostentosos como poco genuinos Wirkins se convirtió en tendencia en redes sociales como TikTok.
El lujo que no se compra
Lucir un Birkin de Hacendado empezó a percibirse como un alarde de ostentación irónica, un guiño cómplice y un voto a favor de la democratización del lujo. Quédate con tu bolso de cientos de miles de dólares: el mío es idéntico, me ha costado una milésima parte y, aunque todos sabemos que es falso, a nadie le importa. Alice Sherwood, autora del ensayo Authenticity: Reclaiming Reality in a Counterfeit Culture (que podría traducirse como Autenticidad: recuperar lo real es una cultura de falsificaciones), explicaba a Wired que cada vez más consumidores (incluso algunos de muy alto poder adquisitivo) han perdido la vergüenza a adquirir productos falsos. Sencillamente, “no están dispuestos a pagar una auténtica fortuna por un accesorio presuntamente exclusivo que tal vez haya pasado de moda en menos de un mes”, y no les parece que agenciarse una alternativa barata tenga nada de ridículo u oprobioso.
Emma Burleigh concluye que esa paradójica banalización del lujo está llegando a extremos insospechados. Ya casi nada que se pueda comprar con dinero es asumido de manera automática como un indicador de estatus. Ni las Air Jordan modelo Chicago diseñadas por Peter Moore, ni los bolsos de Prada ni los zapatos Jimmy Choo. Tampoco las curas de adelgazamiento, desplazadas de su pedestal por el auge de drogas baratas como el Ozempic, o la cosmética exclusiva, cuyo efecto embellecedor es apenas marginalmente superior al de la cosmética apta para (casi) todos los bolsillos.
En opinión de Burleigh, esto supone una pésima noticia “para Dior, Versace o Burberry”. Incluso los superricos, ese 1% de la población que concentra, según Oxfam, el 95% de la riqueza mundial, se están asomando a la cultura del post-lujo y la post-opulencia. Es decir, a la idea, no del todo intuitiva, pero cada vez más extendida, de que lo que separa a la verdadera élite del común de los mortales tiene más que ver con las preferencias y estilos de vida que con los hábitos de consumo. En palabras de la escritora Dana Thomas, los verdaderos lujos son “echar la siesta, la calma y la felicidad”.
Lo que la nueva élite puede permitirse
Los escépticos argumentarán que para este viaje no hacían falta alforjas. Ya en los versos de Horacio, escritor latino del siglo I a.C., encontramos un elocuente elogio de la vida sencilla concebida como privilegio de la verdadera élite, los que no se ven forzados a empuñar la espada y no temen “a las iras del mar”. Digamos que la idea lleva rondando en la periferia del imaginario colectivo y, de vez en cuando, como parece estar ocurriendo ahora, se abre paso hacia el espacio central.
Eugene Healey, creador de contenido, estratega de marca y (tal y como se define él mismo) analista cultural, considera que lo ultrarricos de este primer tercio del siglo XXI están gastando su dinero de manera “más inteligente y creativa” que nunca, porque lo que compran, más que objetos perecederos, es “valores a largo plazo” como “privacidad, tiempo de ocio, experiencias enriquecedoras y significativas, novedades y formas de expresión personal”. Y no lo hacen porque dispongan de más dinero que nadie, sino porque tienen acceso a una información privilegiada y saben en qué consiste el verdadero valor.
Healey ha desarrollado su controvertida tesis en una serie de vídeos de Instagram y TikTok que pretenden ser el equivalente contemporáneo a ese estoicismo para élites que desarrolló Lucio Séneca hace casi 2.000 años. En su opinión, las bases de esta nueva opulencia post-lujosa ya se han establecido, pero la tendencia irá a más en los próximos años.
El lujo supremo, argumenta Healey, es “la posibilidad de desconectar a voluntad”. A todos los niveles. En primer lugar, de esa identidad online paralela que ha vampirizado y suplantado a nuestra identidad real. Para Healy, “en los últimos diez años hemos asistido a un deterioro implacable de Internet, que ha pasado de ser la gran esperanza blanca de las sociedades modernas a convertirse en un infierno privado de ansiedad y hostilidad en el que nos vemos obligados a permanecer para no desconectarnos de nuestros amigos o nuestras carreras profesionales”.
En consecuencia, las grandes empresas proveedoras de servicios online nos han convertido en productos, al cosechar con total impunidad nuestros datos personales y comerciar con ellos, creando, a nuestras expensas, esa nueva economía de la información. Pone como ejemplo el giro de Apple para vender sus iPhones como un smartphone que ofrece privacidad, un lujo mucho mayor que los megapixels o el zoom de la cámara y que pone a Apple en una posición parecida al mercado del lujo. “El lujo se construye a partir del hecho de que estés seguro, de que no acabarás convirtiéndote en un producto”. En esta cultura de la exposición universal, “el verdadero privilegio consiste en ser invisible” y, a la vez, poder verlo todo. Es decir, mantenerte todo lo offline que sea posible, a salvo de algoritmos y sin la necesidad de una presencia activa en redes sociales, pero sin por ello perder las ventajas de estar conectado (“saber dónde están los mejores restaurantes, cuáles son los mejores lugares que visitar, que ropa vale la pena ponerse”). De hecho, un valor cada vez más buscado en restaurantes u hoteles es que apenas existan en las redes, que su influencia se limite a aquellos que buscan una experiencia diferente y discreta de verdad y no están dispuestos a revelar el secreto a las masas.
En otras palabras, esta receta de desconexión selectiva consiste en mantenerse conectado a la “verdadera influencia” a través de canales de comunicación verdaderamente selectos (“subculturas de nicho”) en los que la élite pueda “estar sin ser percibida”. Healy habla aquí, en un sentido más teórico que práctico, de una red alternativa al Internet que conocemos que estaría alejada del ruido y la toxicidad que tiene ahora mismo Internet y que estaría dirigida por gente que participa activamente en ella. Pero se puede bajar a tierra con un ejemplo práctico y realizable: no tener redes sociales, pero pertenecer a grupos cerrados de Telegram o WhatsApp donde otros entendidos de diferentes sectores comparten gustos, lugares y tendencias. También el viejo monopolio de la información cualitativa, canalizado esta vez a través de la tecnología.
¿Más lujos? Poder “perder el tiempo”. Según Healey, estamos en los albores de una cada vez más refinada “nueva clase del ocio” (que no ociosa), la de los que podrán permitirse prescindir de la optimización frenética del tiempo en que estamos sumergidos el resto de terrícolas. Esta nueva clase emergente se definirá “no por lo que hace, sino por lo sencillo que le resulta mantener su estatus”. Healey no habla necesariamente de gente que viva de rentas, sino, por ejemplo, de genios de la informática con habilidades disruptivas que puedan ganarse perfectamente la vida trabajando muy pocas horas a la semana y dediquen el resto del tiempo a dejar que la vida fluya “sin ansiedad y esfuerzo”.
También resultará un lujo y un indicador de estatus poder tener hijos (y dedicar tiempo a su crianza y a disfrutar de experiencias emocionalmente significativas con ellos), crear comunidades de personas afines y cultivar una esfera personal de intereses y pasiones. En cierto sentido, Healey está postulando una redefinición del lujo en términos post-materiales que incluye derecho a la intimidad, un estilo de vida relajado, plenitud emocional, acceso a la información, redes de interacción social muy especializadas y ricas y la posibilidad de desarrollar un proyecto de enriquecimiento personal que vaya mucho más allá de las carreras profesionales. Tal y como se afirma en los comentarios a uno de sus vídeos, “una versión contemporánea del hombre renacentista”.
¿Hasta qué punto encajan los ultrarricos de ahora mismo en este nuevo ideal? En opinión de analistas como Justin Klawans, el milmillonario contemporáneo por excelencia, Elon Musk, encajaría más bien en la definición de cínico de Oscar Wilde, un individuo que conoce “el precio de todo y el valor de nada”. Emma Burleigh insiste, pese a todo, que los ultrarricos de nuestra era ya no están tan obsesionados como hace diez o veinte años por deslumbrarnos con su inconmensurable poder adquisitivo. Ahora aspiran a hacerse con el monopolio del “buen vivir” dejando para el resto de seres humanos los rigores de una vida sin intimidad, con estrés permanente, ocio empobrecedor, hábitos poco saludables y… sin hijos. Nos quedaría, eso sí, el magro consuelo de comprar por menos de 100 dólares un Hermès Birkin falso que apenas pueda distinguirse del auténtico.
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