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“He perdido a todos mis amigos”: ¿por qué es difícil entablar relaciones de amistad tras los 40?

No es solo el trabajo, la familia y las preocupaciones vitales lo que nos hace mucho menos sociables y abiertos a nuevas amistades a partir de la mediana edad. Es también la pérdida del músculo de las relaciones de amistad, que está en su apogeo en la adolescencia. ¿La buena noticia? Se puede entrenar.

Imagen publicitaria de los años cincuenta. Ya por aquel entonces la amistad era un valor que se vendía muy bien en el marketing.
Imagen publicitaria de los años cincuenta. Ya por aquel entonces la amistad era un valor que se vendía muy bien en el marketing.Archive Photos
Miquel Echarri

Rocío S., periodista de 43 años, se trasladó a un pueblo de la Comunidad de Madrid el pasado mes de marzo tras más de 20 años viviendo en Barcelona. Desde entonces, ha podido constatar que, “por primera vez en la vida”, no le está resultando fácil hacer nuevos amigos, pese a que ha ensayado vías de interacción social tan contrastadas como apuntarse a “un grupo de danza, un curso de restauración de muebles o un par de talleres de escritura creativa en la biblioteca local”.

En todos estos ámbitos, ha encontrado personas “simpáticas, interesantes y receptivas”, pero no ha sido capaz de establecer con ellas ninguna conexión más allá de lo superficial. Ha compartido cañas, cafés y tardes de tapeo, pero aún no ha dado con nadie susceptible de encajar en esa pequeña tribu de almas afines que ha ido siempre su círculo de amigos: “Empiezo a asumir que el problema soy yo. Supongo que el músculo que te permite hacer nuevas amistades se me ha atrofiado por falta de uso”. Rocío se está resignando a que su nuevo círculo social se nutra de familia directa, compañeros de trabajo con los que no tiene una afinidad excesiva y los amigos de siempre, transformados hoy en relaciones virtuales o muy esporádicas.

Esta situación de relativo desarraigo ha supuesto una sorpresa para ella: “Siempre había considerado que la amistad era como el agua del grifo, algo siempre a mi alcance y que nunca iba a faltarme. Ahora me doy cuenta de que cada vez me resulta más difícil sustituir unos amigos por otros, que alcanzar con una persona a la que acabo de conocer el nivel de intimidad, complicidad y cercanía que tengo (o tuve) con mis amigos de siempre es poco menos que imposible a estas alturas de la vida. Entre otras cosas, porque ya no soy el tipo de persona dispuesta a dedicar el tiempo que sea necesario a consolidar una amistad. Y, además, se me ha olvidado cómo hacerlo”.

La amistad es un deporte de equipo practicado, sobre todo, por adolescentes y jóvenes adultos. En ese sentido, se parece mucho al fútbol. Se empieza a darle patadas al balón en el patio de la guardería, pero no se llega a captar la verdadera esencia del juego y a practicarlo con rigor y una cierta inteligencia hasta pasados los diez años. Entre los 20 y los 25 se alcanza la plenitud y, a partir de ahí, con perseverancia y disciplina, es posible prolongar ese estado de gracia hasta bien entrada la cuarta década de la vida, pero no mucho más allá. Rebasados los 40, tanto la amistad como el deporte se convierten en parte del pasado, terreno abonado para la nostalgia.

Imagen de archivo de unos niños celebrando un cumpleaños en los años sesenta.
Imagen de archivo de unos niños celebrando un cumpleaños en los años sesenta.Dennis Hallinan

Múltiples estudios realizados en los últimos años tienden a confirmar esta un tanto melancólica cronología de la amistad y su imparable declive en los años de madurez. Para Evie Rosset, psicóloga cognitiva de la Universidad de Cambridge, la edad idónea para establecer nuevas relaciones amistosas se sitúa “entre los 17 y los 23 años”, coincidiendo con el periodo de formación académica superior o el ingreso en el mercado laboral. Rosset explica que se trata de un periodo de la vida en que los individuos suelen caracterizarse por “su curiosidad, su espíritu de apertura y su predisposición favorable al aprendizaje”. A ello se suele unir un alto grado de “vulnerabilidad emocional”, una necesidad de comunicación a nivel íntimo y una “actitud lúdica hacia la vida”, tres características que suponen excelentes bases para establecer vínculos personales sólidos.

¿Dónde están mis amigos?

Parte de ese estado de alta receptividad y fluidez relacional se va perdiendo, de manera progresiva, en cuanto se empiezan a asumir responsabilidades laborales, familiares y afectivas. Para Jeffrey Hall, profesor de Comunicación de la Universidad de Kansas, la principal variable que irrumpe en la ecuación a partir de los 30 años es la falta de tiempo disponible para actividades sociales. La fórmula de la amistad, tal y como él la concibe, vendría a ser “afinidad + tiempo”. Hall considera que hacen falta alrededor de 90 horas de interacción más o menos estrecha para que un simple conocido se convierta en un amigo y al menos 200 para que esa conexión incipiente se transforme en una amistad íntima. Eso explicaría lo que Hall describe como “el alto grado de promiscuidad emocional de los jóvenes adultos”: solo ellos disponen del tiempo necesario para completar desde cero ese largo proceso de establecimiento de una relación significativa no ya con una persona, sino con varias a la vez.

“Esfuérzate en identificar a tus verdaderos amigos y en dedicarles tiempo de calidad. Una hora es mejor que diez minutos, pero diez minutos son mucho mejor que nada”

Hall precisa, además, que esas 200 horas deben ser, en la medida de lo posible, “tiempo de calidad”, dedicado a actividades que respondan a intereses comunes y a conversaciones intensas y sinceras. La amistad es, en última instancia, el resultado de una inversión a medio o largo plazo, el fruto del tiempo compartido. Y, a partir de una cierta edad, el tiempo se convierte en un bien muy escaso que ya no puede invertirse con la prodigalidad y el abandono de la primera juventud.

Esto no supondría un problema grave si las verdaderas amistades, tal y como reza el tópico voluntarista, fuesen “para toda la vida”. En ese caso, la economía de la amistad respondería a una lógica impecable: se invierte en amigos en la fase de la vida en que se dispone de tiempo para ello y, a partir de ahí, el bien adquirido se disfruta sin límites, porque no vas a perderlo nunca.

Sin embargo, tal y como afirma el sociólogo neerlandés Gerald Mollenhorst, solo el 48% de las personas a las que consideramos amigas lo seguirán siendo transcurridos siete años y menos del 30% sobreviven al tránsito de la primera juventud a la madurez tardía. Como consecuencia de todo ello, nuestro círculo de conexiones humanas tiende a ampliarse en la fase inicial de la vida y a contraerse sin remedio una vez dejado atrás su ecuador.

En la amistad no hay ruedas de recambio

En una encuesta reciente de Sigma Dos, un 49% de los españoles afirmaba tener entre cinco y diez amigos cercanos. Entre los mayores de 65, el porcentaje se reducía al 28,9%. Las cifras resultan muy similares en otras latitudes: todas apuntan a una contracción notable y muy difícil de revertir llegado un cierto punto.

Un grupo de jubilados charla en la terraza de un bar en Pollensa, Mallorca.
Un grupo de jubilados charla en la terraza de un bar en Pollensa, Mallorca.Heritage Images (Heritage Images/Getty Images)

Otro estudio, esta vez elaborado por las universidades de Oxford y Aalto (Finlandia), constató, partir de más de 3,5 millones de llamadas telefónicas, que las amistades empiezan a perderse a partir de los 25 años. Kunal Bhattacharya, uno de los coordinadores del trabajo académico, lo atribuye a que “se trata de un punto de inflexión vital decisivo, ya que, en torno a esa edad, la mayoría de las personas se asoman a las responsabilidades y compromisos de la vida adulta y se ven obligados a reevaluar de manera drástica sus prioridades, optando, en la mayoría de los casos, por la pareja, la familia y el trabajo en detrimento de la amistad”.

Las mujeres, según Bhattacharya, tienden a cruzar ese punto de no retorno un poco antes. Entre los 23 y los 25 años, ellas reducen el número de personas con las que tienen largas conversaciones mensualmente de alrededor de 20 a menos de 17, es decir, proceden a una primera criba selectiva de amistades que, en el caso de lo hombres, tiende a aplazarse otro par de años. El resultado es que, llegada la treintena, ellas conservan un número algo menor de amistades cercanas que ellos, pero se sienten, en general, más satisfechas con la cantidad y calidad de sus interacciones amistades. Esto puede deberse, en opinión de Bhattacharya, a que las amistades femeninas suelen encontrar su fundamento “en la comunicación emocional”, mientras que las masculinas se basan más en aficiones e intereses compartidos. Como consecuencia, las segundas resulten “más frecuentes y más fáciles de mantener, dado su comparativamente bajo nivel de exigencia afectiva, pero también más superficiales y menos satisfactorias”.

Para la psicóloga sanitaria Cristina Berzosa, hay que asumir que la amistad, “como cualquier otro aspecto de las relaciones humanas”, evoluciona y se transforma a lo largo de la vida. En una primera etapa, la infancia, depende de factores estrictamente circunstanciales, como “las actividades compartidas, la proximidad geográfica o los intereses comunes”. En la adolescencia, se empiezan a desarrollar vínculos de una mayor profundidad emocional, relacionados “con la voluntad de pertenecer a un grupo y de encontrar nuestra propia identidad”, con lo que nuestros amigos pasan a ser “personas que nos representan o nos hacen sentirnos representados”.

“Cualquier persona nueva que irrumpa en nuestra vida tendrá que competir con la gran cantidad de tiempo y energía que dedicamos a nuestro trabajo, familia y pareja”

Esta fase de las afinidades íntimas acaba dando paso a un largo periodo en que la amistad se concibe de manera mucho más sutil y flexible, pero dando, por lo general, cada vez más valor “a la calidad de los vínculos por encima de su cantidad”. Cada vez nos volvemos más exigentes y selectivos y tendemos a buscar en el amigo a alguien con quien compartir valores y metas comunes.

Eso hace que lleguemos a la frontera de los 40 con el proceso de selección gradual ya muy avanzado: conservamos relativamente pocas relaciones de amistad, pero estas son cada más “significativas y profundas”. Y es, en opinión de Berzosa, esa exigencia de profundidad lo que hace que nos resulte complicado establecer nuevas relaciones. Cualquier persona nueva que irrumpa en nuestra vida tendrá que competir “con la gran cantidad de tiempo y energía que dedicamos a nuestro trabajo, familia y pareja”. Sencillamente, no encontramos la manera de hacerle hueco a nuevas relaciones profundas e intensas y las superficiales han dejado de interesarnos. En realidad, tal y como apunta Berzosa, la edad tiende a incrementar, no a reducir, nuestras habilidades sociales. En general, nos vuelve más tolerantes, flexibles y versátiles y nos permite acumular sin apenas esfuerzo conocidos, compañeros y colegas con los que compartir intereses comunes. Lo que se resiente es esa capacidad de creación de conexiones profundas, lo que Hall define como el “largo proceso” de consolidación de una verdadera amistad.

Para el psicólogo consultor Tomás Santa Cecilia, “todos somos animales sociales, aunque nuestro nivel de sociabilidad varíe mucho de un individuo a otro, y hacer amigos es una de las principales maneras de saciar nuestra necesidad biológica de seguridad y afecto”. La edad de las grandes amistades, ese periodo que va de la adolescencia a los 25 años, “viene muy determinada por el proceso de consolidación de una identidad más allá de nuestra familia, y en ella juegan un papel determinante esos individuos que percibimos como afines, los que constituyen el grupo humano del que queremos formar parte”.

En la madurez, ese imperativo biológico de reconocerse en el otro pierde peso en cuanto nuestros proyectos vitales, laborales y sentimentales se consolidan. Soltamos lastre, prescindimos, en ocasiones con cierto dolor y sensación de pérdida, de personas que nos acompañaron en un trecho del camino, pero tendemos a conservar a aquellas “más afines, más cercanas y que mejor nos ayudan a conservar la memoria de lo que fuimos y queremos seguir siendo”.

La falta de amistad causa estragos

Santa Cecilia tiene un consejo práctico para aquellos que conciben la amistad como un tesoro, el oro negro de las relaciones humanas, y se resisten a perderlo: “Esfuérzate en identificar a tus verdaderos amigos y en dedicarles tiempo de calidad. Una hora es mejor que diez minutos, pero diez minutos son mucho mejor que nada. Cuando estés con ellos, ve al grano. No pierdas el tiempo con trivialidades, prioriza la comunicación emocional. Pregúntales como están, escúchales de manera activa, comunícate con la sinceridad, la intensidad y la falta de reservas que caracterizan a un verdadero amigo. Suena muy solemne, pero es algo que puede hacerse de manera natural, sin renunciar a la complicidad y al sentido del humor”.

El tiempo “es un dato de la experiencia, pero también una actitud: depende de cómo queramos emplearlo y qué sentido seamos capaces de darle”. Diez minutos dedicados a restablecer el contacto emocional con un amigo “nunca son tiempo perdido”. Para Santa Cecilia, “la amistad es un arte”. Y también, en efecto, “un músculo que se atrofia si no se ejercita, tanto a los 30 como, con mayor motivo, a los 40 o lo 60″. “Si algo nos enseñó la pandemia”, remata el psicólogo, “es el terrible impacto psicológico de la falta de interacciones sociales significativas”.


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Sobre la firma

Miquel Echarri
Periodista especializado en cultura, ocio y tendencias. Empezó a colaborar con EL PAÍS en 2004. Ha sido director de las revistas Primera Línea, Cinevisión y PC Juegos y jugadores y coordinador de la edición española de PORT Magazine. También es profesor de Historia del cine y análisis fílmico.
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