Homoerotismo descafeinado, un beso inapropiado y una novelista furiosa: ‘Entrevista con el vampiro’, el éxito de Tom Cruise que casi descarriló
30 años después del estreno de la película de Neil Jordan, el tiempo ha sentado bien a una historia que se enfrentó a un rodaje lleno de adversidades y a un ‘casting’ que, sin embargo, acabó funcionando
Cuando se estrenó Entrevista con el vampiro, en noviembre de 1994, el huracán Gordon (hermano mayor del Katrina, el Celia y tantos otros ventarrones devastadores) acababa de arrasar las islas del Caribe septentrional y la costa este de los Estados Unidos. El Irak de Sadam Hussein desplegaba tropas acorazadas en la frontera con Kuwait. Bill Clinton mostraba su apoyo al protocolo de Kioto. Boris Yeltsin estaba a punto de invadir Chechenia. Se incubaba un genocidio en Ruanda. El Eurostar cruzaba por vez primera el túnel subacuático del canal de la Mancha. Suecia se incorporaba a la Unión Europea y Noruega optaba por mantenerse al margen.
Aquel era un mundo muy distinto al actual, con un cine en vías de digitalización forzosa, un Internet incipiente, Michael Jordan todavía en activo, una selección brasileña de fútbol que aún no había renunciado del todo al jogo bonito, transiciones democráticas en Sudáfrica y Angola, la Tercera Vía de Clinton entronizada en Washington DC, Silvio Berlusconi en Roma, John Major en Londres, François Mitterrand en París y Felipe González gobernando España en minoría con el receloso apoyo de nacionalistas catalanes y vascos.
En aquel contexto, una película de vampiros protagonizada por Tom Cruise y dirigida por un cineasta de culto, el irlandés Neil Jordan, irrumpía en taquilla con pujanza inusitada, rebasando por la izquierda a previsibles taquillazos como el Frankenstein de Kenneth Branagh, Stargate o Star Trek: Generations. Solo la rupestre y desgoznada comedia navideña ¡Vaya Santa Claus! pudo resistir al ímpetu de Jordan y su fantasía gótica, que acabaría recaudando alrededor de 224 millones de dólares (es decir, 207 millones de los por entonces inexistentes euros).
Amor al primer mordisco
El comienzo de la historia, adaptación de la novela de Anne Rice, empezaba fuerte: un periodista de San Francisco se sienta frente a un hombre que afirma ser un vampiro que camina por el mundo desde el siglo XVIII y se ofrece a contarle su historia. La crítica, pese a todo, no fue entonces demasiado misericorde. Pesaron, tal vez, las altas expectativas generadas y la gran cantidad de dinero que se había invertido en el desembarco del irlandés Neil Jordan en las superproducciones estadounidenses de género.
Roger Ebert elogió los suntuosos decorados del diseñador de producción Dante Ferretti, pero consideró que el trabajo de Jordan palidecía en comparación a ilustres precedentes como el Nosferatu de F.W. Murnau (1922) o el Drácula, de Bram Stoker de Francis Ford Coppola (1992). Para Todd McCarthy, la película tenía un clima emocional “gélido, mortecino”, muy alejado de la pasión turbia y sanguínea de la novela de Anne Rice en que se basaba. A Desson Thomson le sobraba Tom Cruise, embarcado una vez más, en su opinión, en una de las exhibiciones de histriónico narcisismo que estaban lastrando su carrera.
Las opiniones contemporáneas tienden a ser bastante más benignas. La película ha envejecido bien, ha tenido un impacto cultural notable y podría decirse que proyecta un aura muy nítida. Hoy la vemos como una digna representante de esa década de 1990 que analistas como Ricky D’Ambrosse consideran una de las mejores de la historia del cine, a la altura incluso de las de 1970 y 1940. Aun así, alguna de las relecturas en clave contemporánea que se están haciendo estos meses, coincidiendo con el estreno en cines estadounidenses de una versión remasterizada por el 30 aniversario de Entrevista con el vampiro, se han centrado en aspectos que hoy nos resultan chocantes y nos recuerdan, como diría el conde Drácula de Gary Oldman, que los tres decenios que nos separan de ella son “un océano de tiempo”.
Bésame, bésame mucho
Para empezar, a Stephanie Soteriou, redactora de BuzzFeed, le parece “extremadamente inapropiado” que una niña actriz de apenas 11 años, Kirsten Dunst, fuese “forzada” a dar un beso en los labios a un adulto como Brad Pitt. Lo cierto es que Dunst estuvo a punto de negarse a hacerlo. Le resultaba, según explicó poco después y ha reiterado en varias ocasiones, “extraño e incómodo”. Para ella, Pitt era como su hermano mayor en el set de rodaje, el compañero que la cuidaba y la trataba “como una princesa”. Además, nunca había besado a nadie en la boca.
La secuencia, pese a las firmes objeciones de la pequeña Kirsten, fue considerada crucial para la película, y tanto Neil Jordan como el equipo técnico, sus compañeras de reparto e incluso su propia madre, presente en el rodaje, se esforzaron en persuadir a la niña de que tampoco era para tanto. Besó a Pitt, como había hecho días antes otra cosa que también le resultaba desagradable: morder el cuello empapado en sudor de un intérprete secundario.
Era otra época. Los coordinadores de intimidad no habían hecho su aparición en los rodajes, la protección integral de la infancia seguía siendo apenas una asignatura opcional en las industrias culturales y la corrección política estaba aún en sus primeros peldaños. Durante la campaña de promoción, a Dunst le preguntaron en varias ocasiones por su relación con Pitt, el hombre más deseado de Estados Unidos, según la revista Time, y su “incomprensible” renuencia a besarle ante la cámara. “Tal vez hubieses preferido besar a alguien de tu edad”, llegó a decirle una actriz adulta con sorna no del todo cómplice. Dunst contestó que hubiese preferido no tener que besar a nadie, pero menos aún a un hombre de 31 años.
Lo que hacemos en las sombras
La relación homosexual ente los dos personajes principales, los vampiros Lestat (Tom Cruise) y Louis (Brad Pitt) fue otra víctima del signo de los tiempos. En la novela de Rice, publicada en 1975, resulta explícita. Lestat es mostrado como un seductor hedonista e impenitente, el Casanova de los vampiros, y Louis, con el que comparte su sangre para concederle el “don” de la eternidad, es su objeto de deseo. Juntos se embarcan en un matrimonio disfuncional e incluso adoptan a una huérfana vampirizada (Claudia, el personaje de Kirsten Dunst en la película) que pronto se convertirá en una mujer adulta atrapada para siempre en el cuerpo de una niña. Esa intensa relación de amor odio entre dos amantes que son, a la vez, maestro y discípulo, queda despojada de su evidente carnalidad en la película y acaba transformándose en un vínculo de codependencia vampírica difícilmente comprensible.
Más aún, la evidente energía lúbrica que derrocha Cruise en el que tal vez sea uno de sus mejores papeles cae en saco roto al no encontrar correspondencia en el vampiro melifluo, quejumbroso y célibe al que interpreta Pitt siguiendo las directrices de Jordan. Rice, coautora de un guion en el que el director irlandés insistió en meter su cuchara, era consciente del problema. Incluso sugirió, en un intento de preservar la intensa carga erótica de la novela, que convirtiesen a Louis en una mujer, dado que la homofobia cultural imperante en el Hollywood de mediados de lo noventa hacía imposible mostrar a su pareja de vampiros tal y como ella la había concebido.
Cher fue la actriz propuesta para esa feminización de la historia. Pero tanto Jordan como el productor principal, David Geffen, vetaron el cambio por considerar que hubiese alterado sustancialmente el sentido de la historia. Antes que teñirla de una heterosexualidad impostada, prefirieron extirparle, en gran medida, la dosis de sexo, relegando la conexión carnal entre Lestat y Louis al desván de los subtextos.
Dos personajes en busca de autor
Cabe decir que Rice, en la cumbre de su popularidad a los 51 años, tras publicar tres secuelas de su exitosa epopeya vampírica, luchó a brazo partido para que la película reflejase la esencia de su universo de ficción de una forma satisfactoria. Más allá del guion, sus esfuerzos se centraron en el reparto. Sugirió a Alain Delon para el papel de Louis, por considerarlo idóneo para dar la dimensión reflexiva, doliente y melancólica de un personaje que se siente “un ángel arrastrado al abismo por la seducción de un demonio”. Para Lestat, apostaba por Julian Sands, el actor británico que se había dado a conocer con Una habitación con vistas (1985), aunque tampoco le desagradaban opciones que llegaron a barajarse como John Malkovich, Peter Weller, Jeremy Irons o el bailarín ruso Alexander Godunov.
El golpe de gracia fue, para ella, la elección de Tom Cruise, un actor que le generaba franca antipatía y al que consideraba, además, desprovisto de la vitalidad, el cinismo y el encanto mundano de Lestat. En un intento desesperado de reconducir la situación, llegó a pedirle a Jordan y Geffen que Pitt y Cruise se cambiasen los papeles (el de Lestat le parecía el rol más exigente y Pitt el actor con más sustancia de los dos), argumentando que pedirle a Cruise que hiciese de Lestat era como poner a Edward G. Robinson a hacer de Rhett Butler en Lo que el viento se llevó.
La escritora perdió este último pulso, que ella consideraba decisivo, y empezó a distanciarse de la película. Llegó a augurar que naufragaría sin remedio en taquilla, porque los lectores de Entrevista con el vampiro no iban a aceptar que alguien como Cruise se pusiese en la piel de Lestat, el personaje más complejo y carismático de su universo.
Hoy sabemos que Rice se equivocaba. Ella misma acabó por reconocerlo, en cuanto tuvo acceso al material filmado y comprobó que “Tom había dado con la tecla exacta para interpretar a Lestat”, su crueldad, su refinamiento, su sentido del humor, su aceptación entusiasta de la condición vampírica. Por contraste, el giro que Jordan acabó dándole al personaje de Louis, convirtiéndolo en una víctima, un chupasangre que se odia a sí mismo y que solo busca destruirse, le resultó decepcionante.
El propio Brad Pitt reconocería, años después, que a él le hubiese gustado interpretar a un Louis más cercano a la novela, el intelectual católico abrumado por problemas existenciales, confuso sobre su propia sexualidad. El actor de Oklahoma ha explicado que fue profundamente infeliz durante los seis meses de rodaje. En especial, en las semanas de invierno que pasaron rodando a un ritmo frenético, siempre en sesiones nocturnas, en los estudios Pinewood de Londres. Vivir en una “oscuridad perpetua”, en una ciudad fría y húmeda, sintiendo, en paralelo, que había perdido el control de su personaje. Todo ello le acabó conduciendo a un estado pre-depresivo, una tristeza melancólica, que, en su opinión, se nota en la pantalla.
Pese a lo traumática que resultó la experiencia para uno de sus intérpretes principales, la película salió a flote. Jordan pudo refrendar en un proyecto estadounidense de 70 millones de dólares todo lo (bueno) que había apuntado en producciones más modestas, como Mona Lisa, En compañía de lobos o Juego de lágrimas. A partir de ahí, su carrera entraría en un círculo virtuoso.
David Geffen consolidaría su reputación de productor con olfato, artífice privilegiado de películas capaces de conciliar éxito comercial y una cierta visión artística. Rice pudo reconciliarse con Tom Cruise, con Neil Jordan y con el cine, aunque la franquicia audiovisual que derivaría de Entrevista con el vampiro (otra película y una serie, a cual peor) no estaría nunca a la altura de su espectacular arranque. Y la película contribuyó a impulsar las carreras en Hollywood de la jovencísima Kirsten Dunst y de un par de estrellas del cine europeo decididos a poner una pica al otro lado del océano, Stephen Rea y Antonio Banderas.
No es mal balance para una cinta que hoy percibimos como sólida, nutritiva y con considerables virtudes cinematográficas (empezando por su perverso sentido del humor), más allá de un beso inapropiado y la extraña transformación de una pareja de amantes en simples compañeros de piso que se detestan cordialmente.
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