Operación salvar al famoso: así trabajan los terapeutas que ayudan a las grandes estrellas a llevar una vida “normal”
La trágica muerte de Liam Payne, que ya había buscado ayuda para sobrellevar una vida entera expuesta ante los focos, vuelve a poner sobre la mesa el debate de si la fama temprana y desmesurada es compatible con la estabilidad emocional
¿Cómo arreglar un juguete roto? La industria juguetera ha dejado de hacerlo. Ya casi nadie repara, zurce o remienda un muñeco. Si se rompe uno, lo más probable es que recomienden comprar otro. Incluso la Cruz Roja sugiere que se lleve, sin más ceremonia, a un punto limpio. En definitiva, que lo tratemos como un residuo.
El asunto se complica si hablamos de juguetes rotos metafóricos. De aquellos seres humanos que, como suele decirse, han probado las mieles del éxito y la fama, con frecuencia a edades muy tempranas, para acabar excluidos de esos cotos privados a los que un día tuvieron acceso preferente. A diferencia de lo que ocurre con un peluche desballestado, los seres humanos no pueden depositarse en un punto limpio. Si se rompen, si padecen desorientación vital o fracturas en la autoestima, hay que intentar repararlos. Y el proceso de restauración de una psique maltrecha puede resultar traumático y de resultado incierto.
Las redes sociales insisten estos días en describir al recién fallecido Liam Payne como uno de esos juguetes rotos, la víctima de un lamentable equívoco que le propulsó al éxito con apenas 17 años para abocarle a continuación a una trayectoria errática como joven adulto y a un largo proceso de duelo por la notoriedad perdida (su carrera en solitario, pese a tener éxitos enormes, siempre se analizó a la sombra de la del grupo que le dio vida y la de algunos de sus compañeros). Algunos le reprochan, con muy poco fundamento, que no recurriese a ayuda profesional, cuando lo cierto es que Payne, pese a la tendencia a sufrir en silencio que se le está atribuyendo estos días, sí intentó remendarse.
En 2023 había pasado más de 100 días como paciente de una lujosa clínica de rehabilitación en Nueva Orleans y el pasado mes de julio ingresó en un establecimiento similar, esta vez en la periferia de Londres, aunque solo permaneció en él dos noches. En definitiva, se puso en manos de la muy articulada industria de terapeutas VIP, de profesionales expertos en el zurcido y remiendo de juguetes rotos.
Aquí curamos a famosos
Una clínica neoyorquina presuntamente especializada en servicios de este tipo explica que la clase de tratamiento para problemas psicológicos y de equilibrio emocional que necesita una persona célebre es, a la vez, similar y muy diferente al que reciben el común de los mortales.
En opinión de estos profesionales, las terapias cognitivo-conductuales y dialéctico-conductuales que ellos ofrecen son potencialmente eficaces con todo tipo de pacientes, sean famosos o no. Pero cualquier tratamiento específico a una estrella de la música popular o de Hollywood debe tener en cuenta factores que singularizan a estas personas, como “un estilo de vida basado en la actividad continua y frenética”, la falta de intimidad en situaciones cotidianas, el alto grado de exposición mediática, el intenso escrutinio al que se someten sus vida privadas (empezando por las relaciones sentimentales), los problemas emocionales que pueden generar las críticas y comentarios negativos o “la falta de tiempo disponible para el crecimiento y enriquecimiento personal”.
Por supuesto, los terapeutas con clientela VIP no solo tratan problemas relacionados con la fama o con la pérdida súbita y mal digerida de ésta. Entre las historias de éxito que han trascendido en lo últimos años destacan la de la supermodelo Chrissy Teigen, que recurrió a una psicóloga para superar una particularmente aguda depresión post-parto, la de Lena Dunham, que pagó “una fortuna” a varios profesionales para que la enseñasen a ser “un poco menos cruel” consigo misma, o la del príncipe Harry, que, sencillamente, necesitaba alguien de fuera de su círculo con quien hablar sin miedo a que el contenido de sus conversaciones acabase en las portadas de los tabloides británicos.
Un caso particular es el de Emma Stone, que empezó a acudir a terapia con apenas siete años para lidiar con un trastorno de ansiedad paralizante. Jennifer Aniston aprendió gracias al psicoanálisis que la felicidad no es el fruto de una lotería genética, sino más bien “una opción, y muchas veces basta con elegirla”. Brooke Shields acabó aceptando que antidepresivos como el Paxil podían ayudarla a restaurar un equilibrio que daba por definitivamente perdido. Kesha dejó su carrera musical en barbecho para dedicarse exclusivamente a recibir la ayuda psicológica que necesitaba y que se había obstinado en rechazar desde la adolescencia. Jennifer Garner superó un doloroso divorcio tumbándose en un diván un par de veces por semana. Kristen Bell descubrió que no hay que avergonzarse de acudir a terapia de la misma manera que “no resulta vergonzoso ir al gimnasio si tu estado de forma es deplorable o apuntarte a clases de cocina si no eres capaz de hornear un pastel”.
También Demi Lovato, Halle Berry, Gwyneth Paltrow, Glenn Close, Selena Gomez, Ariana Grande, Jon Ham, Kerry Washington o Brad Pitt tienen terapeuta de cabecera y recurren a él (o a ella) cuando sienten que la química de sus cerebros empieza a llevarle por derroteros no del todo convenientes. Incluso Bruce Springsteen, al que su representante, Jon Landau, solía describir como una de las personas más sensatas y equilibradas del planeta, empezó a acudir a terapia a principios de la década de 1980 y aún recurre muy a menudo a su profesional de confianza.
Te quiero, Phil
Pero el caso más paradigmático tal vez sea el del actor angelina Jonah Hill. Hill ama a su terapeuta, el veterano doctor Phil Stutz. Tanto, que incluso le ha dedicado un documental, titulado sencillamente Stutz, que se estrenó en Netflix hace dos años. En él, la estrella del cine y la estrella del psicoanálisis conversan plácidamente sobre el peso de la fama, depresiones, cicatrices emocionales, traumas, laberintos y terapias. Stutz, en palabras del columnista de Los Angeles Times Charles McNulty, que le dedicó un artículo memorable, es un raro ejemplo de intelectual que se deja guiar por la intuición, sin importarle lo más mínimo que esa intuición le lleve a transgredir los más elementales principios de la terapia psicológica tal y como la concebía Freud y la siguen interpretando sus discípulos contemporáneos.
Stutz no escucha a sus pacientes en inquisitivo silencio. Más bien los interrumpe, los interpela con humor irreverente, les cuenta sus propias experiencias, “grazna, maldice y blasfema con su inequívoco acento neoyorquino”, encadena bromas pueriles e incluso provocaciones flagrantes (“Jonah, me he liado con tu madre”) con la intención de forzar una intensa conexión emocional con sus pacientes. Nada que ver con la escrupulosa distancia terapéutica entre observador y observado que prescriben las terapias convencionales.
Pero no piensen que lo suyo es una simple deconstrucción gamberra e iconoclasta de los rituales del diván. Stutz, según reconocen incluso gran parte de sus detractores, es un profesional serio. Hay un método en su (aparente) locura. Y ese método se explicita en The Tools, un ensayo de orientación práctica escrito en comandita con uno de sus discípulos, especializado también en ofrecer terapias a medida a estrellas de Hollywood, Barry Michels.
En él, Stutz y Michels explican tanto las (supuestas) virtudes de la destrucción de cualquier barrera entre paciente y terapeuta como su muy controvertida técnica de “visualizaciones”. Esto último consiste en el uso sistemático de una serie de “herramientas de terapia visual” (la pirámide vital, el laberinto), que sirven como metáforas de los procesos psicológicos que afronta en paciente. A través de ellos, Stutz les ayude a comprender y afrontar sus traumas reduciéndolos a una serie de coordenadas “intuitivas y concretas”.
Algunos psicólogos cuestionan la base científica de esta metodología, pero no por ello dejan de reconocerle a Stutz una notable capacidad para establecer vínculos emocionales sanadores con los que acuden a su consulta. En el documental de Netflix, Hill acaba por definir a Stutz como “un amigo” particularmente sabio y empático que le ha enseñado a reconciliarse consigo mismo. En un momento particularmente conmovedor, el terapeuta (que por entonces tenía ya 75 años) acaba de tomarse una pastilla para el Parkinson y declara, sin ambages, que siente verdadera amistad y genuino amor por Hill y sabe que el suyo es un sentimiento correspondido. Hill se emociona.
Muy similar es también, al parecer, la relación que Barry Michels ha establecido con uno de sus pacientes más ilustres, Joaquin Phoenix, que acudió a él tanto para preparar su papel de sociópata nihilista en Joker (2019) como para desembarazarse de los oscuros pensamientos que le había inspirado sumergirse en una psique tan desquiciada. Los escépticos tienden a pensar que el “truco” de especialistas en terapia VIP como Michel y Stutz consiste, precisamente, en que al saltarse las convenciones terapéuticas para establecer una conexión personal hacen que sus cantantes y actores se sientan especiales. Es decir, han encontrado una fórmula elaborada de hacerles la pelota. Stutz se defiende de acusaciones de este tipo con un argumento muy simple: “Solo tengo un método: el que utilizo con todos mis pacientes, sean famosos o no”.
Que una mano no sepa lo que hace la otra
Michels y Stutz resultan casos atípicos. La principal característica de un verdadero terapeuta de celebridades, según clientes como Gwyneth Paltrow, es que nadie sabe que lo es. En teoría, se trata de profesionales de élite que ofrecen confidencialidad a prueba de bombas. Como tales, mantienen un perfil discreto, dejan que su fama en círculos muy restringidos les preceda y que su nombre salte de la agenda de una celebridad a otra. Así que, si alguien ofrece sus servicios como terapeuta de las estrellas, lo más probable es que aspire a serlo, pero no lo sea.
Eso sí, para cada actividad humana concebible, por exclusiva que esta sea, existe un reality. El terapeuta estelar televisivo por excelencia es el doctor Siri Sat Nam Singh, que ha psicoanalizado en directo (en su programa, The Therapist) a famosos como Katy Perry. Perry le contó que lleva años intentando procesar los traumas derivados de haber crecido en un entorno de fundamentalistas religiosos que, ente otros muchos prejuicios, intentaron inculcarle un profundo desprecio a la música de Madonna o Marilyn Manson, a los que consideraban agentes del diablo.
Singh se ceñía en todo momento al manual del terapeuta tradicional: crear una atmósfera relajada, alternar silencios circunspectos con preguntas exploratorias, tomar notas y rematar las sesiones con un par de observaciones incisivas y preclaras. ¿Su conclusión tras pasar por semejante experiencia? Que un famoso es un ser humano como cualquier otro, y sus heridas emocionales pueden sanar o remitir con la terapia adecuada. Incluso con cámaras por medio para que las sesiones sean transmitidas en horarios de máxima audiencia.
Más cuestionable es el balance de los realities protagonizados a lo largo de lo años por el experto en adicciones californiano Drew Minsky, más conocido como Dr. Drew. Tras convertirse en una celebridad menor gracias a la radio, Minsky se puso el mundo por montera con el televisivo Celebrity Rehab with Dr. Drew y varios programas derivados. Todos ellos se nutrían preferentemente de juguetes rotos que necesitaban ayuda para superar sus hábitos nocivos y encauzar de nuevo sus carreras.
La principal objeción que podría hacerse a Minsky es que un juguete roto necesita, en primer lugar, servicios profesionales discretos que le permitan encauzar sus problemas en privado. Algo muy distinto a lo que un programa de televisión proporciona. De ahí que algunos analistas hayan cuestionado frontalmente al Dr. Drew y le echen en cara un balance siniestro: al menos cinco de los ilustres adictos que acudieron al programa, el músico Mike Starr, el actor Jeff Conaway, el activista Rodney King, el culturista mediático Joey Kovar y la cantante Mindy McCready, se acabaron suicidando.
Un artículo de La Nación llega a afirmar que Dr. Drew, al exponer “su vicios, manías, frustraciones y desórdenes mentales”, podría haber contribuido a tan dramático desenlaces, lo que convertiría al médico en un “ángel exterminador” y al programa en un “carrusel de la muerte”. Tal vez para contrarrestar tan funesto balance habría que tener en cuenta también a los famosos que se curaron definitivamente en antena dejando atrás de una vez por todas la incómoda etiqueta de juguete roto. Si es que hubo alguno.
Otra a la que se acusa de haber incurrido en prácticas profesionales poco compatibles con la ética es la autoproclamada terapeuta de famosos Shannon Curry. La doctora Curry, psicóloga clínica y forense, afirmó en el controvertido juicio ente Johnny Depp y Amber Heard de hace tres años que Heard sufría graves trastornos de personalidad. Curry, una persona descrita como “cercana a Johnny Depp” habría examinado a Heard sin que ella fuese consciente de que estaba siendo evaluada psiquiátricamente para acabar ofreciendo un testimonio de parte que, muy probablemente, no ayudará a que sus clientes VIP se sientan cómodos con ella.
La juez preguntó a Curry si los abogados del actor la hubiesen llamado a declarar en caso de que el supuesto trastorno de personalidad se lo hubiese detectado a Depp y no a Heard. “Yo no me debo a Johnny Depp”, respondió la doctora, “sino a la ciencia”.
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