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“Llegamos a pensar que nos lo merecíamos”: el verano en el que el colectivo LGTBI volvió a despertar

Nada es lo mismo para el colectivo LGTBI español después de estos últimos meses, desde el asesinato de Samuel en A Coruña a la reciente paliza de un joven en Madrid en pleno día. Sus enemigos son más numerosos y más violentos. Mientras, frente a la amenaza, la comunidad se ha unido como nunca en su historia

Manifestación celebrada el 22 de julio en Barcelona en la que uno de los asistentes muestra un retrato de Samuel Ruiz, el joven asesinado de una paliza el 3 de julio en A Coruña entre insultos homófobos.
Manifestación celebrada el 22 de julio en Barcelona en la que uno de los asistentes muestra un retrato de Samuel Ruiz, el joven asesinado de una paliza el 3 de julio en A Coruña entre insultos homófobos.NurPhoto (NurPhoto via Getty Images)
Elizabeth Duval

Cometemos a veces el error de pensar en los colectivos sin pararnos a contemplar el espacio que habitan. Puede que estemos ahora más ciegas que nunca, después de que una pandemia nos haya obligado a reducirlo a lo que queda entre unas cuantas paredes, a no caminar más allá de unos kilómetros a la redonda. Hubo un tiempo, que ya nos parece casi mítico, en el cual la vida de muchas solo podía desplegarse en aquellos lugares en los que era aceptada, tolerada o simplemente permitida; si nos fijamos con mayor detalle veremos que ese tiempo existe todavía, que algo así como un éxodo rural expulsa a la población LGTBI de los pueblos para arrastrarlos a las grandes urbes.

Ampliando la mirada encontraremos otros fenómenos de expulsión, y quizás hasta pensemos —si no hemos quedado completamente absorbidas por los problemas de aquí, o por la cantinela del qué hay de lo mío— en las refugiadas LGTBI de Afganistán, o, mejor aún, en las refugiadas en general; si volvemos a reducir con tal de ver con claridad los detalles, nos daremos cuenta, como dejan por escrito Shangay Lily o Ignacio Elpidio Domínguez Ruiz, de que los mismos espacios que dieron cobijo a algunas rápidamente se convirtieron en centrifugadoras de la expulsión. Quizá pronto dejaron de ser un oasis para tantas.

Surgirá siempre una objeción a la visión hipercrítica de las cosas: “No sería perfecto, pero era lo que teníamos”. La creencia de que hace poco estábamos fantásticamente o habíamos logrado progresos irreversibles en lo que a la igualdad respecta se sostiene sobre dos pilares fundamentales, uno más verdadero y el otro un poco mentiroso, no necesariamente en ese orden: la igualdad ante la ley o el reconocimiento de ciertos derechos de iure, por un lado; por el otro, el estatus social que había alcanzado una parte del colectivo LGTBI, la más beneficiada por poder casarse —reclamación, por otra parte, completamente legítima— y la más desmovilizada en cuanto se logró. Un sector que, una vez conseguido, de nuevo, lo suyo, podía —sin mayor compromiso con ninguna causa— retirarse a una vida más aburguesada, acomodarse en el dual income, no kids —o pensar en comprarlos, si acaso— y dejar atrás el pasado militante. Si se tenía dinero, estatus y blanquitud, lo gay —por encima de todo lo demás— podía pasar a ser un rasgo secundario, olvidable, un detalle insignificante. Nunca más algo por lo cual ser la diana de la violencia: solo una forma de existencia que al resto les era posible tolerar.

La obra del pintor pakistaní Salman Toor (Lahore, 38 años) refleja la vida cotidiana de las comunidades ‘queer’ racializadas de Nueva York y el sur de Asia. Aquí, ‘Bar Boy’ (2019).
La obra del pintor pakistaní Salman Toor (Lahore, 38 años) refleja la vida cotidiana de las comunidades ‘queer’ racializadas de Nueva York y el sur de Asia. Aquí, ‘Bar Boy’ (2019).

Que el ascenso social fuera una realidad para algunos y no todos estuvieran tan bien no quita que la lucha tuviera sus frutos en el resto de la sociedad. Los tuvo, hasta tal punto que la opinión pública, cual péndulo, reaccionó a tantos años de dictadura haciendo de España uno de los países más tolerantes y abiertos de la Unión Europea y del mundo. “Aunque pueda parecer paradójico”, me explica Carla Antonelli, activista trans y diputada por el PSOE en la Asamblea de Madrid hasta las últimas elecciones, “se respiraban más aires de libertad o permisividad en el tardofranquismo que ahora, casi como reacción a la represión anterior”. ¿Qué ha sucedido para que ella juzgue que esos vientos de libertad se han esfumado?

Varios fenómenos han roto el letargo en el que una parte del colectivo LGTBI venía instalándose. Lo primero: por el asesinato homófobo del cual fue víctima Samuel Luiz la madrugada del 3 de julio. Lo segundo, aunque anterior en el tiempo: porque durante meses las personas trans se han visto —nos hemos visto— sometidas a una campaña de acoso, demonización y sospecha permanente, en la cual desde tribunas interesadas se nos retrataba como monstruos perversos, recuperando los peores clichés del odio histórico al colectivo LGTBI, para tergiversar el contenido de una ley cuya aprobación iba, en teoría, a desatar las diez plagas bíblicas. Lo tercero: porque hay quien se ha dado cuenta ahora de que la cosa también va con ellos, y de que no por estar más socialmente integrados podrán escapar de la violencia.

¿Cuáles fueron las reacciones al asesinato de Samuel? La más compartida es el horror, la desazón. “No puede ser posible que todo esto no haya servido para nada”, se dijo Carla Antonelli, que llevaba meses al pie del cañón en defensa de la ley trans: sabe, y lo dice con firmeza, que “los discursos de odio son armas bien cargadas”. ¿Su diagnóstico? Hay un sentimiento de crispación social, extendido tanto en la realidad como en las redes, con acoso, vejaciones y agresiones; su origen está en el descontento y precariedad a raíz de la crisis económica y en la búsqueda de nuevas cabezas de turco, papel en el que se nos coloca constantemente a las personas LGTBI. Y en esta percepción coincide con Sol Salama, editora de Tránsito, para quien la fortaleza reciente del feminismo y su exhibición de músculo “han generado reacciones muy violentas en quienes rechazan lo diferente”.

Personas transexuales encabezan el primer Orgullo LGTBI (entonces llamado Gay) español, en Madrid en 1978.
Personas transexuales encabezan el primer Orgullo LGTBI (entonces llamado Gay) español, en Madrid en 1978.Chema Conesa

Hay algo más que todas las personas entrevistadas para este texto afirman en sus respuestas: que en las manifestaciones por el asesinato de Samuel no hay ánimo de venganza o punitivismo, sino un despertar, un grito que pide justicia. Y creen incluso que quienes pertenecemos al colectivo habíamos llegado a pensar que nos merecíamos ser víctima de esas agresiones. Hasta ahora: la comunidad LGTBI dice basta.

Pregunte a quien pregunte, la situación actual evoca tiempos anteriores o épocas más oscuras. Ángelo Néstore, artista hispanoitaliana no binaria, poeta y editora de Letraversal, me habla de las brechas que atravesaba Italia hace 30 años, con cicatrices que aún perduran. La pregunta por un país hace que piense en el otro. En los años noventa, cuando Berlusconi se convirtió por primera vez en presidente del Consejo de Ministros, “aún había hoteles y establecimientos en el norte que no aceptaban ni a negros ni a terroni, los sureños”. El reflejo, para Néstore, de una idea de pureza capaz de desplazar toda divergencia de la norma, blanquearla y ocultarla bajo la alfombra.

Cuatro décadas antes, en Calabria, miles de niños sureños serían enviados a vivir con familias del norte, en campamentos de verano o en instituciones católicas tras una serie de graves inundaciones. La política del Estado, como especie de humanismo cruel, era convertir a los pobres en norteños, en un movimiento vertical que rima con el de los niños arrebatados a madres republicanas durante el franquismo.

Dice Néstore que en España “sí que hay un diálogo, un debate, un espacio para hablar de todas estas cuestiones, pero al mismo tiempo la violencia aumenta”. Todas coinciden en que algo ha cambiado: la extrema derecha “ha dejado de disimular”, en palabras de Salama, y ha entrado en las instituciones. Más chocante aún es la connivencia con la que los partidos conservadores tratan sus propuestas. O cuando incluso desde partidos progresistas se asume parte de su discurso, tal y como se vivió en los meses anteriores a la llegada de la ley trans al Consejo de Ministros: el discurso de la extrema derecha, antes marginal, se convirtió en la norma. Quienes años atrás rechazaban el autobús de Hazte Oír aplaudían de pronto su mensaje.

Dos mujeres cristianas protestan contra la aprobación de leyes proLGTBI ante el Parlamento británico, en mayo de 1984.
Dos mujeres cristianas protestan contra la aprobación de leyes proLGTBI ante el Parlamento británico, en mayo de 1984.Getty Images

Carla Antonelli recuerda que son tan responsables los que fomentan ciertos discursos como sus ejecutores. Y nos ofrece una dosis de realidad. “En la Comunidad de Madrid no hubo legislación LGTBI hasta que desaparecieron las mayorías absolutas del Partido Popular”, explica con pausa didáctica. “En 2016 salió adelante una ley trans madrileña, con abstención del Partido Popular, y una ley de protección contra la homotransfobia: hubo más de 140 enmiendas y buena parte de su contenido quedó en el olvido. Nunca hubo intención de ponerlas en práctica”, dice. “A Ayuso no le haría falta derogar puntos de esas leyes para contentar a Vox, porque ni siquiera están cumpliendo con lo que en ellas ya está escrito”. Lo que nos pasa ahora viene de antes.

El filósofo Pau Luque toma prestada de Francisco Fernández Buey la idea de la historia de las ideas como una noria: con una u otra forma, “todo termina reapareciendo en tierra firme o temblorosa”. Antonelli comparte cierta preocupación por lo que vuelve, como una tendencia, y se lamenta de que “se haya puesto de moda la transfobia”. Pero lo que más triste le parece es que haya sido por interés y ambición personal, en el caso de personas que años atrás defendían lo contrario. Reitera una idea que ha pronunciado en varias ocasiones: “Nos acordaremos de quienes han estado a nuestro lado y también de quienes no, porque dentro de un tiempo nadie admitirá haber fomentado el odio”.

Las cazas o redadas a personas del sur, promovidas por la extrema derecha de entonces en Italia, recuerdan a Néstore al asesinato de Samuel. Y también piensa lo mismo del chiste como catalizador de la violencia, de la fuerza de palabras como maricón: a partir de la risa se instala el prurito alle mani, un picor en las manos, un impulso que lleva a la humillación e incluso al asesinato. Salama, en su labor como editora —solo publica mujeres— y en su lucha como lesbiana, cree en el poder del lenguaje como acto de resistencia: “Informar, mostrar, divulgar, contar, narrar, visibilizar”. Por oscuro que sea el momento, todas muestran más ganas de resistir y de luchar que nunca. Será que algo ha cambiado y que los espacios que antes eran seguros hoy están en disputa.

Antonelli trae un último aviso: califica los actos de quienes han podido lamentarse por el asesinato de Samuel y, al mismo tiempo, instigar al odio y la sospecha a las personas trans, como poco más que un lavado de conciencias. Y el último mensaje es, claro, uno de esperanza. “Al final siempre vence la luz. Todo calvario está destinado a llegar a su fin”. La seguridad y solidez de las conquistas ya logradas ha desaparecido, pero el colectivo LGTBI ha sabido —hemos sabido— convertir el dolor en energía: será que, para que venza la luz, hay que abrir grietas.

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