“¿Con cuál de estas mujeres os acostaríais?”: un subproducto llamado ‘Flashdance’ que terminó influyendo en todo lo que vemos
Cuarenta años después de su estreno, la película musical sobre una soldadora que baila por las noches en un club ha dejado un legado estético que abarca desde las revistas de moda a lo que vemos en Netflix
Para decidir quién iba a ser la protagonista de Flashdance, el entonces director de Paramount, Michael Eisner, reunió a 200 trabajadores de la productora, proyectó imágenes de las actrices Leslie Wing, Demi Moore y Jennifer Beals y les hizo una pregunta: “¿Con cuál de estas mujeres os acostaríais?”. Lo cuenta el guionista de la película, Joe Eszterhas, en sus memorias Hollywood Animal. Hay una versión más edulcorada en la que mostraron esas imágenes a un grupo de empleadas y les preguntaron: “¿Quién os gustaría que fuese vuestra amiga?”. Con poco que se conozca la trastienda de la industria es fácil decidir qué opción resulta más creíble. Lo que no varía es la respuesta: Jennifer Beals, una estudiante de Yale, de 18 años, fue la elegida para interpretar a Alex Owens, la soldadora más famosa de la historia del cine.
Beals dudó antes de aceptar el papel, al igual que el resto de los involucrados en un proyecto que llevaba dos años guardado en un cajón. No tenía demasiada fe en su éxito, Brian de Palma y David Cronenberg se habían negado a dirigirla y Adrian Lyne la rechazó varias veces: “Cuando leí por primera vez el guion, pensé que era un poco tonta, pero al final, es un cuento de hadas. Creo que por eso atrajo a la gente”.
Cuarenta años después de su estreno, Flashdance es una película de culto cuya influencia sigue vigente. Capturó el espíritu de su época antes de que su época supiera que ese era su espíritu. Tras su estreno, allá donde se mirase podían verse elementos que saltaron de la pantalla a las calles, como los jerséis que dejaban descuidadamente el hombro al aire, una feliz ocurrencia de Beals, que acudió al rodaje con uno que ella misma había personalizado, y los calentadores que salieron de las clases de ballet y tomaron la calle mientras el What a feeling, de Irene Cara, sonaba machaconamente en la radio.
Una de las razones por las que pocos previeron el fenómeno Flashdance era un argumento que exigía demasiado pacto de ficción: una soldadora que sueña con ser bailarina de ballet mientras realiza sofisticadas coreografías en un club nocturno en el que nadie se desnuda. Parecen ideas locas sacadas de un sombrero durante una tormenta de ideas desesperada, pero es una historia real. O casi.
El germen está en Gimlets, un bar de Toronto al que solía acudir el periodista Tom Hedley. Mientras buscaba ideas para desarrollar un guion, conoció al grupo de bailarinas que cada noche se subía al escenario. La mayoría eran madres solteras o estudiantes que necesitaban los ingresos para vivir, pero también estaban Maureen Marder, que durante el día descargaba sacos de hormigón en una obra, y Gina Healey cuyas coreografías eran más artísticas que eróticas. Eran los tiempos en los que el burlesque languidecía arrollado por los mucho menos sutiles clubs de striptease. Marder y Healey recibieron 2.300 dólares por su labor de asesoría y Hedley utilizó fragmentos de sus vidas para desarrollar una historia sobre tres bailarinas que tituló Depot Bar and Grill. El proyecto llegó a Paramount, donde permaneció aparcado hasta que el productor Don Simpson decidió darle vida en lo que supuso su primer encuentro con Jerry Bruckheimer, una unión que cambiaría la cara de Hollywood.
Al igual que el grupo de técnicos —o de secretarias, según nuestro grado de fe en el mundo—, Adrian Lyne se enamoró de Jennifer Beals. “Pensé que era muy buena, su vulnerabilidad hizo que la historia pareciese menos absurda”, declaró. Su elección como protagonista aportó un extra que no estaba en el guion y situó una relación interracial en el centro de la narración. No era un detalle nimio, apenas 15 años antes del rodaje, los matrimonios mixtos estaban prohibidos en Estados Unidos. Por primera vez en el cine mainstream, la chica negra no quedaba relegada al papel de amiga comprensiva al servicio de la protagonista, el tropo de la sassy black friend: la chica negra era la protagonista y su amiga, la blanca rubia y angelical, era quien se llevaba la peor parte de la historia.
Para muchos el color de piel de Beals pasó desapercibido, pero no para el Ku Klux Klan, que le envió cartas amenazantes durante años. Para interpretar a Nick, su jefe y amante, tantearon a Robert de Niro y Richard Gere, y un desconocido Kevin Costner, que acababa de rodar un spot de Apple con Lyne, estuvo a punto de hacerse con el papel, pero finalmente el elegido fue Michael Nouri.
En una película sobre baile la banda sonora era esencial. Para el tema principal apostaron sobre seguro, el incontestable Giorgio Moroder e Irene Cara, que había interpretado el papel protagonista y el éxito principal de Fama, están detrás del icónico What a feeling, una de las bandas sonoras oficiales de los ochenta. Pero el tema que más sonó en las clases de aerobic fue el Maniac de Michael Sembello, una canción dedicada a un asesino en serie que alguien tenía en un cajón. Hubo que hacerle un pequeño cambio de “él es un maníaco, ten por seguro que es un maníaco. Matará a tu gato y lo clavará en tu puerta”, pasó a “ella es una maníaca, una maníaca de las pistas de baile. Baila como nunca se ha bailado antes”. La magia del reciclaje.
Ni la potente selección musical despertaba entusiasmo en los que estaban tras la producción. “En las semanas previas al estreno literalmente no pude llamar a nadie por teléfono”, recordó Adrian Lyne. “Era como si todo el mundo hubiera huido porque pensaban que iba a ser un desastre total. Yo también lo pensaba. Paramount vendió una cuarta parte de los derechos dos semanas antes del estreno. En otras palabras, vieron la película y pensaron: ‘Bueno, esto se va a ir al retrete”.
El estreno pareció dar la razón a los que auguraban un fracaso. El debut en taquilla fue tibio, pero el boca a boca acabó convirtiéndola en una de las películas del año. “De repente, en todas partes donde iba, todo el mundo llevaba sudaderas con un solo hombro”, afirmó la productora Lynda Obst. Recaudó 200 millones de dólares y recibió cuatro nominaciones al Oscar. Ganó el de mejor canción original —batiendo al Papa, can You Hear Me? de Barbra Streisand para Yentl—. La crítica no se dejó impresionar por las cifras. Roger Ebert la incluyó en su lista de películas más odiadas. Diego Galán no fue más benévolo, en las páginas de EL PAÍS y bajo el título La chispa de la nada, escribió: “Esta historieta se ilustra esporádicamente con números musicales mal rodados y de escaso atractivo”.
Al público le pareció de un inmenso atractivo y se lo sigue pareciendo. Algunas de sus escenas forman parte del imaginario colectivo y han sido homenajeadas o parodiadas durante años, de Los Simpson a Deadpool, de Snoopy en Flashbeagle al I’m glad de Jennifer López, que copia plano por plano el momento final de la película. A los espectadores les encandilaron pequeños detalles como el momento en el que Beals se quita el sujetador bajo el jersey, un gesto cotidiano que no estaba en el guion, pero Lyne incorporó. “Se estaba probando una prenda de ropa tras otra, y supongo que por conveniencia, en lugar de salir corriendo al camerino, se quitó el sujetador debajo de la camiseta o lo que sea, y me fascinó la contorsión”, declaró Lyne a THR. “Hasta el día de hoy, no sé muy bien cómo lo hizo. La observé en ese momento y dije: ‘Tengo que usar eso, es maravilloso”.
Si algo ha demostrado el británico a lo largo de carrera es su atención al detalle, y su esteticismo. En su cine todo es bello, deseable, aspiracional y moderno. Cuarenta años después, todo el vestuario de Beals podría figurar en un catálogo de moda actual: los vaqueros gastados, los jerséis amplios, las chaquetas militares; todo es deseable, desde su loft —uno se da cuenta de que se ha vuelto viejo cuando se plantea cuánto cuesta calentar esos techos altos en una ciudad tan fría como Pittsburg— hasta Grunt, el precioso pitbull con el que lo comparte.
La fascinación que las estilizadas imágenes de Lyne ejercieron sobre los espectadores sirvió para distraerlos ante algunas incongruencias obvias. Alex era demasiado joven para ser soldadora y demasiado mayor para iniciarse en el ballet, y casi ayuda a disimular el secreto mejor guardado por Paramount. Beals era bellísima y buena actriz, pero no era una bailarina profesional. De hecho, no baila en casi ningún plano de la película. Todas las coreografías fueron realizadas por la actriz francesa Marine Jahan, a la que no se acreditó “para no romper la magia”, pero Beals no tuvo ningún problema en reconocerlo: “Marine hizo todos los bailes que finalmente utilizaron en la pantalla... Utilizaron mi cara para los primeros planos, pero cuando se miraba de cerca se podía distinguir fácilmente la diferencia entre las dos”.
Marine aceptó mantenerse en un segundo plano a pesar de saberse una de las artífices del éxito de la película y de los riesgos que corrió por las ocurrencias del director. Durante el baile en el que un cubo de agua cae sobre ella, Paramount temió que se partiese el cuello. “Fue una gran cantidad de agua. Marine Jahan estuvo muy bien, hizo que pareciese agradable, pero obviamente fue una pesadilla”, explicó Lyne. “La película le dio crédito al perro y no a Marine”, confesó años después el coreógrafo de Flashdance, Jeffrey Hornaday, que compartió proyección con Jahan. “Estuviste genial, todos te aplaudieron”, le dijo él al final de aquella sesión. “Sí, pero no lo saben”, respondió la bailarina tras comprobar desolada que su nombre no aparecía en los créditos finales.
No fue el único secreto mal guardado ni la única Alex. En el número final participaron cuatro personas: además de Beals y Jahan, la gimnasta profesional Sharon Shapiro realizó las acrobacias y para delirio de quienes vieron la película en vídeo, el momento breakdance fue obra de Richard Colón, un b-boy de 16 años cuyo bigote puede apreciarse si se pausa la imagen en el momento adecuado. Colón aceptó a regañadientes ponerse mallas, pero no afeitarse. Colón estaba en la película porque había participado en una secuencia cuya relevancia pasó desapercibida en el momento. Lyne se había peleado con el productor Michael Eisner para mantener en la cinta un minuto de un baile urbano que empezaba a hacer furor en Nueva York. Flashdance fue la primera película en la que se mostraron pasos de breakdance, incluso se adelantó a Michael Jackson mostrando por primera vez el célebre paso moonwalker. El fenómeno Flashdance coincidió con la irrupción de la MTV, que repitió machaconamente los vídeos de Cara y Sambello, lo que supuso un punto de inflexión en la historia del cine que no todos valoran positivamente. A partir de entonces, todas las películas destinadas al público joven se plantearon con la idea de que sus imágenes diesen origen a un videoclip.
El éxito del filme disparó las carreras de los que estaban tras las cámaras. Adrian Lyne se convirtió en uno de los directores más relevantes gracias a fenómenos como Nueve semanas y media y Atracción fatal; Instinto básico hizo de Joe Eszterhas el guionista mejor pagado de los noventa, y los productores Bruckheimer y Simpson ejercieron un dominio férreo de la taquilla durante la década merced a producciones testosterónicas como Top Gun, Superdetective en Hollywood y La Roca. Los protagonistas tuvieron un perfil más bajo. Jennifer Beals volvió a Yale y se centró en sus estudios y en películas independientes. Recuperó la popularidad gracias a su papel central de L Word, una producción en torno a un grupo de lesbianas que despertó su conciencia y la convirtió en una activa militante por los derechos LGTBI, y ahora forma parte del universo Star Wars en El libro de Boba Fett. Michael Nouri nunca se convirtió en la estrella que su atractivo aventuraba. Sunny Johnson, la compañera de Alex que renuncia a su sueño de ser patinadora, falleció meses después del estreno de un aneurisma cerebral. Tenía tan solo 30 años.
Tras el éxito de Flashdance era imposible que Paramount no plantease una secuela y hubo varios intentos, pero Beals se negó y ella era una pieza fundamental. “Nunca me sentí atraída por algo en virtud de lo rica o famosa que me haría. Rechacé tanto dinero que mis agentes perdían la cabeza”. La película no la necesitaba: gran parte de la cultura visual que vino después, de MTV a la estética Netflix, es su secuela. O su legado.
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