Eneko Sagardoy: “El día más feliz de mi vida fue cuando perdí el miedo a coger un avión”
El actor durangués ha estrenado su última película, ‘Contando ovejas’, mientras interpreta a Ricardo II en el teatro y demuestra que se puede ser una gran promesa reivindicando todo lo contrario a lo que se espera de los actores actuales: la alergia al foco mediático
Eneko Sagardoy (Durango, 28 años) acaba de aparcar en Madrid tras un viaje de emergencia a Bilbao, donde vive: su tío, el profesor de ikastola Andoni Mujika, murió de golpe hace unos días. “Justo llegaba conduciendo por Torre Europa, y ahí me di cuenta: ‘Madrid, vale’, en minúscula. Todo se ha hecho más pequeño… Se ha desinflado de alguna manera, pero en el mejor de los sentidos”, reflexiona. No es solo la muerte de Mujika. La vida de Sagardoy, tan sencillo que puede resultar casi una anacoreta en una industria, la del cine, obsesionada con los focos y la capital, es bien distinta a cuando pisó Madrid por primera vez, en 2018, por su nominación al Goya a mejor actor revelación por Handia (2018) y vio, cita, los cines Ideal. “Me ponía la música de La La Land, en plan sueño americano. Me hacía como sentir que estaba en una película, recuerdo los teatros grandes y Gran Vía y esa música… Había algo de un mundo desconocidísimo, todo era inaccesible, muy grande, y yo me sentía muy muy pequeño, muy pequeño”.
Volvió a Bilbao con el Goya. Luego llegó Patria (2020), Mia y Moi (2021) y, últimamente, Erresuma / Kingdom / Reino, función en la que Calixto Bieito mezcla varios monólogos de Shakespeare y Sagardoy interpreta a Ricardo II en calzoncillos y manchurrones de sangre. Ahora, hecho ya uno de los intérpretes más entregados y reclamados del cine y el teatro españoles, actor de extracción poética o poeta que actúa, buscador de almas en los papeles incluso más grotescos, presenta su nueva película, Contando ovejas.
¿Siente que se ha empequeñecido todo o que usted ha crecido? No es lo mismo. Habré crecido o habré cambiado la mirada, no lo sé. Pero sí que me siento más a gusto, como que estuviera más justificado que esté en Madrid. Antes era más: “¿Qué hago aquí?” El síndrome del impostor. “Eneko, cuidado que esto son dos meses y te vuelves a Bilbo”.
¿Ganar el Goya no se lo quitó? Ganar el Goya es una ilusión tremenda, pero no soy mejor actor por ello. De hecho, hasta entonces no tenía ningún miedo de meter la pata hasta el fondo. Luego, tuve un par de años donde, uy, “¿cómo se me verá desde fuera? ¿Qué se supone que tengo que hacer ahora tras haberlo ganado?”
Lo que se espera de un actor relevación es que caiga en el olvido. En la gala, después de ganar el premio, Antonio de la Torre me dijo: “Un año y medio hasta que te empiecen a llamar de seguido”. Pasó un año en el que rodé cinco días —hice mucho teatro—, luego empezaron a llamarme y hasta hoy, que me llaman directamente para proyectos nuevos. Eso es muy frágil y puede desaparecer en cualquier momento, pero siento ese privilegio.
Suena aferrado a la actuación como al respirar. Sí.
No a la farándula. Lo diferenciaría completamente. Son casi oficios distintos para mí. También te digo que me gustaría aprender a estar más relajado en esos ambientes, pero… Yo, todo lo que sea hablar de mi trabajo y trabajar, muy bien. Todo lo demás me da un poco de ansiedad. Aunque cuando tengo que hacerlo, me convenzo, me pongo guapo y lo disfruto.
El estatus cortesano dentro del mundillo del cine es, tal vez, uno de los añadidos principales de ganar un Goya. Pero la corte, cuanto más dentro esté, o más presente la tenga, me hace trabajar más dispersamente. No me empuja a trabajar más profundamente, sino a tomar decisiones…
¿... para complacer a otros? Claro. Lo tengo en cuenta, pero es como con los medios o las alfombras… Entiendo que sea parte de nuestro trabajo, necesitamos de ello también sin duda y las disfruto. Pero yo lo doy todo trabajando y preparando.
¿No es una persona voraz? No he esperado nunca ser el primero en la fila. Si digo: “Quiero eso”, me respondo: “Ya, pero es que antes que tú están no sé cuántos”. A veces me llevo sorpresas, pero la sensación interior es realmente de: “Ah, claro, tú quieres y quieren un montón”. Como cuando la cago, que la cago yo, pero también un montón de personas. Eso me relaja.
Tiene una relación casi monacal con su oficio. Me ha dado los momentos más felices de mi vida. En la ikastola, haciendo teatro cada miércoles cuando ensayábamos, a mí se me olvidaban los marrones, los pensamientos tristes. Literalmente salía feliz. Entonces la matemática ha sido: quiero estar más tiempo así.
¿Qué es un pensamiento triste? A mí me costó mucho despegarme de mi madre. Pensaba, sabía, que le iba a pasar algo fatal cada día. Esto me entorpeció mucho la infancia. Estaba convencido de que si me iba al cole, ella iba a tener un accidente, una ventisca iba a tirarle una teja a la cabeza… Cosas absurdas, irracionales. Estuve un tiempo yendo con ella a trabajar, no iba a clase. Era muy, muy miedoso. Me daba pánico que mi madre, cuando le tocaba recogernos, no estuviera a la salida de la ikastola porque le había pasado algo. Siempre he sido muy miedoso, muy catastrofista.
¿Actuar le ha ayudado? Actuaba papeles donde los personajes muchas veces no tenían miedo. Se atrevían a hacer cosas que yo jamás hubiera hecho. Acabo de montar a caballo en Irati [de Paul Urkijo, su próximo gran estreno del año]: de pequeño, mi hermano se montaba en el poni y yo estaba llorando en tierra. Verme en el caballo a las ocho de la mañana, en los Pirineos, galopando a toda hostia, compensa casi todo lo demás. Con estos descubrimientos y superaciones vitales que, afortunadamente, me pasan en este trabajo tan raro, cómo voy a estar con el foco puesto en todo lo que me rodea. Cada vez me voy sintiendo más simple.
¿Qué es un pensamiento triste ahora? Ahora mismo, la muerte de mi tío.
¿Lo sintió como una confirmación de ese miedo, de que está fuera haciendo una obra en Madrid y pasa algo malo en la familia? Ese miedo era diferente. No he ido a ninguna excursión de la ikaskola en mi vida. Ni al monte. He tenido mucha claustrofobia y agorafobia. Cogí mi primer avión hace un mes [para ir a los Premios Gaudí en Barcelona, el pasado 5 de marzo].
¿Y qué tal? Emocionantísimo. Me acompañó mi hermano. Pensaba que la cabina del piloto estaba a 20 metros de la primera fila, pero es como un tren. Fíjate, cuando aterrizamos en Barcelona fue como: “Puedo viajar fuera, ya”. Me ha costado años atreverme. Y el impulso ha venido más del hartazgo, de decir: “Ya vale, ya”. Siento que mi vida empieza una y otra vez. Al mismo tiempo, hace un mes murió un amigo íntimo en un accidente de moto y anteayer murió mi tío. Y estas cosas, pues como a todos, te recuerdan que hay que parar: “No andes deprisa, pero no dejes de andar de alguna manera”... [Pausa] Parezco Eduardo Galeano.
Podríamos caracterizar su forma de interpretar por lo difícil que es encontrar momentos de vanidad, de fotogenia deliberada, en su trabajo. No actúa para la cámara, como se dice. Es más, se afea para muchos papeles. Tiene sentido, sí. En la vida somos mucho más normales. Nos empeñamos a veces en hacer un trabajo memorable, nos ponemos efectistas, y a mí me gusta mucho hacer una pila de todo lo que podría hacer con un personaje y luego ir quitando, quitando, quitando, quitando. Me da igual quitar planos donde rompo a llorar. Todo eso que, teóricamente, son demostraciones de un actor trabajando, molestan en la historia.
¿No querría un papel de guapo? Me pregunto qué son papeles de guapo. Es un hecho que no me llaman para ser el guapo canónico de una serie ni de una película. Pero si lo hubieran hecho, tal vez no me hubieran llegado estos papeles más esperpénticos. En mi primer rol en un largometraje [La Mina, 2014] hice a los 20 años de mudo loco que se masturbaba en el bosque en Asturias. Y sentía que tenía que aprovecharlo un montón porque era la única vez que me lo iba a pasar tan bien.
Además del físico, tiende a hacer papeles psicológicamente feos, y a no disimular esa fealdad. Intento hacer lo que me gusta ver. Cuanto más vulnerable estoy delante de la cámara, cuanto más al servicio de lo que me piden, no sé si estaré mejor o peor, pero voy a ser más fiel a mi objetivo. A veces pensamos que las películas son nuestras. Decimos: “No me pongas esta chaqueta porque es que mi personaje no la llevaría”, cuando a lo mejor realmente lo que queremos decir es que a mí como actor no me gusta la chaqueta. Llega un momento donde tienes que delegar y entender cuál es tu sitio en un rodaje.
Parece de los que se obsesionan con los detalles. Mucho. Y luego he dicho, para qué, si esto es invisible. Marcar una mirada con una pausa concreta, para mostrar no sé qué. Pero si la secuencia no iba de esto.
¿El día más feliz de su vida es un rodaje o una función? Ahora mismo, me sale decirte que es cuando cogí el avión. Porque no es solo coger un avión para mí, era superar un miedo muy grande y sobre todo que el mundo se ampliaba en ese momento. Evidentemente, el día del Goya fue increíble, pero al día siguiente falleció mi mentor… Parece que estoy contando una telenovela. Pero se define mi actitud, o mi constante esfuerzo. Hay que relativizar todas las cosas.
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