La fotógrafa Graciela Iturbide se ha enamorado a los 79 años de un volcán: “Me ha encantado sentir el rugido”
La artista mexicana, una de las más celebradas de las últimas décadas, celebra una gran retrospectiva en la Fondation Cartier de París
Últimamente Graciela Iturbide (Ciudad de México, 79 años) anda obsesionada con los volcanes. “He pasado un mes en Lanzarote, fotografiando la lava y los volcanes, y me tiene fascinada. Quiero regresar para hacer un libro, porque es un lugar que me ha dado mucha paz”, cuenta. “También fui a La Palma, pero los guardias, con toda razón, no nos dejaron acercarnos al volcán. Yo tenía muchas ganas de fotografiar las casas llenas de lava, pero no nos dieron permiso. Al menos pude fotografiar el volcán desde la azotea de un edificio cercano. No quería sacar una tarjeta postal sin más. Me ha encantado sentir el rugido, ver la erupción. Es extraño que ahora, casi al final de mi vida, tras tantos años fotografiando, haya llegado de nuevo a los temas de mis inicios: el Big Bang, la lava, el mar, los volcanes, el origen de la evolución del hombre”.
El lugar donde charlamos con la fotógrafa mexicana más importante de los últimos 50 años es también un punto que cierra el círculo de la parte fundamental de su trayectoria: la sede parisiense de la Fondation Cartier Pour l’Art Contemporain, donde acaba de inaugurarse –estará abierta hasta el 29 de mayo– Heliotropo 37, una ambiciosa retrospectiva de su obra comisariada por Alexis Fabry. El interior del emblemático edificio de Jean Nouvel ha sido transformado por el arquitecto Mauricio Rocha, hijo de Iturbide, en una réplica a vuelapluma del estudio que él mismo diseñó para su madre en la calle mexicana que ahora da nombre a la muestra. “Hay algo simbólico en que, siendo fotógrafa, viva en esta calle que tiene que ver con la luz, con cómo gira la luz”, cuenta.
Iturbide pertenece por derecho propio a una estirpe heroica de la fotografía del siglo XX: la de quienes, cámara en mano, se adentraron a partir de los años setenta en lugares remotos y comunidades tradicionales para inmortalizar sus formas de vida, sus rituales y sus rostros antes de que la globalización arrasara definitivamente con todo. Ganadora del premio W. Eugene Smith en 1987 y del Hasselblad en 2008, sus imágenes de los indios Seris del desierto de Sonora, de los vestigios conservados en la casa de Frida Kahlo o de infinitos ángulos insospechados de la vida cotidiana en México hablan de una autora con mirada propia.
Sin embargo, la fotografía llegó a ella sin pretenderlo. “Yo quería ser escritora. La fotografía ni se me pasaba por la cabeza, pero mis padres eran muy conservadores y no quisieron que fuese a la universidad a estudiar literatura. Así que me casé muy joven, tuve hijos y entonces empecé”, recuerda. Un día escuchó por la radio que acababa de inaugurarse una escuela de cine y decidió matricularse. “Me pareció una oportunidad para aprender, aunque no sabía muy bien a qué iba. Pero tuve la fortuna de que Manuel Álvarez Bravo diera clases allí”. En los años setenta, Álvarez Bravo (1902-2002) era ya una leyenda viva de la fotografía. Amigo de André Bréton y colaborador de Eisenstein, Buñuel y Ford, su obra reconciliaba documentalismo y abstracción, rigor geométrico y sensibilidad surrealista. “Pero casi nadie iba a sus clases, porque allí todos querían ser directores de cine”, recuerda Iturbide, que comenzó a colaborar como asistente del maestro.
Aquel encuentro le cambió la vida. “Álvarez Bravo me dio el don de la libertad y me enseñó a ser la persona más feliz del mundo fotografiando”, recuerda. “Me regaló una terapia maravillosa. Yo siempre había sido una niña rebelde que no encontraba su sitio. Con él descubrí lo feliz que se puede ser con la libertad. Fotografiar es una manera de conocer el mundo y la cultura del mundo a través de tu cámara, de hablar con las personas, de leer sobre los países a los que viajo. Con él descubrí México, sus culturas. Yo dejaba a mis hijos en la escuela e iba con él toda la mañana. A veces lo veía trabajar sin más. A veces me preguntaba”.
Iturbide tiende a quitarse importancia, pero la magnitud de su legado habla por sí sola. Entre los años setenta y noventa viajó a España, Alemania, Ecuador, Italia, India, Madagascar, Perú o Panamá, buscando conexiones entre sus temas predilectos: retratos, jardines botánicos, carteles y anuncios publicitarios, que ahora conviven en la muestra. Para la exposición de la Fondation Cartier ha realizado, de forma excepcional, algunas fotografías en color. En un sector dominado por hombres, la suya es una voz distinta y empática con realidades diversas. “No creo que mi trabajo haya contribuido a cambiar las cosas, porque en ese sentido soy egoísta: fotografío lo que me gusta”, responde cuando se le pregunta por el impacto de su obra. “El mundo ha cambiado mucho, pero en México sigue habiendo lugares como los que fotografié, y regreso a veces a ellos. Antes de la pandemia fui a visitar a los Seris, y estaban incluso peor porque había más pobreza. A otras zonas no puedo ir porque hay narcotráfico y es muy peligroso. Pero llevo a todas esas personas conmigo. Las comparto con el mundo”. Su archivo le depara sorpresas constantes; de hecho, en la exposición hay algunas de sus fotografías más tempranas. “A veces me encuentro con algún negativo que no recordaba y lo rescato, a veces con más suerte y otras con menos. Con el tiempo aprecias otras cosas. Pero siempre estoy en la fotografía, tomando fotos o revisando las que tomo. Así es mi vida”.
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