José Dávila, artista: “A la gente le gusta identificar cosas de manera fácil. Lo justo es ponérselo difícil”
El creador mexicano trae a Madrid su universo personal de armatostes que logran transmitir la delicadeza de un paso de ballet
A los 19 años, José Dávila recibió de su padre un estudio de revelado de fotos. La mirada del chaval, que ya entonces estaba orientada hacia las artes plásticas, por su propia inquietud y por sus habituales visitas al vecino dos casas a la izquierda, el importante arquitecto mexicano Fernando González Cortázar, se afiló con aquel regalo. Ante su lente, el barrio Colonia Providencia, en Guadalajara (México), un lugar cotidiano lleno de trastos y señales cotidianas, se transformó en una cantera de formas escultóricas y arquitectónicas que el joven podía aislar de su contexto, capturar en fotografía y estudiar por su cuenta. Aquello era 1993. Hoy, José Dávila (Guadalajara, México, 49 años) se ha asentado como uno de los figurantes primigenios del bum que el arte contemporáneo latino ha experimentado en las últimas décadas. Y como uno de sus más admirados, gracias a esculturas precisamente a caballo entre el arte y la arquitectura (carrera que él estudió), obras, cada año más macizas y delicadas, que discuten sobre forma, función y material; tensión y equilibrio, gravedad y resistencia.
Lo que no ha cambiado es que este señor de expresión tímida y mirada errante siga buscando la inspiración por la calle. Ahora lo hace en esa hora larga de paseo que hay entre su casa y su estudio, en Barrio Artesanos (Chimalhuacán). “Soy un acumulador nato de objetos y cosas. Siento que cuando empiezo a hacer una escultura, la empiezo cuando recojo un ladrillo de la calle”, explica. El ladrillo, por cierto, no es metáfora. “Me gustan los que han sido parcialmente pintados. Pintar un tabicón de cemento por una única cara es un juego espacial y geométrico increíble y crea posibilidades grandes con un gesto muy simple. Me encontré por la calle unos que estaban pintados en blanco y en un estado bastante deteriorado. Mira, hay uno aquí, de hecho”. Aquí es Madrid, y en concreto la galería Travesía Cuatro, donde Dávila expone sus últimos trabajos hasta el 22 de abril, en una compilación llamada Balance frágil.
Y aquí está, efectivamente, el ladrillo en cuestión, parte de la obra Construcción frágil I, atrapado bajo una roca y sobre un trozo de madera, un bloque de hormigón, dos vigas de metal separadas por otra roca y, para evitar que todo este rimero se desplome, una mínima piedra de río colgada de un hilo. Es un trabajo casi emblemático del estilo reciente de Dávila, donde aún acusa su fascinación por la tactilidad de Cy Twombly, la mirada casi arquitectónica de Gordon Matta Clark, los murales de Sol Levitt o el mismísimo Richard Serra, a quien Dávila estudió en la Escuela Tapatía de Arquitectura, pero que también empieza a evocar el minimalismo neoyorquino de los sesenta. “Es por la paleta de color, que es digamos, juddsiana [por Donald Judd]”, aduce el artista, señalando el rojo anaranjado (rojo de cadmio) de las vigas de otra obra, Fenómeno Poggendorf. “Muchas veces había hecho esculturas de este tipo donde dejaba el metal desnudo y en esta ocasión he querido experimentar con la función de la pintura hacia la escultura”.
La exposición, de ocho trabajos, da una visión casi meridiana del estilo actual de Dávila, lo cual no es algo intencionado, sino mas bien inevitable de tan poco intencionado que estaba. “Es una especie de resumen que integra muchos de los temas con los que he venido trabajando recientemente, como un trasvase del trabajo que hago a diario en mi estudio”, explica. “Fue como abrir la puerta del estudio y traer eso para acá. No quería generar una narrativa particular, sino simplemente decir: ‘Esto es en lo que estoy trabajando y eso es lo que llega a la galería”.
En todos, se juega a refinar algo tan primitivo como poner materiales uno encima del otro, una constante en la obra de Dávila. No hay muchas más. La norma es que nada se parezca mucho a lo que él mismo ha hecho en los últimos 20 años. “Respeto muchísimo, no lo digo por decir, a los artistas que hacen lo mismo toda la vida, pero no es mi caso”, se defiende. “Encuentro el trabajo como una exploración y búsqueda constante para mantenerme entretenido, activo, inquieto. Nervioso. Eso te lleva a que el lenguaje va cambiando. A la gente le gusta poder identificar algo de manera fácil, por lo que esto no es lo que más gusta. Pero es justo que esa identificación no sea fácil”. Más tarde, hablando de otra cosa, dirá una frase que ilustra todo este proceso: “Pienso como un niño, alguien que está jugando todo el tiempo”.
Con esa frase, Dávila estaba defendiéndose de esa etiqueta que se le cuelga con frecuencia, vista la selva de estructuras que es su obra, la de arquitecto que hace arte. “Hay una gramatica muy arquitectónica en mi cabeza, que tiene que ver con mi perido académico de arquitecto. Sin embargo, nunca trabajé como tal. Simplemente lo estudié cinco años, tengo mi diploma, y me dedico a las artes plásticas desde hace 23 años”, decía. Sí se pueden encontrar referencias a arqutiectos en sus trabajos, especialmente Le Corbusier o Mies van der Roe, y aquella mística del progreso, aquel futuro (hoy pasado) y aquellos ideales que, estando el mundo como está, es más elegante cuestionar. “Yo no sé si tanto orden nos ha hecho bien”, añade Dávila. “Lo puedes ver en algún pueblo que se hizo de manera orgánica, autoconstruido por no arquitectos digamos. Y de pronto, te puedes encontrar ciudades perfectamente bien organizadas que a veces creo que les falta un poco o un mucho de alma. El gran fracaso de la modernidad, a mi manera de ver, es que no logra transportar el alma que se encontraba en el desconocimiento al orden”.
De ahí los extremos que se ven en la exposición. Lo primitivo y lo industrializado; lo sólido y lo frágil; lo tenso y lo equilibrado. Todo esto se puede contar con un viga que sostiene una roca limada por el río. “Quizá el tema más importante que he venido trabajando en general es la tensión y el diálogo”, ilustra. “Siempre me ha parecido importante que la escultura sea un lugar para el diálogo. Que los materiales, que a veces son, o pueden parecer, totalmente dispersos o inclusive antagónicos, encuentren en la obra un lugar para dialogar y tratar de entenderse”.
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