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arte

Richard Serra: “El mejor arte es intrínsecamente inútil”

El creador, conocido sobre todo por sus enormes esculturas de acero, expone sus dibujos en Róterdam. “Es un acto mucho más íntimo”, dice en esta charla

Iker Seisdedos
Richard Serra, retratado en 2014 en Nueva York.
Richard Serra, retratado en 2014 en Nueva York.

Richard Serra (San Francisco, 1938) dio con su “propia voz” tan pronto como a los “cinco o seis años”. “Mi madre traía de la carnicería unos enormes rollos de papel rosáceo que yo desplegaba sobre el asfalto de la calle para dibujar en ellos. Allá donde fuéramos, me presentaba como su hijo el artista”, recuerda. Aquello fue mucho antes de convertirse “no solo en el mejor escultor del siglo XXI, sino en el único realmente grande en activo”, según el célebre crítico australiano Robert Hughes. Y antes también de ser el poeta del acero y el vacío y el resto de eslóganes que encienden la imaginación de los cronistas. Si algo permanece inalterable casi 80 años después es su interés en el dibujo como disciplina autónoma e independiente. Nunca los usa como boceto para sus esculturas; para eso construye modelos a escala 1:50.

Al encuentro en el museo Boijmans Van Beuningen, de Róterdam, se presentó con un aspecto menos temible del que sus fotografías prometían: una gorra del Metropolitan le cubría la cabeza y las gafas de sol taparon durante toda la entrevista sus ojos claros. Le acompañaba su esposa, Clara, con la que reparte sus días entre Nueva York, Long Island y Cape Breton, en la costa atlántica de Canadá. Ambos se sentaron para la entrevista en una de las salas de la exposición Richard Serra. Drawings 2015-2017, que reúne hasta el 24 de septiembre sus dibujos más recientes. Las series Rambles, Composites, Rifts y las últimas Rotterdam Horizontals y Verticals, concebidas ad hoc para la muestra, conforman un recorrido en el que las sutiles variaciones de blanco y negro van ganando en tamaño con efectos hipnóticos.

Para hablar de sus intenciones sin traicionarlas, Serra traía una cuartilla con un discurso anotado: “El dibujo es una actividad mucho más íntima que la escultura. La respuesta entre lo que haces y lo que obtienes con eso que haces gana en rapidez y tiene mucho más que ver con la conciencia de tus actos. Mis dibujos no imponen nada, ni pretenden ser una representación. No quiero que sirvan de metáfora, o evoquen algo preexistente. Su cometido es refutar el lenguaje sabiendo que eso es imposible; todo lo interpretamos a través de él. Es esa en definitiva la función última de la abstracción: desmentir las lecturas superficiales. Para mí, el dibujo es una rutina diaria, un sitio al que acudo en busca de alimento”.

'Rotterdam Vertical #10', dibujo de Richard Serra expuesto en el museo Boijmans.
'Rotterdam Vertical #10', dibujo de Richard Serra expuesto en el museo Boijmans.

Debido a ciertos achaques de salud, la dependencia se ha hecho más acuciante. “Por sus orígenes de clase obrera [es hijo del capataz de una fábrica de caramelos de ancestros mallorquines y de un ama de casa emigrada de Odessa], tiene una gran ética del trabajo”, explica el comisario de la muestra, Francesco Stocchi, conservador de arte moderno y contemporáneo del museo. “Necesita trabajar cada día, y eso, a su edad, solo se lo permite el dibujo”. Establecido el porqué, el artista añadió luego el cómo. Coloca materiales rugosos como resinas, pintura al pastel o tintas de silicona en “un trozo de madera razonablemente grande” que presiona sobre un papel. “A veces obtienes algo satisfactorio, y otras, no, no es posible saberlo hasta que liberas la presión”, aclara. El resultado guarda más relación de la aparente tanto con su trabajo escultórico como con su poética, que plasmó en la célebre Lista de verbos (1967-1968), que empezaba con “enrollar, arrugar, doblar, almacenar, inclinar, abreviar, retorcer” y continuaba hasta acumular 100 infinitivos.

El Boijmans puede presumir de una larga relación con Serra, que arrancó con la pieza Waxing Arcs, dos arcos de acero de 3,6 × 13,35 metros que se yerguen curvos en uno de los vestíbulos desde 1980. Entonces, él ya era conocido como un escultor que, tras aprender literatura inglesa con Aldous Huxley o Christopher Isherwood, estudiar a los muralistas mexicanos, a Brancusi o a Piero della Francesca y leer con devoción a trascendentalistas norteamericanos y existencialistas franceses (especialmente a Camus, cuyo ensayo El mito de Sísifo cita en el catálogo de Róterdam), destacó como parte de aquella tribu del posminimalismo neoyorquino que se dedicó a repensar las formas, las actitudes y los materiales.

Llamó la atención por primera vez en 1968 en la galería de Leo Castelli con sus películas y con una pieza en la que arrojó plomo derretido a la pared. Cuando a finales de los setenta aterrizó en Holanda, país donde le veneran, lo mejor aún estaba por llegar. Su gran obra es, casi nadie lo duda (tampoco él), La materia del tiempo, ocho gigantescas esferas, espirales y elipses de acero que suponen algo así como el final de su viaje al espacio y ocupan desde 2005 una emblemática galería del Guggenheim Bilbao, proyectado por Frank Gehry. Serra participó con la pieza central de ese conjunto, Serpiente, en la muestra inaugural del museo, que cumplirá 20 años en octubre. “Entonces hubo cierta resistencia a mi trabajo. Después de la primera muestra temporal probaron con otras exposiciones. Pusieron motos o zapatos; aquellos eran los años en los que [el director de la fundación neoyorquina] Tom Krens quería reventar la taquilla a toda costa… Al final se dieron cuenta de que era un espacio muy difícil de doblegar. Y me llamaron. Acepté con la condición de mantener un solo lenguaje, que aquello pudiera leerse como una única pieza. Bilbao ha cambiado mucho desde entonces. Diría que el éxito le ha restado carácter”.

¿Dónde creo que acabó la pieza del Reina que perdieron en Madrid? Probablemente, vendieron el material para hacer maquinillas de afeitar

Su fascinación por el acero viene de lejos. Mientras estudiaba Arte en Yale se mantuvo trabajando en una planta de procesamiento del metal pesado y uno de sus más tempranos y perdurables recuerdos lo nutre una visita a los cuatro años a la Marina de San Francisco en la que quedó “maravillado al ver cómo se movían esas grandes masas de un lugar a otro”. Y a eso en cierta manera se ha dedicado: “A aplicar por fin los avances de la Revolución Industrial en el tratamiento del acero en el arte” y a tratar asuntos como el “potencial gravitacional, el peso, la densidad y el equilibrio” con obras de decenas de toneladas.

Su relación con el arte público, hábitat natural de estas, no siempre ha sido fácil. Aún recuerda con amargura cómo la burocracia acabó por derribar su pieza Titled Arc (1981), instalada en el Bajo Manhattan, tras ocho años de controversia. O cuando recompró dos de sus esculturas instaladas en un parque bilbaíno al saber que iban a subastarse. Aquello se interpretó como otra de sus objeciones al mercado. “Es innegable que todos estamos metidos en él. El problema es que lo domina todo. Cada generación tiene lo que merece, y la actual parece encantada con los grandes negocios. Es más difícil que nunca para un artista decir que no. Todo se estropeó en los ochenta, cuando los creadores empezaron a mezclarse con los famosos. Venían de otro lugar, tenían otra educación; querían una parte más grande del pastel. Y la tuvieron”.

La más sonada de sus polémicas en España fue, con todo, la desaparición en algún punto entre 1992 y 2005 de un almacén de Madrid de Equal Parallel/Guernica-Bengasi (1986), propiedad del Reina Sofía, museo que hoy la expone en su colección permanente en una versión de 2007. “Me decanto por pensar que la vendieron para fabricar maquinillas de afeitar”, bromea.

“No creo en el arte civil”, añade, “ni en trabajar pensando en lo que la gente necesita de tu escultura. Eso implicaría moverse en algo tan voluble como el consenso, y los buenos artistas son los que obedecen solo a sus instintos. El mejor arte es intrínsecamente inútil, y cuanto más inútil, mejor resistirá al tiempo”. Precisamente por su utilidad “propagandística” no le interesa el arte político, aunque sus prácticas no se libren de las lecturas políticas. Uno de los últimos hitos de su carrera fue la instalación en 2014 de cuatro monolitos en el desierto de Qatar. A la pregunta de si le creó un conflicto aceptar el encargo de la Autoridad de los Museos del Estado árabe, a la que se suele atribuir un papel determinante en la distorsión del mercado a base de romper límites de lo que pueden llegar a pagar para atraer a los grandes nombres, Serra respondió: “Cuando acepté, desconocía la situación del país. Simplemente llegué y vi que las condiciones para desarrollar el proyecto eran óptimas. Hay ciertos lugares en los que no trabajaría [‘Arabia Saudí’, apunta su esposa], aunque no veo mucha diferencia entre los cataríes y los grandes coleccionistas de EE UU”.

Un par de semanas después del encuentro, el artista envió un correo electrónico para redondear su explicación y hacer justicia así a su fama de escultor también de sus propias ideas. “Tras darle vueltas a nuestra conversación en Róterdam, deseo apuntar lo siguiente: hay dos posiciones que un artista puede tomar; comprometerse políticamente o responder a sus propias necesidades internas. Ambas opciones estaban claramente representadas por Sartre y Adorno. El primero emprendió el camino de la política, Adorno apostó por articular individualmente su propia estética, divorciada de la ideología, en algo que entendía como una forma de resistencia política. Yo siempre me he inclinado por la opción de Adorno”.

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Sobre la firma

Iker Seisdedos
Es corresponsal de EL PAÍS en Washington. Licenciado en Derecho Económico por la Universidad de Deusto y máster de Periodismo UAM / EL PAÍS, trabaja en el diario desde 2004, casi siempre vinculado al área cultural. Tras su paso por las secciones El Viajero, Tentaciones y El País Semanal, ha sido redactor jefe de Domingo, Ideas, Cultura y Babelia.

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