¿Merece la pena cambiarse al “pan proteico”?
En la creciente oleada de vender productos de siempre con extra de proteínas, el pan no ha pasado desapercibido para la industria alimentaria. Analizamos sus cualidades para saber si es recomendable consumirlo


El pan, último bastión, el representante por excelencia de los hidratos de carbono, el alimento que aparecía automáticamente en nuestra imagen mental como ejemplo incontestable de este nutriente también ha sucumbido a las tendencias y a la palabra de diosito influencer y se ha convertido en otro alimento proteico. ¡Tachán!
En la zona de panes envasados de prácticamente cualquier supermercado ya podemos encontrar un par de opciones que, con sus envases elegantemente diseñados para que destaque el color negro –que el marketing ha decidido adjudicar a los productos proteicos por motivos nada inocentes, como reflejó la periodista Analía Plaza en este artículo–, nos seducen en un contexto en el que los hidratos de carbono son la versión nutricional de Milei para los criptobros y huir de ellos nos parece la opción más saludable posible.
Mi pan adorado, ¿tú también, hijo mío?
Tenía que pasar. Por un lado, el miedo a los hidratos de carbono alimentado por propuestas dietéticas como la paleo, la keto o la famosa Dukan y sus variables. Miedo que mete en un mismo saco los azúcares libres del Redbull, los intrínsecos de la fruta y los hidratos de carbono complejos de los cereales integrales o las verduras. Todos al saco de “nutriente a evitar”, como en su día pasó con las grasas. Hoy pocas personas evitarían un chorro de aceite de oliva virgen en la ensalada, pero estas ideas sobre los nutrientes son tan potentes que ha costado décadas revertir esa aversión y todavía colean algunos ramalazos.
Por otro, la identificación del pan como “hidrato de carbono” sin matices. Sin distinguir refinado de integral, por ejemplo, un detalle que no es menor y que hace que el pan integral –como todos los alimentos hechos con cereales integrales– entre dentro de todas las recomendaciones alimentarias por la evidencia sobre su papel en la prevención de enfermedades no transmisibles, mientras del blanco se recomienda reducir el consumo.

La línea que une en nuestra cabeza hidrato de carbono “pan - alimento a evitar” es directa e incontestable. Aunque esté equivocada, sirva como ejemplo esta revisión Cochrane sobre las dietas bajas en carbohidratos frente a dietas equilibradas en consumo de carbohidratos para reducir el peso y el riesgo cardiovascular. Esto nos presenta un problema porque choca con nuestras preferencias alimentarias y nuestra cultura gastronómica. No pasa nada: ante un problema, real o imaginario, hay una industria alimentaria que saca provecho.
¿Cómo se hacen los panes “proteicos”?
No es que en un pan “normal” no encontremos proteínas; de hecho, el gluten es una red formada por proteínas y agua tras el amasado. Pero es cierto que en el pan el nutriente mayoritario son los hidratos de carbono complejos, el almidón, que supone aproximadamente un 47-50 % de su peso si hablamos de pan fresco y un 70-75 % en el pan tostado tipo biscote. Las proteínas están muy por detrás, con un 8-9 % del peso del pan fresco y un 12-15 % en el tostado.
¿Cómo se consigue invertir esta relación? Claro, añadiendo proteínas y reduciendo los hidratos de carbono. Pero en un alimento elaborado básicamente con harina la cosa no es tan fácil, y tecnológicamente supone un reto. El gluten de la harina aporta elasticidad, extensibilidad y cohesión a la masa, atrapa agua y las burbujas de gas y, de esta forma, se obtiene lo que reconocemos como pan. Si se cambia la composición los nuevos ingredientes pueden afectar a la formación del gluten y no solo se modifica la textura, también el aroma, sabor y apariencia del pan.
Para que el resultado final sea lo más parecido posible al original, se suelen añadir ingredientes que tengan una gran cantidad de proteína, como los concentrados de proteína, con más de un 65 % de este nutriente o los aislados de proteína, con más de un 90 %. De esta forma se consigue aumentar este nutriente en el alimento final reduciendo parcialmente la cantidad de harina. Suelen ser ingredientes de origen vegetal, como las legumbres y pseudocereales, que además aportan propiedades tecnológicas interesantes para conseguir un buen resultado final, como capacidad de retener agua, emulsificar o formar geles.

También podrían emplearse algunos de origen animal, como proteína del suero y caseína de la leche o clara de huevo, que ofrecen propiedades similares, pero es menos frecuente en panes comerciales (aunque aparecen como ingredientes habituales en las recetas de pan proteico casero). No podemos olvidarnos del ingrediente estrella de los bulos antiwoke, la harina de insectos.
Aquí va un inciso. Efectivamente, desde 2023 en toda la Unión Europea se puede usar polvo de grillo doméstico en panes, panecillos multicereales o colines (entre otros alimentos). No te van a colar grillo por harina de trigo: solo tienes que leer la lista de ingredientes para comprobar si la lleva o no, la encontrarás como “polvo parcialmente desgrasado de Acheta domesticus (grillo doméstico)”. Considerando, además, que culturalmente produce bastante aversión, aventuro que su uso va a ser puramente testimonial y como elemento diferenciador, un reclamo para consumidores que quieran nuevas experiencias.
En cualquier caso, cualquier cambio en la composición va a tener un efecto sobre las características sensoriales del pan. Si tienes curiosidad por saber cómo afecta tecnológicamente la adición de ingredientes proteicos a la receta del pan, en este estudio tienes un análisis detallado. La esponjosidad, dureza, cohesividad, elasticidad, masticabilidad o color se incrementan o reducen según el tipo y cantidad de proteína añadidos. Estas características son más uniformes en los panes tostados, por lo que el pan proteico en formato biscotes se parece más al pan original que cuando se presenta en otras versiones como el pan de molde, que suele ser más parecido a la textura de un bizcocho.
¿Nutricionalmente merecen la pena?
Nos encontramos con panes que tienen unos 25 gramos de proteínas por cada 100 en el caso de los frescos y hasta 45 en los tostados, muy por encima de los valores que veíamos en los panes convencionales. Mientras, los hidratos de carbono bajan a unos cinco gramos por cada 100 de pan fresco y 15 por cada 100 de pan tostado. ¿Esto justifica que nos cambiemos a estos panes? Vayamos por partes. Por un lado, pretender apartar los hidratos de carbono de nuestra dieta no está justificado. Son una fuente de energía básica que, en el caso de los alimentos integrales, va acompañada de compuestos nutricionalmente interesantes como la fibra o fitonutrientes.
Tenemos que pensar también con qué lo estamos comparando, y el precio de cada uno. Si la elección es entre un pan blanco y un pan proteico, probablemente los proteicos sean una opción mejor, pero no está tan claro si lo comparamos con un pan integral, especialmente si tenemos en cuenta el consumo que hacemos de pan y cómo es nuestra dieta. ¿Es el pan integral el cereal básico que tomamos a lo largo del día? Pues no parece que tengamos que cambiar una de nuestras fuentes diarias de hidratos de carbono por una versión que prácticamente los elimina y cuyo precio oscila entre los 10 y los 20 euros el kilo, cuando encontramos distintos formatos de pan 100 % integral a unos cuatro euros. Por último, pero no menos importante, hay que tener en cuenta la composición del pan proteico. Valorar los ingredientes que no son proteína: ¿lleva grasas de calidad?, ¿cuánta sal tiene? Y, claro, su ingrediente estrella, el tipo de proteína que se haya usado para enriquecerlos (no es lo mismo proteína de soja que gluten de trigo, por ejemplo).

A propósito de esto, si en un pan proteico leyésemos “muy alto en gluten”; que es lo que ocurre cuando se elabora con más “proteína de trigo”, seguro que nuestra imagen de él cambiaría. Las modas nutricionales nos confunden para gloria de la industria alimentaria, que aprovecha miedos injustificados para vendernos pan sin gluten a la vez que uno “híperglutenizado” (como ya contamos en El Comidista a colación del pan para runners). Al final es una cuestión de cómo generamos ideas alimentarias basadas en mensajes con los que nos martillean a diario. Este parece un pan que alimenta fundamentalmente la glorificación de las proteínas y el miedo a los hidratos de carbono.
Proteínas everywhere, nutricionismo por doquier
El periodista Michael Pollan popularizó en su libro In defense of food –traducido como El detective en el supermercado–, el concepto de nutricionismo acuñado por el investigador Gyorgy Scrinis. Esta idea se refiere a “la comprensión reduccionista de los nutrientes como indicadores clave de alimentos saludables, un enfoque que ha dominado la ciencia de la nutrición, el asesoramiento dietético y el marketing de alimentos”.
Scrinis sostiene que esta perspectiva ha reducido y, en algunos casos, distorsionado nuestra apreciación de la calidad de los alimentos, de modo que incluso los alimentos altamente procesados pueden percibirse como saludables dependiendo de su contenido de nutrientes “buenos” o “malos”. Es el escenario ideal en el que se mueve la industria alimentaria: fíjate en lo que tengo y presta atención también a lo que no tengo. Olvídate del alimento que tienes delante, aunque sean productos claramente nocivos para tu salud como cereales de desayuno, galletas o un batido de chocolate. Tú céntrate en que tienen fibra, hierro o no llevan aceite de palma.
A la receta se suma que el intento de comprender el efecto de los distintos nutrientes en nuestra salud se ha centrado en estudiarlos por separado, sin tener en cuenta el alimento completo. Esto era un enfoque necesario en los albores de la ciencia de la nutrición, porque había que entender la función de cada uno de ellos. Pero se convirtió en el vehículo perfecto para que, como si de cada una de las eras de Taylor Swift se tratara, cada nutriente haya tenido sus años dorados.
Tendencias circulares donde la industria siempre gana
Como describe Darius Mozaffarian en Historia de la ciencia de la nutrición moderna: implicaciones para la investigación actual, las pautas dietéticas y la política alimentaria, los años 60 y 70 fueron los de las grasas y los azúcares. Finalmente, las grasas se impusieron como nutriente responsable de todos los males con, eso sí, un buen empujón de la industria del azúcar, como desveló una comunicación publicada en JAMA en 2016, para que el foco se alejara de su producto (aunque desde los años 50 empezaban a vislumbrarse sus efectos sobre la salud). Así que en las décadas siguientes el boom del “sin grasa” copó los lineales del súper y los niños de los 80 crecimos entre leche desnatada y quesos frescos “0 % materia grasa”. La tendencia cambió en las dos primeras décadas de los 2000 –los estudios nos dicen que no todas las grasas son malas, ni de lejos– y el azúcar empezó a preocuparnos: hora del “0 % azúcares añadidos” y el “sin azúcar”.

Con un mercado copado con estos productos, los reclamos sobre la grasa y el azúcar están “quemados” y queda poco margen para innovar. Pero queda un nutriente con el que la industria alimentaria puede jugar dando la vuelta al enfoque, “destaquemos el aparentemente “único nutriente bueno” que puede haber, las proteínas”. Hay que convencer de que la proteína es el nutriente top, que la respuesta a lo que estás buscando –perder peso, ganar músculo, evitar enfermedades no transmisibles o mejorar el aspecto de tu piel– pasa por subir tu consumo de proteínas (cuando no te meten miedo con déficits proteicos que raramente se dan en nuestro contexto). Resumiendo, tú lo que necesitas es más proteína.
Empieza un juego de retroalimentación en el que participan diferentes actores. Lo que empezó en el ámbito concreto de las dietas de adelgazamiento con la propuesta hiperproteica del infausto Dukan –expulsado del colegio de médicos en 2014 por su mala praxis– ya ha llegado a toda la población. Las redes sociales se llenan de contenidos sobre proteínas. La calidad de las publicaciones es variable, igual que su fiabilidad, y sus creadores tienen más o menos autoridad; ya hemos hablado de los peligros que suponen que figuras con formación como los sanitarios se suban al carro de las tendencias, pero está en la conversación.
Resulta que llegas al supermercado y en cada sección empieza a haber productos que destacan la palabra “proteína”. Y en las redes aparecen reels y posts en los que se habla de estos productos, se promocionan lanzamientos y se hacen reviews sobre su calidad nutricional. Mientras, en varios medios de comunicación se publican “artículos” –publirreportajes, pagados directa o indirectamente– hablando sobre el nuevo yogur, postre, bebida o crema hiperproteicos de ese súper que no hace publicidad. Y no hace falta más, porque estás convencido de que los necesitas a riesgo de desarrollar una sarcopenia si no hay al menos un par de ellos en tu cesta de la compra. La banca gana, otra vez.
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