Por qué comer menos carne roja y procesada: de la relación con el cáncer a la demencia
Un estudio reciente relaciona el consumo de carne roja y sus derivados con una mayor prevalencia de deterioro cognitivo: estas son sus claves y algunas reflexiones prácticas
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El consumo de carne roja y de los derivados o procesados cárnicos se relaciona con peores indicadores y pronóstico de salud desde hace décadas. En El Comidista ya tratamos el bombazo que supuso, en 2015, aquel informe de la OMS –de la mano de la IARC, Agencia Internacional para la Investigación sobre el Cáncer– la noticia de que la carne roja y sus procesados podrían aumentar el riesgo de cáncer. Tal y como se comentó entonces, y a pesar de la importante repercusión mediática de aquel informe, el asunto del efecto que tenían estos productos sobre la salud no era precisamente novedoso.
Ciertamente entonces se visibilizó más, pero la comunidad científica venía avisando de las negativas perspectivas de tanta carne desde, al menos, principios de los noventa. El consumo de este tipo de carnes y sus derivados aparecieron después en otros estudios, que lo asociaron de forma bastante convincente con ciertas enfermedades metabólicas: diabetes y enfermedad cardiovascular e hígado graso no alcohólico (en especial en el contexto de una “dieta occidentalizada”).
Sin embargo, y a pesar de que se sabe que tanto la diabetes como la enfermedad cardiovascular están relacionadas con el deterioro de la salud cerebral, los estudios previos sobre la asociación del consumo de carne roja y sus derivados con los trastornos neurocognitivos no ofrecían resultados concluyentes.
Esta fue precisamente la motivación de los autores del estudio para tratar de profundizar en esta relación. La publicación Consumo a largo plazo de carne roja en relación con el riesgo de demencia y la función cognitiva en adultos estadounidenses halló unos resultados que se pueden resumir en un titular: la carne roja procesada, como los embutidos, incrementa el riesgo de demencia.
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Puntos a favor y en contra del artículo
Más allá de los titulares, el artículo en cuestión tiene ciertas limitaciones. No hace falta ser productor o entusiasta del consumo de carne para resaltarlas, ya que los propios autores las comentan abiertamente:
- El estudio es observacional, eso implica que, por un lado, observa una conducta en una determinada población y, por el otro, los problemas de salud que dicha población desarrolla a todo lo largo del estudio. En este caso, el consumo de los productos cárnicos, frescos o procesados y la incidencia del deterioro de las funciones cognitivas, respectivamente. Pero no se puede afirmar de forma inequívoca que una variable cause la segunda; es una característica inevitable de los estudios observacionales.
- A su favor se puede argumentar que los autores reconocen estas limitaciones y han estratificado los resultados en base a los posibles confusores que pudieran intervenir en el deterioro cognitivo: historial médico, situaciones marital y socioeconómica, y resto de ingesta dietética (además de la presencia de carnes rojas y derivados), entre otras.
- A su vez, también puede ser motivo de debate la forma en la que se obtuvieron los datos ya que tanto la historia dietética y la situación de deterioro cognitivo fue autoreportada por los participantes mediante encuestas telefónicas. No obstante, teniendo en cuenta que todos los participantes eran profesionales de la salud, se considera que la “calidad” de los datos reportados sería en todo caso mayor que si se recopilasen entre la población general.
- Por último, los autores dejan bien claro que estos resultados son aplicables a la muestra en estudio que era muy concreta: profesionales de la salud y principalmente blancos. El estudio sostiene que, por tanto, los resultados deben aplicarse con cautela, en especial si se consideran otras poblaciones de características diferentes, ya sea por la raza, etnia, sexo y género no binario.
Teniendo en cuenta todas estas circunstancias los autores son contundentes en sus conclusiones y en el marco descrito: entre los participantes, aquellas personas que tienen una mayor ingesta de carne roja, en particular de carne roja procesada, se observa una asociación con un riesgo mayor de desarrollar demencia y presentar una peor función cognitiva. Por tanto, recomiendan reemplazarlos con otros alimentos también ricos en proteínas, como pescado, aves, huevos, lácteos bajos en grasa, frutos secos y legumbres, lo que podría tener beneficios sustanciales para mantener la salud cognitiva.
¿Qué se entiende por carne roja y por derivados cárnicos?
Más allá del estudio, es preciso recordar que la discriminación cromática de la carne ha sido y sigue siendo motivo de debate; tanto como determinar qué son y qué no los mencionados “derivados o procesados cárnicos”. ¿Caen dentro de la misma categoría las salchichas de Frankfurt y la cecina de vaca?; ¿acaso el consumo de paté de hígado cerdo y el de jamón ibérico de bellota incrementan igual el riesgo sobre la salud? El lío es cochino. Por tanto, tal y como se expuso en esta entrada, sería preferible concretar a qué se refiere nuestro interlocutor –o el estudio en cuestión– cuando emplea estos términos.
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Afortunadamente, los autores del estudio en el que se aborda el deterioro cognitivo definen y acotan –más o menos– estos términos. En el caso de la carne roja sin procesar, se refieren a aquella que procede del ganado vacuno, del cerdo o del cordero, ya sea como parte de una receta al uso; en el plato, dentro de un bocadillo o en forma de hamburguesa. Los autores definen también la carne roja procesada como el bacon –tocino o panceta– las salchichas tipo Frankfurt, salchichas kielbasa (una variedad de salchicha polaca al estilo de las anteriores que suele ser de cerdo, pero no exclusivamente), embutidos tipo salami –también salchichón, fuet, chorizo y afines– o mortadela, así como otros productos cárnicos procesados. Es esta última parte “otros productos cárnicos procesados”, lo que deja otra vez abierta la puerta a cierta indefinición y duda. Es lo que hay.
“Pero necesitamos proteína”
Además del aire, necesitamos más cosas para vivir: lo siguiente que nos suele venir a la cabeza es el agua; y lo siguiente son las proteínas. ¿Por qué? Porque diariamente, sí o sí, perdemos sustancias nitrogenadas, típicamente en forma de urea y mayoritariamente con la orina. Ese nitrógeno solamente puede provenir de un sitio, de los aminoácidos y de las proteínas que en general se construyen con ellos. En este metabólico contexto, nuestra fisiología conlleva un continuo deshacer y rehacer de proteínas, lo que implica un incesante recambio de las mismas.
Para que nos hagamos una idea de la tasa de renovación proteica, se estima que una persona de 70 kilos renueva sus proteínas con una tasa de 100 gramos por día. El ciclo de la urea; imprescindible para la eliminación de productos nitrogenados y para generar el mecanismo de concentración de la orina, implica, por tanto, perder aminoácidos. Lo que nos lleva a tener que reponerlos a partir de las proteínas que encontramos en los alimentos que consumimos.
A vueltas con la biodisponibilidad
Si se piensa en alimentos que sean fuentes de proteína, la primera respuesta suelen ser los alimentos de origen animal. Y es cierto, pero solo en parte. Si consultamos una base de datos de composición de alimentos podemos encontrar el dato de que, de media, 100 gramos de carne magra aporta unos 20 de proteína, pero también que 100 gramos de pan, además de carbohidratos; aportan alrededor de nueve de proteína. Si seguimos con los consabidos 100 gramos de alimento (y en crudo) resulta que el arroz aporta unos siete de proteína, la pasta 12, la lenteja y los cacahuetes 25, las pipas de girasol 27, y suma y sigue.
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No solo hay proteína en el reino animal; ni mucho menos. Y todas esas proteínas están constituidas por los mismos –ni unos ni otros– los mismos aminoácidos con los que los animales conforman sus proteínas. Las proteínas sí que pueden ser diferentes, pero los aminoácidos, en general, no. Esto es así porque las macromoléculas conocidas como proteínas están presentes en todos los reinos de los seres vivos porque cumplen funciones esenciales y universales para la vida.
De hecho, y desde un punto de vista estrictamente biológico, a nadie se le escapa que todos los seres vivos, absolutamente todos, tienen un código genético que además de ser universal tiene una función única: a partir del mismo y través de la transcripción y traducción, formar proteínas. No hay más preguntas, señoría.
Menos carne no significa menos proteínas
Parece más que claro que el problema del acceso a las proteínas no está en la cantidad, ya que una adecuada selección de alimentos –dentro de un patrón dietético saludable– sirve para alcanzar las que necesitamos. ¿Las personas que han decidido optar por el vegetarianismo o el veganismo también? Sí, también, sin duda. Tal y como señala este estudio de revisión, no hay pruebas de que los habitantes de los países occidentales que han escogido el veganismo sufran un déficit de proteínas.
Con independencia de que nuestra biología y evolución haya concluido en una especie típicamente omnívora –e incluso cocinívora– existen razones personales de diversa índole (éticas, animalistas o medioambientales) que permiten seguir dietas veganas o vegetarianas perfectamente válidas. La salud también puede y debe estar entre esas razones. Un breve pero interesante ensayo clínico llevado a cabo entre 22 parejas de gemelos monocigóticos reveló que aquellos gemelos a los que se les indicó seguir una dieta vegana saludable alcanzaron una reducción de colesterol LDL, un mejor nivel de insulina en ayunas y una reducción de peso que aquellos gemelos a los que se les indicó seguir una dieta omnívora saludable durante dos meses.
Una cuestión (también) de cantidad
El problema no es el consumo de carne per se, pero sí el de tanta carne y derivados, especialmente en España. Según los datos de la FAO, en 1961 en España el consumo de carne era muy similar al de la media mundial, unos 20 kilos anuales per cápita. Mientras en el resto del mundo esta cifra ha alcanzado los 40 kilos anuales en 2021, en España ronda los 100, frente a los 77 de media en los países europeos.
Al mismo tiempo que se ha disparado el consumo de carne roja y de los derivados cárnicos, el interés por la ciencia por su posible relación con problemas de salud ha fructificado en un importante volumen de literatura científica que, resumiendo, advierte de las malas relaciones de este consumo con los intereses de la población en materia de salud. Casi no importa qué condición: diabetes, enfermedad cardiovascular, cáncer y, ahora además, demencia y deterioro cognitivo: por estas razones y por muchas más, principalmente medioambientales, comer menos carne es un consejo que cada vez tiene más sentido.
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