Somos cocinívoros: cómo la cocina cambió para siempre nuestro aparato digestivo
Cocinar los alimentos modificó de forma drástica la anatomía y fisiología del ser humano y nos hizo diferentes al resto de los animales. Tanto que ya no es una elección: una dieta crudívora estricta implica problemas de salud
Existe una amplia diversidad de características que nos diferencian del resto de animales: el ser humano es, por muchas razones, distinto. Al margen de las cuestiones culturales y sociales, nos distinguimos de forma muy significativa por ciertas características anatómicas y fisiológicas. Una de ellas, la más clásica, es el famoso desarrollo cerebral; pero hay otras: una de las más elocuentes, aunque poco conocida, refiere a las particularidades de nuestro aparato digestivo.
Diferencias que no solo se concretan en el tracto gastrointestinal propiamente dicho, también las encontramos en la forma de la mandíbula, la de las piezas dentales y en nuestra eficacia masticatoria (muy deficiente si la comparamos con cualquier otro animal). Somos muy distintos del resto de animales. Incluso del resto de primates, nuestros parientes vivos más cercanos. Desde el albor de los tiempos esas diferencias han formado parte de un proceso evolutivo en el que el fuego tuvo un papel determinante: no es que evolucionáramos hasta controlar el fuego, sino que, gracias a él se propiciaron una serie de cambios asombrosos.
El origen de las diferencias
Se ha estudiado y especulado mucho sobre las causas de las diferencias mencionadas, pero hasta hace relativamente pocos años no se ha puesto de relieve la importancia, crucial, de ser el único animal que cocina. De hecho, no se conoce ningún grupo de humanos que no cocine. Así que posiblemente, cocinar explique si no todas esas diferencias, sí una parte muy importante, hasta el punto que para los humanos hacerlo ya no es una elección.
El conjunto de diferencias alimentarias entre animales nos ha ofrecido la típica clasificación dietética con animales carnívoros, omnívoros, herbívoros, frugívoros, etc. Según ella, los humanos entraríamos en el grupo de los omnívoros. Sin embargo, si no pudiéramos preparar y cocinar los alimentos como hacemos, es más que posible que nos enfrentáramos a graves deficiencias tanto calóricas como de ciertos nutrientes esenciales. Por tanto, debido a que los humanos tenemos una dependencia obligada de la cocción y otras técnicas de preparación y conservación de alimentos, deberíamos agruparnos bajo otra característica. Nuestra especialización dietética más relevante es la de consumir alimentos cocinados: es decir, somos cocinívoros.
La paradoja energética
En base a sus características biológicas el ser humano podría ser considerado un despilfarrador energético, ya que su gasto es especialmente elevado cuando lo comparamos con el de otros mamíferos. Este interesante estudio comparó el gasto energético entre humanos y los chimpancés con quienes compartimos el 98% del material genético. Así, para realizar una misma labor -cazar-recolectar- los machos adultos humanos gastan un 44% más energía que sus homólogos chimpancés.
Hay muchos más datos, y todos van en la misma dirección: machos y hembras gastamos mucho más que nuestros parientes más cercanos, sin entrar a considerar las excepcionales demandas energéticas del cerebro. Estas diferencias podrían explicarse con facilidad siempre que los humanos dedicáramos más tiempo a la obtención de energía o bien si tuviéramos estructuras digestivas más eficientes (o ambas cosas al mismo tiempo). Pero la realidad no puede ser más distinta.
Los chimpancés mastican su comida de cuatro a seis horas al día, mientras que los humanos apenas invierten una hora en esta actividad. Además, en comparación con los primates no humanos, tenemos cavidades orales más pequeñas, mandíbulas y dentición reducida, y músculos masticadores más pequeños y menos potentes. Incluso nuestro aparato digestivo es, proporcionalmente, más corto (y por tanto menos eficaz).
Por si esto no fuera suficiente, la inversión fisiológica de los humanos en la digestión resulta ser más baja de lo esperado: gastamos en ella entre el seis y el 7% de la energía, en comparación con el promedio de mamíferos que invierten del 13% a 16% del gasto total. En resumen: gastamos mucha más energía y disponemos de muchos menos recursos biológicos para su obtención ¿cómo se explica esta paradoja?
La digestión subrogada
Todos los trabajos científicos que abordan estas cuestiones coinciden en definir el cocinado como el uso del calor para preparar alimentos. Existen otras formas de procesar y manipular los alimentos tales como el troceado, molido, la fermentación, etcétera. Pero ninguno de estos procesos sirve para explicar por sí solos o en su conjunto las ganancias nutricionales netas debidas al cocinado.
Solo la aplicación del calor, en virtud de la forma y del tiempo, va a redundar en una transformación significativa de la matriz alimentaria -ya sea animal o vegetal- suficiente para entender en gran medida la singularidad humana al respecto de su eficiencia energética en el uso de alimentos. El cocinado favorece la disminución del esfuerzo necesario para el procesado de alimentos: menor masticación, menor necesidad de enzimas digestivas y menor tiempo de digestión total. Y, además, propicia una accesibilidad superior a la energía y a los nutrientes en el alimento cocinado frente al crudo.
El enorme ahorro de no enfermar
Cocinar, más allá de las cuestiones estrictamente nutricionales y de la inversión frente a la obtención de energía, aporta importante un valor añadido: el calor higieniza, y en algunos casos esteriliza, los alimentos. Algo que en el caso de los hombres primitivos tuvo que representar un paso de gigante en el uso de recursos fisiológicos, y por tanto en el camino de la evolución. El estudio The energetic significance of cooking deja encima de la mesa algunas reflexiones asombrosas. Según sus cálculos, cocinando como se cocina, el coste energético medio debido a la regulación del sistema inmune por el impacto de las enfermedades alimentarias equivale al gasto energético de un único día en el contexto de una vida de 75 años.
Sin embargo, si los consumidores no cocinaran sus alimentos, se enfrentarían a un gasto energético equivalente al de 6,9 años. Para que se entienda mejor, estos cálculos apuntan a que, si no se cocinaran los alimentos, los consumidores enfermaríamos una media de 42 veces al año e implicaría tener fiebre durante 145 días cada año (con el correspondiente incremento del gasto de energía a razón de un 13% más por cada grado de fiebre). Todo ello, claro está, si se consiguiera salir con éxito de cada toxiinfección; y al año siguiente otra vez.
Por su intestino los reconoceréis
La mayor parte de especies animales están muy especializadas en lo que a su nutrición refiere. Es decir, que las distintas especies pueden alimentarse a partir de un cierto catálogo de opciones, pero no con otras. En el caso de los considerados “animales superiores” -una terminología obsoleta pero que usaré por ser especialmente visual- la diversidad anatómica del tracto digestivo es asombrosa tal y se pone de relieve en este estudio. En comparación con el tracto digestivo de los seres humanos:
- En el de los cerdos, animales omnívoros, su intestino delgado tiene prácticamente el doble de longitud.
- En el caso de los orangutanes, típicamente frugívoros pero que en ocasiones consumen carne y por lo tanto se consideran omnívoros, sucede prácticamente lo mismo: la longitud de su intestino delgado es mucho mayor que la de los humanos.
- El perro, un carnívoro típico, tiene un colon mucho más corto que el humano, así como un ciego reducido. Esta parte anatómica, el ciego, puede adoptar infinidad de morfologías entre las distintas especies en relación con las características de su dieta.
- En el caso de cualquier especie herbívora, ya sean rumiantes como las ovejas o no rumiantes -como los caballos o los canguros- encontramos amplios espacios intestinales dedicados a la fermentación del material alimenticio.
- Por su parte, los koalas, que son mamíferos especializados en el consumo casi exclusivo de hojas de eucalipto tienen un intestino delgado muy reducido y un amplio intestino grueso.
Estos pocos ejemplos sirven para poner de relieve que ningún mamífero se las ha ingeniado para ser un digestor universal. Al contrario, todos se han especializado en comer de esto, pero no de aquello. Tras observar sus características digestivas y compararlas con las de los humanos, queda claro que nuestras opciones alimentarias deberían ser mucho más escasas que las que realmente son, y que si se han diversificado hasta el punto de hacerlo como lo hacemos, ha sido gracias al cocinado de los alimentos.
El crudivorismo (raw-food diet) ya no es para nosotros
Ya sabemos que de tanto en tanto el raw-food es trending topic. Cada cierto tiempo tenemos a algún influencer de inteligencia distraida dando la brasa con las hiperbólicas maravillas de comer así o asá, en este caso sin comer nada que se haya calentado más de 48ºC. El límite se ha puesto en 48ºC porque se supone que es la temperatura máxima “natural” a la que puedes encontrar los alimentos calentados por la acción del sol. Pero a los ojos de la ciencia esas supuestas maravillas son trending utopic: lo dicen un buen número de estudios.
En general, las dietas estrictas con alimentos crudos cuentan con un importante riesgo de ser insuficientes en el aporte de energía y de ser deficitarias en ciertas vitaminas y minerales. No hay muchas publicaciones que aborden las consecuencias de una dieta crudivegana, pero la evidencia disponible apunta a que los crudívoros tienen un rendimiento fisiológico comprometido. Así, los crudiveganos tienen un Índice de Masa Corporal (IMC) más alto que los que principalmente comen alimentos crudos. La mediana del IMC de adultos sanos que consumían dietas vegetarianas cocinadas fue de 23,7 (mujeres) y 24,3 (hombres), en comparación con 20,1 (mujeres), 20,7 (hombres) para aquellos que consumían predominantemente alimentos crudos.
Al mismo tiempo y en el mismo estudio se puso de relieve la ausencia de menstruación en el 23% de las mujeres en edad fértil que consumían al menos el 70% de sus alimentos crudos. Ausencia que se observó en el 50% de las mujeres que dijeron seguir una dieta cruda al 100%. La razón, de nuevo, es probablemente, la característica de que la dieta sea cruda: las cifras de amenorrea en la población femenina vegetariana que cocina son las mismas que en la población general. Además, la inclusión de carne (cruda) no mejora el resultado de las mujeres crudívoras: el coste energético, más bien el déficit, de comer crudo es evidente.
Al respecto de estos datos hay que tener en cuenta que se refieren a crudívoros que son al mismo tiempo miembros de comunidades urbanas, donde los niveles habituales de actividad son más bajos que los observados en las comunidades tradicionales de cazadores-recolectores o pastores. Sus elecciones alimentarias, aunque consumidas crudas, son de una especial calidad dentro de las elecciones posibles (semillas, brotes, frutas, frutos secos y cereales y aceites vegetales vírgenes). Un análisis nutricional sugirió que, con una dieta basada en alimentos silvestres crudos, el valor energético sería menor, hasta el punto de dificultar la supervivencia y la reproducción.
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