La velocidad importa: por qué comer fruta es más saludable que beberla
Hemos repetido hasta la saciedad que es mejor tomar una pieza de fruta entera que un zumo o un batido, pero ¿por qué? La respuesta está, entre otros factores, en el tiempo de consumo
Ni la identidad del asesino Zodiac ni las desapariciones del Triángulo de las Bermudas le llegan a la suela de los zapatos al verdadero misterio que nos desvela por las noches: ¿cómo es posible que una fruta entera sea el paradigma de la salud y la misma fruta, la mismita, sin hacer nada más que exprimirla sea la encarnación del mal que ríete tú de Damien de La Profecía? ¿Por qué los nutricionistas incitamos constantemente a que comas más verdura, pero renegamos de los batidos verdes que tienen mogollón de hortalizas como los vampiros huyen de los crucifijos?
O una de nuestras turras más legendarias: al triturar la fruta se liberan los azúcares. “Pero, alma de cántaro, si voy a masticarla igual, ¿qué más da que lo haga yo o que lo haga la túrmix?” Si me hubieran dado un euro por cada vez que escucho este original argumento, a estas alturas me dedicaría a contar mis billetes desde un enclave paradisíaco, no a dejarme las neuronas interpretando estudios sobre nutrición para que al final te fíes más de la última influencer de TikTok.
Las conspiranoias de Iker –Jiménez o Casillas, tanto da, que da lo mismo– son de aficionado en comparación con el fenómeno de alimentos saludables convertidos en satanás por obra y gracia del exprimidor. Así que prepárate, porque nos subimos a la nave del misterio nutricional para que descubras por qué, aunque los ingredientes sean idénticos, beber y masticar no es lo mismo (y que lo que bebes, cuenta).
Saciarse o no saciarse, esa es la cuestión
Tienes hambre, comes, dejas de tener hambre hasta que vuelves a tenerla. Simple, ¿verdad? Al fin y al cabo, tiene que ser un proceso sencillo porque sentir hambre es básico para mantenernos con vida. Error: ni el hambre ni la saciedad son procesos simples. Lo que llamamos popularmente “saciedad” es lo que hoy nos ocupa, y digo popularmente porque usamos el término “saciedad” para referirnos a la saciación. No son lo mismo: la saciedad es el proceso que se produce tras comer y que hace que no volvamos a tener hambre hasta un tiempo después. La saciación es el fenómeno que nos conduce a finalizar una comida, la sensación de “estar llenos” que hace que no comamos más, así que condiciona el tamaño de nuestras comidas.
¿Cómo funcionan estos procesos? ¿Qué es lo que nos hace dejar de comer y no volver a tener hambre en unas horas? En Control del apetito: aspectos metodológicos de la evaluación de los alimentos se explica que nuestra ingesta es aprendida y que depende de dos tipos de señales: las señales sensoriales y las señales metabólicas, gracias a las que establecemos un aprendizaje sobre los alimentos (si nos gustan o no, o si van a resultar lo suficientemente saciantes hasta la siguiente comida).
Las primeras señales están relacionadas con el olor, el aspecto, el olor o el sonido –sí, el sonido– de los alimentos (no en vano un Premio IG Nobel se otorgó al desarrollo de una patata chip con el crujido perfecto). Estas son las que determinan qué comemos, desde el mismo momento de escoger el alimento. Las señales metabólicas son las que nuestro tracto gastrointestinal envía al cerebro a medida que ingiere comida para decirnos cuándo parar. Lo consigue liberando hormonas como la grelina o la colecistoquinina o mediante señales mecánicas, como las de los receptores del estómago cuando detectan que se distiende a medida que se va llenando de comida. Son las señales que condicionan cuánto comemos.
Los dos tipos de señales se registran en nuestro cerebro y aprendemos que si comemos determinados alimentos nos sentimos más o menos llenos y también que algunos alimentos hacen que tengamos hambre otra vez a los cinco minutos, mientras otros nos ayudan a pasar la mañana entera sin acordarnos de la comida, y se genera un aprendizaje. Aquí entra el tercer protagonista, la parte cognitiva. A partir de nuestras experiencias con la comida nuestro cerebro puede predecir cómo de saciante es un alimento o cuánto tenemos que comer para no tener hambre hasta la hora de cenar. La parte cognitiva es la que determina en última instancia nuestros patrones alimentarios y en la que intervienen todos los actores que ya conocemos: factores que condicionan nuestra elecciones alimentarias, desde nuestros recursos económicos y el lugar donde trabajamos, a nuestro estado emocional, la publicidad o la disposición del alimento en el supermercado.
En ese aprendizaje influyen incluso nuestros horarios. Un ratito antes de tu hora de cenar ya empiezas a notar el gusanillo, pero si te vas a otro país y tienes que adaptarte a comer a las 12 del mediodía, tu cuerpo te lanza señales de hambre voraz a la hora a la que normalmente solo te tomarías un café. Esta complejidad se refleja en la “cascada de la saciedad”, un modelo científico que analiza el impacto que tienen los alimentos, los procesos metabólicos y los factores cognitivos en la saciación y la saciedad. Y creías que el cruasán de media tarde te lo comías porque tú lo habías decidido con total libertad…¡ay, animalico!
¿Qué más da sólido que líquido?
Ya intuirás que el estado físico, la estructura del alimento forma parte de esas señales sensoriales que afectan a la saciación. En la investigación Efectos de la exposición orosensorial sobre la saciedad y los mecanismos neurofisiológicos subyacentes: ¿qué sabemos hasta ahora? publicada en Nutrients, se explica que cuando metemos el alimento en la boca empieza la exposición orosensorial, se envían señales a nuestro cerebro y este se pone en modo “estamos comiendo, iniciemos la cascada de saciedad”: cuanto más potente sea el sabor y, especialmente, cuanto más tiempo pase el alimento en la boca, más intenso será el estímulo.
¿Cuánto tardas en beber medio vaso de zumo? ¿Y una cerveza? ¿Quieres que cronometremos cuánto tiempo te lleva meterte un lingotazo de gazpacho directamente desde el tetrabrik? Ya lo sabes: segundos. Consecuentemente, la exposición orosensorial dura un nanosegundo en el metaverso. La ciencia se ha encargado de evaluarlo: en este estudio se analizó a qué velocidad comemos 45 alimentos distintos. Para ello se ofreció 50 gramos de cada uno a los voluntarios con la indicación de que debían apretar un pulsador al empezar a comerlos y consumir la ración completa a la velocidad normal hasta finalizar, momento en el que paraban el cronómetro. Posteriormente esos datos se extrapolaban a gramos de alimento por minuto.
La disparidad de velocidad entre alimentos se mide en escala astronómica: en un minuto podemos beber casi 650 gramos de refresco o zumo, o 475 de leche, pero solo nos da tiempo a comer 50 gramos de huevo cocido y menos de 25 de zanahorias crudas o pistachos. Esto es consistente con varias investigaciones entre las que destaca un estudio clásico publicado en The Lancet en el que se comprobó que para consumir medio kilo de manzanas había que tirarse 17 minutos mientras que la misma cantidad hecha zumo nos llevaba...¡tachán!, 90 segundos. Y eso es crucial.
Ojo, porque esta velocidad también es mucho más elevada cuando hablamos de frutas trituradas, en puré, en batidos, en cremas y en formatos similares. Como te contamos en Dátiles: ¿forma sana de endulzar o lo mismo que el azúcar?, entre que estas presentaciones se comen mucho más rápido que las frutas enteras y que romper su estructura libera los azúcares, hay razones de sobra para recomendar encarecidamente que la fruta se coma entera.
El mínimo tiempo que pasan los líquidos en la boca es lo que hace que cuando se comparan alimentos que aportan exactamente la misma energía, los líquidos sacian mucho menos que los sólidos. En este estudio se recoge que con los líquidos ni siquiera detectamos las kilocalorías. No somos capaces de asociar los alimentos bebibles con energía, y esa puede ser una de las razones por las que las bebidas azucaradas se relacionan con mayor riesgo de sobrepeso y obesidad. Por el contrario, a mayor exposición orosensorial, comemos menos cantidad.
El curioso (o no tanto) caso de la sopa.
Ay, diosito, ¿por culpa de El Comidista vas a desterrar las cremas de verduras, caldos, sopas y purés de tus menús? ¿Relegarás tu vida a comer alimentos cuanto más firmes mejor? ¿Acabarás basando tu dieta en alimentos fibrosos y duros que tengas que masticar tanto que parezcas una vaca rumiando? Pues no. ¿No te he hablado sin parar de la importancia que tiene el tiempo que pasan los alimentos en la boca? Pues la otra cara de la moneda es que muchos alimentos líquidos pueden comerse despacito.
Es lo que pasa con la sopa, que en los estudios aparece como una anomalía porque resulta realmente saciante. Parece que la explicación a este fenómeno paranormal es muy terrenal: al comerla con cuchara la velocidad de ingesta es similar a la de los alimentos sólidos, así que la exposición orosensorial dura mucho más que la que se produce con las bebidas. Otro as en la manga es que entra en juego el factor cognitivo, el aprendizaje del que te hablaba al principio: estos alimentos se perciben como nutritivos, lo que condiciona la cantidad que consumimos y la saciación que nos producen. Así que no vamos a demonizar gazpachos, vichyssoises, ajoblanco y demás cremas de verduras, simplemente en lugar de beberlos con ansiedad, sírvetelos en un cuenquito y cómelos con una cuchara como un ser humano socializado.
Sigue a El Comidista en TikTok, Instagram, X, Facebook o Youtube.