¿Qué azúcares son saludables y cuáles hay que evitar?
El azúcar se ha convertido en la encarnación del mal, pero no todos los azúcares son iguales. Invertido, libre, intrínseco, añadido... aquí tienes una guía para saber cuáles son un "sí" y cuáles un "mejor, no".
Que el azúcar es la personificación dietética del mal es algo que casi todos sabíamos todos: hay otros villanos nutricionales, pero a su lado son malos de tres al cuarto. En la película dietética que se estrena todos los días delante de nuestros platos, en los lineales del súper, en nuestros móviles, tablets y dominicales favoritos, además del azúcar, hay otros malvados protagonistas, como el aceite de palma -del que te hablamos en este post-, los edulcorantes (aquí mismo), los temibles aditivos y tantos otros. Pero de un tiempo a esta parte, hay que reconocerlo, el azúcar gana a todos por goleada.
Es raro que a día de hoy alguien nos hable del azúcar sin más, casi siempre se le pone un apellido o se le caracteriza con un adjetivo. Con ellos se amplía información, y sirven para orientarnos sobre si estamos ante lo peor en azúcares, si esos no son tan malos o si -sorpresa- puede ser hasta bueno. Con la guía de hoy, aprenderemos a llamar a cada uno por su nombre, veremos de cuáles hay que huir e incluso los que podemos consumir sin restricciones.
Azúcar añadido (normalmente en plural, “azúcares añadidos”)
Son los más fáciles de entender: los que ha puesto alguien en lo que te estás comiendo (y no precisamente la madre naturaleza). Es el azúcar que tú te has puesto en el café, en el yogur, en tus magdalenas caseras o donde sea; pero también son aquellos que, antes que tú, ha puesto la industria en el café industrial del súper, en el yogur azucarado, en las magdalenas del vending de la oficina, etcétera. Sean muchos o pocos los que se hayan añadido a lo que sea que quieras comer, los azúcares añadidos son fáciles de identificar siempre que conozcas todas sus nomenclaturas.
Cinco países, a saber: Dinamarca, Finlandia, Islandia, Noruega y Suecia solicitaron a la Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria (EFSA) que revisara la literatura científica más reciente sobre la ingesta de azúcares y su vínculo con el incremento del riesgo de sufrir diversas enfermedades; entre ellas: obesidad, diabetes tipo II, enfermedades cardiovasculares, gota y caries dental. La respuesta de la EFSA ha sido doble: ha emitido un borrador provisional sobre la ingesta máxima tolerable de este nutriente y, además, ha puesto en marcha una consulta pública para que desde el 23 de julio y hasta el próximo 30 de septiembre se aliente a la comunidad científica y la industria implicada a realizar sus aportaciones.
De momento, en ese borrador y a la espera de que se puedan concretar cuáles son esos límites tolerables de ingesta para cada uno de los distintos tipos de azúcares, el mensaje no puede ser más claro: la ingesta de azúcares añadidos y de azúcares libres debe ser tan baja como sea posible o, como diría aquel, cuanto menos mejor. Con sentencias así, no sé qué necesidad tenemos de conocer más detalles.
Aquí se nos presenta un importante inconveniente: la industria de lo ultraprocesado ya sabe que tú sabes que el azúcar no tiene muy buena prensa, así que se las ingenia para ponerlo sin mencionarlo textualmente en la lista de ingredientes. Los azúcares añadidos muchas veces se reconocen en los ingredientes con nombres como miel, sirope o jarabe de lo que sea, panela, etcétera. Que, si bien es cierto que evitan citar la palabra maldita, no dejan de ser “sustancias azucarantes”. Los llamo así porque básicamente se ponen ahí debido a su alto contenido en azúcares. Por cierto, no es indispensable, pero buena parte de los alimentos ultraprocesados contienen azúcares añadidos.
Azúcar libre (normalmente en plural, “azúcares libres”)
Hay que reconocer que, al menos de cara a la galería, cualquier palabra a la se le ponga el adjetivo ‘libre’ mejora su ranking de forma importante. Esto también le pasa al azúcar, y de ahí su peligro. En este caso los azúcares libres son de lo peor: yo, que soy un tirano nutricional de padre y muy señor nuestro, creo que son aún peores que los añadidos.
La expresión azúcares libres la acuñó en el año 2003 la OMS de la siguiente forma: “Son los azúcares añadidos a alimentos y bebidas por el fabricante, el cocinero o el consumidor, además de los azúcares naturalmente presentes en la miel, los jarabes (siropes) y los zumos de frutas”. Es muy fácil de entender: son los azúcares añadidos, que acabamos de definir, más los que están presentes en los productos mencionados. ¿Por qué deberías evitarlos? Primero porque buena parte de los libres son añadidos -y poca necesidad que tenemos de seguir metiendo azúcar en lo que comemos- y segundo, porque los azúcares de la miel, los jarabes (siropes) y zumos de fruta se comportan desde un punto de vista metabólico de igual forma que los añadidos.
Pero son más peligrosos, porque en especial a la miel y a los zumos se les traslada una imagen positiva -muchas veces asociada a su origen “natural”- y, por tanto, se corre el riesgo de incorporarlos sin mayores limitaciones. Sobre lo poco conveniente de hacer equivaler el consumo de fruta al de zumo-de-esa-fruta -por muy natural y ecológica que sea- ya hablamos en este artículo (pero podemos volver a decirlo: no es nada conveniente).
Azúcar intrínseco (generalmente “azúcares intrínsecos”)
Estos son los más majos de todos, y están definidos como aquellos que se encuentran dentro de la matriz alimentaria intacta del alimento. Es muy fácil localizarlos, son los que están en la fruta, las verduras u hortalizas y los azúcares naturalmente presentes en la leche. Si no son esta clase de alimentos los que tienes en mente o entre manos, no te vuelvas loco: no serán azúcares intrínsecos.
Son los de mejor imagen con motivo, porque tal y como defiende la OMS en estas interesantísimas guías sobre las recomendaciones de consumo de azúcar, no hay pruebas científicas que demuestren ninguna clase de efectos adversos en el consumo de azúcares intrínsecos o de azúcares presentes naturalmente en la leche, las fresas, la sandía, las ciruelas, los tomates o los pimientos (y así con todas las frutas y verduras).
La vida está llena de contrasentidos, y es injusta
Nuestra legislación (RE 1924/2006) permite la incorporación de flamantes alegaciones en el frontal de los productos que recen, con luces de neón, “sin azúcares añadidos”. Con ella, cualquier marca de ultraprocesados puede ejercer un potente reclamo de venta ante aquellos consumidores sensibilizados con esta cuestión (y no son pocos). Sin embargo, y aunque sea un contrasentido flagrante, las marcas no tienen la obligación de declarar la presencia de azúcares añadidos cuando estos estén presentes.
La normativa (RE 1169/2011) solo exige que se declare la cantidad de carbohidratos -los azúcares son carbohidratos- y, es voluntario que el fabricante indique cuántos de esos carbohidratos son azúcares (pero no todos los carbohidratos son azúcares). De este modo, en aquellos productos que incluyan como ingredientes la leche, la fruta o sus zumos, nunca se podrá saber cuántos de los azúcares de un producto son azúcares añadidos o están naturalmente presentes en los ingredientes que incorpora.
Relacionado con esto, un grupo de investigadores y profesionales en materia de nutrición acaban de publicar un Posicionamiento sobre la definición de azúcares añadidos y su declaración en el etiquetado de los productos alimenticios en España en el que se razona, justifica y se solicita la inclusión de la información de los azúcares añadidos en todos los productos susceptibles de contener este tipo de ingredientes. Me parece acertado, pero también insuficiente: a mi modo de ver, lo interesante no sería solo el obligar a declarar los azúcares añadidos, sino los libres.
Hecha la ley, hecha la trampa
Destaquemos como ejemplo la argucia de una marca de batidos vegetales que ha conseguido hacer legal lo de poner la etiqueta “sin azúcares añadidos” en sus productos y, al mismo tiempo, añadirlos. ¿Cómo es posible, te preguntarás con toda la razón? La gran mayoría de las bebidas de avena, tengan o no sabor a chocolate, incluye una cierta cantidad de azúcar o de edulcorantes (para que los consumidores no confundan esta gama de producto con el agua de fregar).
Para ello incluyen agua, avena y azúcar -o edulcorantes- y llegado el caso aromas y saborizantes. Esta marca hace lo mismo, pero pone mucha más avena que las demás, no añade azúcar y -aquí está el truco- aplica un tratamiento enzimático sobre el producto con la finalidad de romper las cadenas de almidón y transformar muchas de ellas en azúcares. Es cierto que no ha puesto azúcares directamente: los ha generado una vez puestos los ingredientes.
Otro ejemplo para explicarlo mejor: el azúcar de tu azucarero (sacarosa) se extrae de la remolacha azucarera, también mediante procesos enzimáticos. Así, si quisieras tomarte un yogur azucarado sin ponerle azúcar, lo que podrías hacer es ponerle este tipo de remolacha al yogur y forzar luego las mismas reacciones que conducen a la extracción del azúcar de la remolacha. En este proceso tendrías un yogur azucarado sin que de manera textual le hubieras añadido azúcar: poner azúcar sin ponerlo. Por eso la iniciativa de pedir que el etiquetado obligue a declarar la presencia de los azúcares añadidos me parece justa, pero insuficiente: que se declaren los azúcares libres sería más eficaz (y el producto así recibiría la calificación que se merece).
Vivimos con el azúcar al cuello y la solución quizá sea dejar de pensar en él
Te reto a que vayas a tu supermercado de confianza y trates de encontrar una mayonesa sin azúcar: parece algo fácil, pero no lo es en absoluto. De hecho hay mayonesas en el mercado que en vez de azúcar tienen edulcorantes; para poder lucir flamantes esa etiqueta “sin azúcares añadidos”, supongo. Mayonesa con azúcar, un despropósito real que sirve en cierto modo para explicar que en 2011 -el último dato disponible- cada español consumiera cerca de 40 kilos por año de este ingrediente (hasta 55 en el caso de Inglaterra y EEUU). ¿Adivinas cuánto es añadido o libre y cuánto intrínseco?
Sería relativamente fácil dar fin a todos estos dilemas, polémicas y diatribas en el momento que dejásemos de hablar -tanto en el terreno de la legislación como desde el punto de vista mediático y popular- de nutrientes y empezásemos a hablar solo de alimentos. En el ejemplo de la bebida de avena con sabor a chocolate, ya sabríamos que pertenece a una gama de productos que no deberían ser especialmente objeto de nuestra atención. Las frutas están muy bien, igual que la leche, los lácteos básicos fermentados, las verduras y las hortalizas, las legumbres, los frutos secos, los huevos y el pescado. Todo lo demás, ya tenga o no azúcares, tenga este o aquel adjetivo, mejor si lo dejamos en cuarentena, sobre todo si lleva lista de ingredientes más o menos extensa y aparece a menudo en los bloques de publicidad.
El curioso caso del azúcar invertido
El azúcar invertido no se llama así por aportar sabor agrio ni nada raro: su nombre se refiere a una determinada característica físico-química que tienen los azúcares. Una actividad óptica consistente en la rotación y cambio en la orientación de la luz polarizada, a su paso por una solución que contenga estos materiales. Pues bien, resulta que la sacarosa, el azúcar de tu azucarero o azúcar mondo y lirondo es una sustancia (disacárido) compuesta por dos monómeros unidos: uno de glucosa y otro de fructosa, y que en disolución, la sacarosa, presenta una clara actividad dextrógira. Sin embargo, si aplicando distintos procedimientos la sacarosa se escinde en sus monómeros constituyentes, esta nueva solución presentará clara actividad levógira... y de ahí que se le llame azúcar invertido.
En el terreno práctico, has de saber que cuando lo veas en una lista de ingredientes, siempre será un azúcar añadido. Pese a ello presenta algunas propiedades tecnológicas interesantes: por ejemplo, el grado de dulzor del azúcar invertido es cerca de un 30% mayor que el de la sacarosa del que proviene (principalmente debido a la fructosa). Además cristaliza con mayor dificultad lo que puede ser interesante en ciertas preparaciones de repostería y, al tener los monosacáridos más “disponibles” acelera la fermentación de aquellas recetas en las que este elemento desempeña algún papel.
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