La plaga de la cebolla frita de bolsa
La cebolla crujiente saltó de los perritos de IKEA al sushi, las ensaladas, los pokés o las hamburguesas, y ahora está literalmente hasta en las sopas. ¿Ha llegado el momento de decir basta?
Cada época tiene un ingrediente o preparación de moda. De algunos nos hemos hartado un poco por su ubicuidad -como las gyozas o la tarta de queso- y después están los que eran una mala idea ya de salida, como el jarabe de Modena o el falso sabor a trufa (más conocido como “gas natural”). La cebolla frita de bolsa es una mezcla de ambas con clara dominante de lo segundo: empezamos a verla en los perritos calientes de IKEA -que te consuelan como el abrazo de un amigo después de caminar dos horas entre sofás con nombres impronunciables, pero solo están buenos allí- y desde entonces su presencia se ha reproducido en la restauración como un Gremlin en un jacuzzi.
La primera vez que nos la metieron doblada con el ingrediente de marras fue en las hamburguesas: de repente esa suculenta cebolla cortadas a tiras entre frita, aún un poco crujiente o pochada tirando a caramelizada; lo del maestrillo y el librillo, con la que solían coronarlas se convirtió en una anécdota, y lo habitual en una cucharada de algo que sale de una bolsa o un contenedor. Si el envase en cuestión es grande, lo normal para mejorar escandallos en hostelería, puede durar bastante tiempo. Con lo que la cebolla, además de dejar de ser crujiente -su principal virtud- cogerá además un sabor rancio característico de lo más desagradable. Cuando la cebolla se ofrecía como suplemento del bocadillo, curiosamente el precio se quedó igual a pesar del cambio de materia prima.
Pienso en Trash Talk, el último lugar en el que me comí una hamburguesa donde la cebolla frita era rica y abundante. Le pregunto a Peppe Stasi, uno de los padres de la criatura, su opinión sobre la versión industrial crujiente de ese ingrediente -intentando que no se me notara en la mirada que vivo desenamorada para no influir en su respuesta- y esto es lo que me dijo: “Lo que más me fascina es el precio, sale realmente barato en proporción al precio de los ingredientes, y eso que es un producto elaborado”. Ahora mismo, con el aumento de coste de las grasas y la cebolla podemos encontrar el kilo en formato Horeca alrededor de los nueve euros (antes de la guerra de Ucrania era bastante más barata).
“Muchos sitios prefieren usar productos así por un tema de tiempo, presupuesto y elaboración, pero para mí en un restaurante o un puesto de street food de calidad no tiene lugar”, comenta Pepe. Respecto al uso del aceite de palma -además de los motivos nutricionales, de los que hablaremos más adelante-, Stasi tiene muy presente la deforestación que genera y lo que representa para el medio ambiente y los animales: “Hace un tiempo estuve en Borneo y lo vi con mis propios ojos, es escalofriante. Así que cebolla frita: para mí no, los contras le pueden con mucho a los pro, el único que tiene es la inmediatez: abres la bolsa y ya lo tienes”.
¿Cómo se consigue no caer en la tentación de lo fácil que te ayuda a ahorrar valioso tiempo y energía? “Nosotros preferimos hacer las cosas a mano, de manera artesanal, comprar cebolla entera, pelarla y cortarla a mano y a cocinar. Además la mezclamos con manzana, que se compota en el proceso y hace una especie de salsa… y eso la otra cebolla no lo tiene”, sonríe. Producir en gran cantidad y conservar adecuadamente les ayuda a optimizar cada una de esas sesiones (empiezo a fantasear con organizar un Comando de Ayuda a la Disidencia Cebollera, ataviados con gafas de piscina y vestidos de negro como ninjas, sigiliosos y dispuestos a ayudar a los hosteleros que quedan en la resistencia a ahorrarse unas lágrimas, a cambio de evitar luego las nuestras).
Vuelta a la realidad, sigamos con el carrusel de infamias: también es habitual encontrar esta cebolla en sushi de calidad media-baja, pokés y similares. En ocasiones mientras pasan horas en la nevera de la comida para llevar el tiempo y la humedad hacen su trabajo y, en el momento de abrirlo para comer, te encuentras algo a medio camino entre una toalla húmeda y aquel trozo de pollo rebozado que aparecía tres días después volver de excursión, cuando por fin vaciabas la mochila. ¿Suena mal? Pues sabe peor. Mención especial a todos aquellos que la dejan caer con alegría encima de salsas grasientas con base de mayonesa: fritanga ablandada con aceite, ¿qué puede fallar ahí?
Animados por los mismos productores del engendro, que aseguran que es perfecta para rematar todo tipo de ensaladas, untables, sopas o cremas de verduras -de nuevo ummmm, fritanga ablandada, pero esta vez con agua-, se ha hecho fuerte también en los menús del día de bares y restaurantes, y hasta en los de algunos hogares. La promesa de la palatabilidad fácil del ultraprocesado es seductora, sobre todo cuando “total, no es más que una cucharadita, tampoco pasa nada”. La que me parece más perversa de todas las recomendaciones es la de colarla como sustituto de un sofrito, ya que tiene cebolla, harina -que ayudará a engordar las salsas- y grasa. Mi corazón llora por toda la gente que puede llegar a creer que eso es de verdad un sofrito, mis papilas sienten automáticamente el sabor de esos pollos de cadena americana rebozados en Cheetos y similares -no los he probado nunca, pero así es la mente- y mis arterias amenazan con reventar solo pensarlo.
Es el momento de preguntar a Beatriz Robles, referente comidista de la nutrición y la tecnología de los alimentos, si hay para tanto o me estoy dejando llevar por la inquina personal. “Por lo general, yo también estoy un poquito harta de que se usen ingredientes que sirven fundamentalmente para conseguir que cualquier plato de cualquier calidad sepa rico sin molestarse en cuidar otros aspectos (desde la materia prima a la elaboración)”, zanja Robles. “Eso sí, te garantizas que hasta el filete ruso más seco tenga su puntito: es lógico, además, porque su composición lo tiene todo para hacerla irresistible: una mezcla de grasa y sal, lo que también hace que no sea nada, nada recomendable”. Hablamos de que una cuarta parte es grasa saturada procedente del aceite de palma en la que se fríe, casi nada. Aunque no estamos de acuerdo en todo, -para Robles, “está buenísima y te apaña cualquier preparación por triste y mediocre que sea”- sí coincidimos en el fondo: “Mata el sabor de cualquier alimento” -¡ajá!- y desde el punto de vista nutricional su mensaje sería “cuanto menos, mejor”.
¿Son todas las cebollas fritas iguales, o hay más de una versión? Hablamos con Alejandro Zurdo, más conocido como Guru Masala, referente en materia de curry y uno de los socios del puesto y la tasca de cocina asiática Kitchen 154. “La cebolla frita se usa muchísimo en las cocinas de Asia, como algo tradicional, para dar sabor tostado y crujiente. Es una especie de chalota de color rojo, pequeña y bastante seca que se pone crujiente muy rápido, con mucho sabor a cebolla y muy rica”. Aunque sí se fríe aceite de palma, no lleva harina -necesaria para hacer crujir la cebolla europea, que tiene mucha más agua- en su composición. “En ensaladas tailandesas es un ingrediente habitual, nosotros la servimos casi siempre con platos ácidos que busquen ese contraste de textura, o con los dumplings, pero no es la misma cebolla”.
Ahora que ya me he quedado a gusto después de la pataleta, me voy al rincón de pensar. ¿Por qué le tengo tanta manía a algo que es crujiente, sabroso, grasientito y rico? Mi pasión -ya confesada y de uso homeopático, aunque a veces tenga que mirar hacia el otro lado cuando voy al supermercado- por los Risketos me dice que no tengo nada en contra de esas características. Pero claro, estas delicias pintadedos con auténtico sabor a queso de mentira no están, literalmente, hasta en la sopa. Así que seguramente lo que me molesta no es esta cebolla en sí misma, sino cuánto ha aumentado su consumo en los últimos años, de qué manera ha desplazado a la de verdad en la hostelería y, sobre todo, que alguien se atreviera a sacarla más allá del único sitio del mundo en el que tiene sentido su existencia: los perritos calientes de IKEA.
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