Bufés libres: ¿sueño dorado o pesadilla infernal?
¿Cuáles son sus orígenes? ¿Por qué nos generan la necesidad imperiosa que querer probarlo todo? ¿Hay algunos que merezcan la pena? Atibórrate de conocimiento sobre esos reyes del verano llamados bufés.
Si hay un tipo de restaurante que crea adhesiones incondicionales u odios enconados, si existe un tipo de establecimiento denostado y adorado a la vez por los fans de la comida, ése es el bufé libre. La idea de una larga mesa en la que poder probar toda suerte de platos distintos es tan controvertida como un gobierno de coalición, y, de hecho, muchos de mis compañeros de El Comidista afirmaron no visitarlos nunca jamás de los jamases cuando les consulté para escribir este artículo.
Este amor y este odio pueden incluso llegar a convivir en una misma persona, como es el caso de nuestra compañera Rosa Molinero, que se pregunta “¿quién quiere tener en su estómago un batiburrillo de tres ensaladas, cinco tipos de marisco, entrecôt, paella, macarrones, canelones, fricandó, flan, helado, sandía y melocotón en almíbar?". Además, a Molinero le da un poco de yuyu tener a tanta gente metiendo la mano en la comida, por no hablar de ver esas bandejas con 10 kilos de San Jacobos o lo que sea recalentándose todo el tiempo. Sin embargo, puede olvidarme de odiarlos un ratito en un momento muy concreto. "Cuando estoy de vacaciones en un lugar, quiero conocer tanto como pueda su cocina en el poco tiempo del que dispongo. Por eso, si algún local me recomienda un bufé, voy, porque sé que allí puedo saciar mi curiosidad maximizando el esfuerzo: ese surtido de platos, aunque tal vez no tengan la mejor ejecución o calidad, me dan una idea de los recetas más populares del lugar”.
Y es que los bufés tienen mala fama, porque la idea de servirse uno mismo de un plato comunal parece haber quedado devaluada en el imaginario colectivo a la idea de comer en cantidad y no de hacerlo en calidad, una idea que no se corresponde necesariamente con lo que en ellos se puede encontrar, y que además, no era la que los bufés proponían originalmente.
Los inicios del “sírvase usted mismo”
Los orígenes de las mesas auxiliares en las que se servía una comida son franceses -un buffet es, literalmente, un bufé, aunque en sus inicios era un mueble sobre el que lucir trastos caros-, pero la forma de servir comida de este modo tiene diversas raíces. Los ingleses parecen ser los primeros que los adoptan como forma para que sus clases altas –a las que ya sabemos que les gustaban las idas y venidas a lo Downton Abbey- tuvieran una cierta intimidad a la hora del desayuno, que pasaba por servirse a sí mismos.
Este modo de proceder también iba de perlas en los bailes concurridos, cuando no todo el mundo quería comer al mismo tiempo (y además, el espacio quedaba así libre para bailar). Por otro lado, los suecos también se atribuyen esta invención, en forma de smörgåsbord, palabro que si te suena a “orgasmo” puede que sea porque tienes la mente un poco sucia o porque entres en tu máxima excitación delante de una estupenda mesa de salmón, arenques, quesos, embutidos, albóndigas y otro montón de platos invernales (tanto como que el smörgåsbord más importante del año es el del día del Navidad, y recibe el nombre de julbord).
Bufés por los cinco continentes
Pero el formato bufé se encuentra en todo el mundo: en Estados Unidos, la tierra de los excesos, por supuesto (el smörgåsbord se presenta en la Exposición Universal de Nueva York en 1939, pero ya muchos antes era frecuente encontrar buffets en saloons y bares de hotel desde finales del siglo XIX). En Brasil, el rodizio es una suerte de parrillada a voluntad que puede servirse en la mesa o de un bufé. Y ¿qué son los bares de pintxos en los que los palillos marcan el precio sino algo por el estilo? Por no mencionar las cintas rodantes de sushi o, volviendo a los inicios, el desayuno del hotel en el que te alojas.
Algunos bufés son desquiciantes -las críticas en Tripadvisor a uno de los más concurridos de Barcelona, formato wok, con largas colas a su puerta cada fin de semana dicen de él que es “para comer mucho, malo y caro”-, y otros son para perder la cabeza por razones opuestas. Si hay una meca de los bufés, ésa es Las Vegas, y allí se encuentran los más grandes y caros del mundo, aunque a menudo se trata de restaurantes deficitarios, porque su misión es ejercer de gancho para los jugadores, de modo que no tengan que salir del casino.
"Bufé d´Or, ciudad de vacaciones"
Pero hay una categoría especial de estos restaurantes que suele generar más odio que ninguna: el de los hoteles de vacaciones. Nuestro amado líder Mikel López Iturriaga nos cuenta su experiencia personal. “Esta palabra está asociada en mi cabeza a los hoteles vacacionales de medio pelo de los setenta y ochenta. Comer en ellos era siempre una experiencia de gula y penitencia: primero venía la excitación de poder zampar todo lo que quisieras sin límite, y luego el sufrimiento para acabar los tres kilos de -mala- comida que te habías puesto en el plato”.
¿Son realmente tan complicados los bufés de hotel de verano? El Food and Beverage Manager Roberto Pintado, con amplia experiencia en alimentar colectividades a través de caterings, comenta que “en las bodas, bautizos y comuniones probablemente se desaprovecha más comida que en los bufés, porque no puedes exponerte a dejar a nadie por comer. Los bufés tienen sus propias complicaciones -por ejemplo, los españoles comen más tarde que el resto de nacionalidades, por lo que a veces hay que racionar el marisco para que les llegue- pero al fin y al cabo tienen que ajustarse a un presupuesto como el resto de restauración”.
“Nosotros hemos apostado por dar calidad”, comenta Pilar Prat, codirectora del Hotel Panorama de L'Estartit. “Somos un hotel familiar con público que también lo es, y que suele quedarse a pensión completa. Es fundamental que los críos coman, o eso les causa un problema tremendo a los padres”. Prat comenta que todo lo que ofrecen en su bufé está hecho en la propia cocina del hotel y que utilizan la fórmula desde hace más de cuarenta años. “La vimos en un viaje a Canarias y nos gustó mucho el estrecho contacto que se da entre el personal y el cliente. El único cambio que hemos hecho desde entonces es añadir un showcooking que varía cada noche, para dar algo más de variedad. Pero hay cosas como la pasta o las patatas que son inamovibles. No derrochamos la comida porque hay muchas cosas que a la hora de cenar están perfectamente utilizables, y tenemos calculado lo que usamos”.
López Iturriaga no tuvo tanta suerte cuando hace poco volvió a visitar uno en un megahotel de la costa gaditana, con una oferta apabullante que bien podría rozar los 100 platos. “Comprobé que las cosas no han cambiado demasiado en este universo, más allá de una leve mejora en la calidad y una mayor presencia de platos internacionales (pizza, pasta o nachos con guacamole, nada demasiado exótico). La misma comida anónima cocinada a cascoporro, la misma ansiedad inicial por el exceso de libertad de elección y el mismo asco de ti mismo después llenar el buche con un batiburrillo de 20 cosas diferentes".
El factor psicológico
Visitemos un bufé grande o un pequeño, de gran calidad o bien más modesto es habitual que nos volvamos majaras comiendo más de lo que deberíamos. “Simplificando, existen dos grandes razones por las que eso ocurre”, comenta el psicólogo Ramón Nogueras. “La primera, es que los humanos tenemos aversión a dejarnos perder oportunidades. Si vemos un montón de comidas distintas, no queremos dejar la posibilidad de comer mucho o de probarlo todo. Nos da coraje levantarnos sin haber comido lo suficiente”.
La segunda son los platos. No llegamos a verlos vacíos, y el estar viendo comida todo el rato hace que no nos llegue la señal de que estamos llenos, o que tarde más en llegar. “Se han hecho experimentos en los que se daba platos de diferentes tamaños a los participantes, y repetían el mismo número de veces, aunque por la diferencia de tamaño con unos unos comieran más y con otros, menos”, afirma Nogueras.
Esto hace que nos preguntemos… si elegimos un plato más pequeño ¿es posible que no terminemos nuestro paso por un bufé como el niño orondo de Charlie y la fábrica de chocolate? “Sí, parece claro que sí. Sentarse lejos de la comida también es a priori una buena estrategia, porque tener que cruzar una sala llena de gente crea más fricción al comportamiento de repetir que estar justo al lado de los fideos, claro”.
Con todo esto (y un plato) te recomendamos algunos bufés de aquí y allí. ¿Tienes algún favorito? Cuéntalo en los comentarios y repite todas las veces que quieras.
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