La gastronomía en los tiempos de Gaza: el chef palestino que reparte pizzas
En un presente tan poco halagüeño, la alimentación puede importar, sobre todo si nos fijamos en las implicaciones sociales de la comida


En los momentos más álgidos del procés, allá por octubre de 2017, un par de personas me recriminaron que tuiteara sobre restaurantes o recetas cuando en Cataluña estaba a punto de estallar la revolución. Los reproches me parecieron tan absurdos que ni los discutí, pero aquellos indignados plantaron una semilla en mi cabeza, porque desde entonces me he planteado en más de una ocasión qué sentido tiene tratar temas en apariencia banales cuando el mundo arde. Cómo podemos preocuparnos de cómo se hace el gazpacho, dónde ir a comer sushi o cuál es el mejor cruasán de España, mientras a nuestro alrededor arrecian dramas como el de la vivienda o el de la pobreza, por decir dos bien lacerantes.
Hasta ahora había capeado el temporal recordando una cita de Voltaire que me pasó un amigo un día que le lloriqueé con la insoportable levedad de mi trabajo. “Si la naturaleza no nos hubiera hecho un tanto frívolos, seríamos muy infelices. Precisamente porque es frívola, la mayor parte de la sociedad no se ahorca”. En clara contradicción con lo anterior, también me he dicho que comer es una actividad humana básica, que se minusvalora cuando debería recibir más atención.
Aun así, este año la actualidad se ha puesto tan espesa que ha sido difícil nadar en ella. El genocidio en Gaza nos ha conmocionado a todos, salvo a los trozos de carne con apariencia humana y leve olor a putrefacción que se burlaron de cierta flotilla que intentaba llevar comida a gente muerta de hambre. Semejante horror, unido a otros fenómenos como la persecución de las personas migrantes, el retroceso de los derechos humanos, el ascenso de la ultraderecha o la emergencia climática, le llevan a uno a preguntarse: ¿gastronomía? ¿Ahora? ¿En serio?
Quizá demos con respuestas en algunas personas que, en vez de ignorar lo que ocurre en Palestina, lo han encarado desde la comida. Pienso en el periodista Mikel Ayestarán, premio Ortega y Gasset por su proyecto Menú de Gaza, en el que recogió las fotos y los testimonios de lo que cocinaba una familia palestina y mostró cómo Israel ha usado el hambre como arma de guerra. O en cocineros como Andoni Luis Aduriz, que han tenido la valentía de denunciar la masacre en un sector tan proclive al ayusismo-extremocentrismo como el de la alta cocina. En Campo Adentro, un proyecto que intenta mantener vivas variedades palestinas de verduras en España, o (perdón por la autocita) en el vídeo que hicimos en El Comidista sobre el boicoteo a Israel a través de la comida.
Otra pista de por dónde tirar puede estar en un reciente estudio de las universidades de Birmingham y Múnich. Sus investigadores analizaron las actitudes de unos 1.000 adultos británicos blancos hacia las personas migrantes, y cruzaron los datos con su consumo de comida india, turca, china, tailandesa, caribeña e hispana. Descubrieron que el disfrute de dichas cocinas estaba “significativamente relacionado” con las posturas favorables a la inmigración y con una menor predisposición a votar a políticos xenófobos. Es decir, que lejos de ser irrelevante, una alimentación culturalmente diversa puede ayudar a combatir la más inhumana de las lacras contemporáneas: el odio al que viene de fuera por necesidad.
En un presente tan poco halagüeño, la gastronomía puede importar, pero en nuestro ámbito se impone mirar más a lo que nos rodea. Seguir defendiendo los placeres y las aventuras culinarias, pero fijarnos en las implicaciones sociales de la comida. Entender, por ejemplo, que el sabor de un alimento no es más importante que el impacto de su producción en el territorio, que un restaurante no es bueno si explota a sus empleados, o que cocinar en casa no es un asunto menor, sino un acto de resistencia frente al capitalismo más depredador. Lo que no parece muy viable es seguir en la parra de las exquisiteces para ricos. Tal como está el panorama, una gastronomía que ignore la realidad y se siga recreando en lujos al alcance de unos pocos parecerá la orquesta del Titanic, pero con instrumentos de cocina en vez de música.

Especial Gastro de ‘El País Semanal’
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