Por qué es necesario el bar de toda la vida
Cuando un bar da la bienvenida a todas las edades (abuelos y Generación Z a partes iguales) ha encontrado la fórmula para la supervivencia

El Bar Cruz fue el primer bar que visité en Madrid. Mi primer recuerdo es vívido: cabezas de gambas y servilletas arrugadas esparcidas por el suelo, el sol llenando el espacio con luz dorada. Todo parecía inequívocamente madrileño y me inspiró para crear una traducción al inglés para bares de toda la vida: ‘no frills bars’ (bares sin adornos).
Desde entonces, Bar Cruz se ha convertido en parte de mi vida diaria, ya que paso por esa calle en una de mis habituales rutas al trabajo. He visto cómo se vuelve cada vez más popular, sobre todo los domingos de El Rastro. Con el tiempo, fueron tantos los clientes que empezaron a pedir navajas que el bar se ganó un segundo nombre: La Casa de las Navajas (calle de las Maldonadas, Madrid). He observado a todas las generaciones pasar por sus puertas y creo que cuando un bar da la bienvenida a todas las edades (abuelos y Generación Z a partes iguales), es que ha encontrado la fórmula para la supervivencia.
España tiene la mayor proporción de bares por habitante de Europa y en Madrid los bares de toda la vida parece que siempre hubieran estado allí y que siempre lo estarán. A veces me imagino a futuros arqueólogos excavando entre los restos de la ciudad del siglo XXI y concluyendo que Madrid fue el origen de los bares. Sin embargo, aunque Madrid cuenta con más de 28.000 bares, su número está disminuyendo según datos del Instituto Nacional de Estadística y creo que muchos de los bares que sobreviven tienen algo especial: puede que no necesariamente sirvan la mejor comida, pero sí sirven buena comida, y la buena comida tiene el poder de forjar una comunidad leal, una que sigue regresando a por más.
Otro bar de toda la vida con buena comida es A’Conchiña, en Ciudad Lineal (calle de Benidorm, 32, Madrid) un bar y restaurante gallego famoso por su salsa brava, que vende en botellas y tarrinas en el mostrador. Es un bar español clásico con todos los detalles típicos: una barra de acero resistente, suelo de terrazo, fotografías de comida a contraluz junto con una pintura del pueblo del propietario y servilletas con el logotipo del bar que te agradecen cortésmente tu visita. A la hora de comer, el lugar se transforma en una orquesta de sonidos típicos de bar: el espumado de la leche, el susurro de los periódicos, los gritos rítmicos de los camareros cantando órdenes y las respuestas de la cocina. Es el reconfortante coro de un clásico bar que no tiene intención de cerrar.

Pero no todos los bares han tenido tanta suerte. El Palentino, uno de los últimos bares de toda la vida que quedan en Malasaña, era una querida institución conocida por sus pepitos, entre muchas otras cosas. Su propietario, Casto, siguió trabajando hasta bien entrada su jubilación porque lo disfrutaba. El Palentino estuvo lleno desde la mañana hasta la noche, pero cuando Casto sufrió un infarto fatal en el trabajo, el destino del bar quedó sellado. El Palentino, tal y como lo conocíamos, cerró y los herederos vendieron el local por 1,3 millones de euros a un fondo de inversión que lo puso en alquiler. Los nuevos propietarios pagaban 10.285 euros al mes en 2019 y habían introducido una carta con precios para intentar compensar el elevado alquiler, muy lejos de los precios originales de El Palentino.
El mismo costoso fenómeno amenaza futuros bares de toda la vida en toda la ciudad. En Madrid, el coste de comprar un local comercial ha aumentado un 16% desde 2022, mientras que los precios de alquiler han aumentado un 23%. El mismo informe reciente revela que el 50% de los locales disponibles en alquiler en Madrid han desaparecido en sólo dos años, posiblemente a medida que los bajos comerciales se convierten en apartamentos residenciales o en alquiler turístico. Esto ha aumentado significativamente la demanda de locales y, a su vez, sus precios de alquiler y compraventa.
No importa lo querido o popular sea un bar, o cuánto potencial tenga, no puede competir con alquileres abusivos. La brecha entre los bares que amamos y los bares que podemos permitirnos tener en Madrid es cada vez mayor. El bar de toda la vida, con su diseño modesto, pero icónico, sus platos únicos mejorados durante décadas y su papel como lugar de reunión del vecindario, está en peligro. A menos, claro, que sea uno de los bares más populares.
Uno de esos bares de toda la vida más nuevos es Bogalicom, un pequeño puesto de esquina en el Mercado San Fernando (Embajadores, 41, Madrid) que se ha ganado la reputación de servir algunas de las tortillas de patatas favoritas de Lavapiés. Desde que abrió el bar en 2017, la propietaria Yoli se ha convertido en un elemento fijo del barrio, no solo por su comida, sino también por su constancia y su dedicación al vecindario.

Rompe huevos y apila las cáscaras vacías en un rascacielos mientras prepara un lote de tortillas para la despedida de su vecina de abajo, María Jesús, quién va a cerrar la zapatería familiar en la calle Tribulete 7 después de décadas en el negocio debido a la incertidumbre económica tras la compra del edificio por parte de una socimi. Durante el año pasado, la tortilla de Yoli apareció en protestas, despedidas y reuniones vecinales, todo en apoyo a los vecinos de Tribulete 7, que luchan ante su desalojo.
Los mejores bares de toda la vida de Madrid están llenos la mayoría de los días de la semana. Llenos de gente que conocemos y no conocemos, pero de la que queremos estar cerca. Estos bares son espacios atemporales donde se superponen generaciones y donde un sencillo, pero buen plato de patatas bravas, navajas, pepito o tortilla de patatas trasciende el sabor. Estos platos se han convertido en un símbolo de solidaridad, un recordatorio de que los bares de toda la vida no son sólo nuestra cultura o identidad, sino lugares de resiliencia, resistencia y pertenencia. Y por eso su comida sabe aún mejor.
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