Trufas, el esperma de Zeus
Si alguna vez se encuentran con ansia de degustar trufa y sin dinero en la cartera para poder permitírselo, entréguense a una tarde golosa de lujuria sudorosa
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“En la vida todo es sexo, excepto el sexo. El sexo es poder.” Esta expresión ha sido mil veces atribuida falsamente a Oscar Wilde, pero es palabra de trufa.
Las fresas silvestres, las manzanas, las peras, las moras, las frambuesas y los arándanos son dulces, fragantes, jugosos y vistosos por los mismos motivos que los son unas nalgas envueltas en lycra roja y brillante, porque todo individuo está llamado desde su fuero interno a servir a su especie en el objetivo de perdurar. Todo lo vivo pugna para hacerse lo más delicioso, lo más suculento y lo más atractivo e irresistible posible, contra la adversidad de los elementos, la indiferencia y la competencia, para abrirse paso y ser percibido por los sentidos ajenos y, finalmente, ser mordido, sorbido y engullido y, en las entrañas de otro cuerpo, viajar hasta el futuro. Una fruta es un ovario engrosado que busca quien tome su simiente y la plante. Comerse un melocotón es sexualidad en estado puro.
Para ser capaz de atraer sin contar con el sentido de la vista, desde bajo tierra y teniendo la apariencia de una boñiga seca, hay que saber jugar fuerte en la liga del olfato. Aquí es donde la trufa exhibe poderío. En su mazo cuenta con la carta más deseada por los publicistas.
Si un diseñador de perfumes quisiera capturar la fragancia de la trufa blanca del Piamonte, pondría en el frasco unas gotitas de esencia de queso parmesano, de ajo, de piedra seca y del jugo almizclado que humedece las sábanas de un dormitorio después de una siesta ardiente de dos o tres amantes una tarde de verano. Si quisiera capturar el aroma de las variedades negras de más valor, Tuber melanosporum y Tuber aestivum, añadiría unas gotas de extracto de carne lo bastante robusto como para atravesar el calor del fuego y mantenerse crudo. Antes de sellar los tres tarros y etiquetarlos, incluiría unas lágrimas de androstenol, una feromona, eso es una sustancia secretada con el único objetivo de provocar una respuesta comportamental en un miembro de la misma especie, que se fabrica sólo en dos rincones del mundo natural: los testículos del cerdo y las axilas del macho humano. Elisabeth Luard en Truffles (Frances Lincoln, 2006) dice de las trufas que su olor recuerda al de los calcetines usados, el vestuario después de un partido de rugby, calzoncillos sin lavar, y el surtidor de gasolina un sábado de lluvia. Pero el aroma de la trufa es el del sexo, y sólo el decoro nos hace describirlo de otra forma.
El androstenol que emite la trufa se inserta como un chip de memoria en la mente de cerdos y personas, sus principales propagadores de esporas, con el fin de que no olviden nunca el trozo de bosque en el que fue encontrada y cuándo. Y cuantas más inclemencias tenga que superar para hacerse desenterrar a pezuñazos y colmillazos, más aroma y más potencia de atracción despliega el hongo. Este, por cierto, es uno de los principales obstáculos a sortear para el sector de la trufa cultivada: si el hongo vive demasiado cómodamente, no desarrolla tantas técnicas de seducción y acaba teniendo menos valor gastronómico.
Todo esto, los griegos antiguos ya lo sabían. Como cuenta con mucha gracia Teofrasto de Eresos (371-287 aC), las gentes del siglo IV aC creían que las trufas eran el esperma de Zeus, y que este Gran Fecundador —por no llamarlo “Pichabrava Mayor del Olimpo”— las enviaba a la Tierra con sus rayos. Allí, la luz de los relámpagos penetraba en el suelo, que quedaba preñado de hongos, y donde se daba “una metempsicosis diabólica por la que la sagrada Madre Tierra, presiones infernales mediante, convertía los genitales de algún tirano sanguinario en un sublime manjar para pacíficos gourmets”.
2.500 años más tarde, la ciencia ha avanzado lo suficiente como para darles la razón. Los relámpagos alimentan las trufas, que viven bajo tierra en simbiosis con las raíces de encinas, avellanos y árboles afines, y necesitan grandes cantidades de nitrógeno para prosperar. El 78% de la atmósfera de la Tierra está formada por nitrógeno, pero la mayoría de seres vivos no pueden aprovecharlo en su forma gaseosa. Las descargas eléctricas en el cielo seco previo a una tormenta de verano rompen los enlaces del nitrógeno atmosférico y lo parten en trocitos, que serán arrastrados por la lluvia que les sucede. En tierra, este nitrógeno se mezclará con el agua y las sales minerales y será un banquete fabuloso para las trufas, que después de una tormenta de verano pueden llegar a doblar su tamaño y hacer honor al nombre con que fueron bautizadas por los beduinos del desierto del Néguev: los hongos del trueno.
Si alguna vez se encuentran con ansia de degustar trufa y sin dinero en la cartera para poder permitírselo, entréguense a una tarde golosa de lujuria sudorosa y, en la maraña de sábanas arrebujadas resultante, siéntense con los ojos cerrados a degustar un cuenco de crema de calabaza calentita.
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