Los helados en España: del postre de Felipe II al Frigo Pie de los ochenta
Un repaso a la historia de uno de los bocados que forma parte de la memoria sentimental de un país, y cuyo rastro lleva a la China del año 2000 a.C
La mayoría de nuestros recuerdos van asociados a sabores de la infancia. La memoria y, por extensión, la vida entera, se construye a partir de sabores y momentos. Perderlos equivale a borrar nuestra identidad y buena parte de los anclajes con la realidad. Por eso, la historia del helado en España es un recorrido sentimental por aquellos instantes brevísimos en los que fuimos felices, a la par que una narración sobre el desarrollo tecnológico de un país que soltó el botijo para abrazar un Frigo Dedo.
Como con tantos otros ingenios alimentarios —o al menos así lo creímos durante años— para encontrar el origen del helado hay que remontarse a la China del año 2000 a.C. donde unos vendedores muy avispados se colocaban en lugares estratégicos de las más importantes rutas comerciales con un protocarrito de helados y vendían, a los que por allí pasaban, un refrescante producto que consistía en un poco de nieve o hielo mezclado con un zumo dulce y concentrado de frutas que al contacto con el frío se compactaba. El invento no cuajó por razones obvias —almacenar la nieve y conservarla durante todo el año en pozos o en cuevas no era moco de pavo— hasta que a principios del XIX empezaron a pasearse por nuestras ciudades unos tipos con unas barras de hielo que transportaban en curiosos carritos. El heladero las raspaba e introducía las virutas de hielo en unos moldes en los que previamente se había colocado una varilla de madera y, como quien no quiere la cosa, servía un antecedente del polo sobre el que vertía siropes de sabor de fresa, naranja, limón o menta.
Ismael Díaz Yubero explica en Alimentos con historia, que en España este fue el sistema más rudimentario para disfrutar de un helado en la calle hasta los años cincuenta del siglo XX. Un sistema, explica Yubero, que aún perdura en algunas ciudades de México y que es el antecesor de la grattacheca italiana, que consiste simplemente en hielo triturado sobre el que se vierte un sirope de amarena o cereza salvaje.
Con todo, el camino recorrido por el helado hasta llegar a la mitad del siglo XX, con o sin carrito, fue largo y complejo. Simplificando siglos de historia, podríamos decir que este fue siempre un alimento de lujo que gustaba por igual a emperadores chinos y españoles, a faraones y califas, a la reina Catalina de Médicis, a los monarcas franceses y a sus revolucionarios súbditos, que pudieron degustarlos en el famoso Café Procopé, lugar icónico en esta historia del dulce veraniego, un establecimiento parisino pionero regentado por un italiano llamado Coltelli que ya apuntaba maneras en el negocio heladero.
Durante siglos solo para una élite
Como es habitual en la historia de la gastronomía, degustar un helado fue durante siglos una forma de desmarcarse de los gustos del populacho. Para empezar, había que disponer de medios para acceder a la nieve, pues el frío se conservaba bajo tierra o en cuevas construidas ad hoc. En España aún perduran algunas muestras de estas construcciones como el Pozo del Frío de la Sierra de los Filabres en Serón, en Almería, la cueva de la Sierra de Mariola, en Alicante, conocida como la Gran Cava, y la Cava de Sant Blai conservada como el Museo de la Nieve en Bocairent, Valencia.
Pero, además de esta condición sine qua non para disfrutar de un helado se necesitaban otros ingredientes como la leche o los destilados florales y las carísimas especias, sobre todo la más preciada: el azúcar o “hierba de Persia” (caña de azúcar) que, al contrario que la miel como edulcorante habitual, podía deshacerse en frío fácilmente. Se cuenta que los cruzados que viajaron a Tierra Santa probaron deliciosos sorbetes de cítricos con agua de jazmín o rosas y que Sicilia, bajo el influjo de la dominación árabe, fue pionera en ofrecer al mundo medieval muestras de dulcería semicongelada en forma de sorbetes o helados.
Todo ello convirtió al helado en un postre deseado e inaccesible para la mayoría hasta bien entrado el siglo XVIII, momento en que abre el mítico local barcelonés Can Culleretes donde se servían las clásicas cremas catalanas, la leche merengada o los helados en copas altas que había que comer, precisamente, con cullereta (cucharilla). De ahí a la revolución industrial de la refrigeración que permitiría, entre cosas, una mejora considerable en la conservación de los alimentos y su transporte tan solo quedaban unos pasos. En el Madrid de Galdós, por ejemplo, a finales del XIX, las antiguas botillerías que el escritor gustaba de visitar se estaban reconvirtiendo en heladerías y establecimientos de bebidas frías y heladas, tal y como aparecen en su novela Fortunata y Jacinta.
La llegada del frío industrial
Pero, para volver a rechupetear despreocupadamente, tenemos que dar un salto en el tiempo y llegar al año 1952. El fin de las cartillas de racionamiento coincide con el uso generalizado de las neveras domésticas y el frío industrial en la restauración pública donde hasta el momento se utilizaban simples fresqueras con enormes barras de hielo incrustadas que intentaban mantener fríos los alimentos y refrescos estivales. La moda del veraneo y el turismo de sol y playa se suman a la costumbre de pasearse en bikini helado en mano, pero esta vez en tarrinas transportables, incrustado en un cucurucho de barquillo o, más tarde, emparedado entre finas láminas de galleta.
Pero fue a partir de finales de los setenta y en la década de los ochenta donde los niños de entonces se encontraron con genialidades como el Frigo Dedo, el Frigo Pie, el Calippo, el Capitán Cola, el Drácula o el Twister, una locura de tres sabores y colores que se retorcían juntos en un palo sin mezclarse en un alarde de innovación tecnológica sin precedentes.
La diversión del mundo heladero estaba servida. Comprar en un quiosco callejero un polo que pintaba la lengua de rojo, mordisquear el Frac para sentir en la boca, entornando los ojos, el quebradizo chocolate, o, simplemente, abrir el congelador de casa en pleno noviembre y sacar la oronda tarta Comtessa como postre de domingo era, cuanto menos, un lujo pequeñito y entrañable que nos acompañaría durante el resto de nuestras vidas como resumen de una porción de felicidad congelada en el tiempo.
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