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Columna
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La difícil costumbre de echarse azúcar en el café hasta que hace isla

No soy capaz de solicitar la dosis que necesito sin sentir en los hombros el peso del juicio de la civilización occidental en pleno, alzada como un solo hombre que me mirase fijamente con desaprobación y vergüenza

Azúcar en el café
Azúcar en el caféFERNANDO HERNÁNDEZ / Getty
Maria Nicolau

Recuerdo perfectamente la primera vez que me reí en voz alta a carcajada limpia en el cine. Fue una tarde del año 1998 viendo El Milagro de P.Tinto, una astracanada visual con tintes de Amanece que no es poco parida por la mente brillante de Javier Fesser, que hoy sería muy probablemente imposible de ver en las salas de cine comercial. Moriría desintegrada por cancelación aguda antes de que el guion llegase a rozar la mesa del despacho de la productora.

Esa tarde tendría yo dieciséis años. Repanchingada en la butaca, extasiada por esa sucesión inaudita de postales psicotrópicas, me reconocí miembro de la gran familia P. Tinto.

Así describe Juan Manuel Chiapella, interpretando al P. Tinto primigenio, lo que es ser parte de ese clan, a su heredero, en una escena mítica del filme: “Hijo mío, recuerda siempre esto: desde hace muchas generaciones, un P. Tinto siempre se ha distinguido por tres cualidades que le hacen inconfundible en cualquier lugar del mundo: Un P. Tinto siempre mira hacia arriba, con optimismo. A un P. Tinto la elegancia se le reconoce donde quiera que vaya; informal, sí, pero elegante. Y, sobre todo, un P. Tinto siempre lleva su propia energía. Sin olvidar que a un P. Tinto le gusta echarse azúcar en el café hasta que haga isla.” En la encrucijada de esos tres ejes, yo, adolescente en pleno viaje de autodescubrimiento, encontré mi lugar en el mundo: una servidora siempre se ha echado un par de sobrecitos de azúcar en el café solo. Lo mismo hacía mi abuelo, que era igual de famoso en el pueblo por sus muebles de jardín como por añadir dos cucharadas soperas de azúcar a su vaso fino de caña de leche caliente con Colacao.

Antes, que no teníamos cabeza ni sensatez alguna, que bebíamos agua amorrándonos directamente a la manguera sucia del patio, veíamos películas rellenas de chistes políticamente incorrectos, y todos los sobrecitos contenían por defecto ocho gramos de azúcar blanco, la vida era más fácil. Ahora cada día viene menos azúcar en los paquetitos, y es habitual toparse con algunos donde, por ejemplo, sólo hay cinco gramos de veneno. Asimismo, y cada vez más, estos cinco gramos lo son de azúcar moreno, que no tiene demasiadas diferencias nutricionales respecto al blanco, pero sí menos potencia edulcorante, y un tono ocre acorde con la madera clara de las paredes del interiorismo nórdico. Parece como que viste más. Esto me ha forzado a adoptar medidas.

Antes todo esto eran campos y con dos sobrecitos me bastaba para gozar de mi tacita de café tranquila. Ahora, para conseguir los dieciséis gramos de azúcar blanco refinadísimo y maligno que quiero, necesito gastar cuatro: tres enteros de cinco y un poquito más. El mundo me tiene por alguien con carácter, por una mujer liberada y empoderada, dueña de su destino, pero todavía no he ascendido al nivel de consciencia que me permita pedirle ración cuádruple de azúcar al camarero sin perder la sonrisa natural espontánea que me caracteriza. No soy capaz de solicitar la dosis que necesito sin sentir en los hombros el peso del juicio de la civilización occidental en pleno, alzada como un solo hombre que me mirase fijamente con desaprobación y vergüenza. Así que lo que hago es viajar siempre con un puñado de sobrecitos de azúcar escondidos en un compartimento especial de la mochila (un P. Tinto siempre lleva su propia energía).

Cuando estoy en el bar pido un café solo con dos sobrecitos de azúcar —a esto sí me atrevo—. Si lo que me sirven es azúcar moreno, lo dejo en la barra y le regalo al camarero una caída de pestañas de persona interesante y madura que da a entender “yo, el café, lo tomo solo, como los gastrónomos y los cafeteros de pro”. Una vez en la mesa, a hurtadillas, saco dos sobrecitos de azúcar del ajuar secreto y los vierto en la taza. Si el azúcar que me sirven es blanco, pero no suma la cantidad de dieciséis gramos, por eso de la moda de empaquetar los gramos de cinco en cinco, corrijo el defecto con mi propia mercancía.

Finalmente, hago papiroflexia con los envoltorios de azúcar que he usado, los pliego y los encasqueto todos dentro de uno solo, que dejo en el platito. Al final todo en la escena queda muy pulido (A un P. Tinto la elegancia se le reconoce dondequiera que vaya; informal, sí, pero elegante). Recientemente, me he hecho fiel seguidora de la cuenta de Instagram de este distinguido caballero llamado William Hanson que educa la plebe en cuestiones de protocolo y etiqueta. Cada uno de sus reels me hace feliz.

Gracias a él he hecho las paces conmigo misma a un nivel muy profundo. Según parece, este ritual que he seguido con los papelitos de los sobres de azúcar todos estos años es lo que este maestro prescribe para tomar una taza de café lo más elegantemente posible.

A los P. Tinto nos sobran los motivos para ir por el mundo siempre con la cabeza bien alta.

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Sobre la firma

Maria Nicolau
Es cocinera de oficio y por vocación. Durante más de veinticinco años ha trabajado en restaurantes de España y Francia. Autora del libro ‘Cocina o Barbarie’, prologado por Joan Roca en catalán y Dabiz Muñoz en castellano. Actualmente vive en Vilanova de Sau, Osona, donde ha conducido el restaurante de cocina catalana El Ferrer de Tall.
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