Retsina, el vino de los dioses griegos que no siempre gusta a los mortales
El caldo más peculiar de Grecia hereda su peculiar sabor del uso que en la antigüedad se hacía de la resina de pino para su conservación
Darwin lo hubiera probado. Cuentan que, en su travesía a bordo del Beagle, Charles Darwin echaba en la cazuela todo animal exótico que encontraba. Óscar López-Fonseca nos propone recorrer los fogones del mundo con experiencias culinarias que, seguro, el padre de la teoría de la evolución se hubiera aventurado a probar en aquel viaje.
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El vino siempre ha tenido la consideración de bebida de dioses. Los griegos tenían en su panteón de divinidades protectoras a Dionisio, hijo del todopoderoso Zeus y una mortal, quien vagaba por el mundo con su séquito difundiendo el cultivo de la vid e inspirando la creación artística a los que lo ingerían. De hecho, la pasión de los griegos antiguos por esta bebida alcohólica, a la que también atribuían propiedades curativas, ha quedado ampliamente reflejado en su literatura. En la Ilíada y la Odisea hay decenas de referencias a él, casi siempre para ligarlo al mundo de los héroes. De hecho, el célebre Ulises lo utilizó para emborrachar al terrible cíclope Polifemo y vencerlo.
Sin embargo, pocos como el poeta Alceo de Mitilene para resumir en pocas palabras la importancia de esta bebida en la cultura clásica: Oinos kai aletheia. O lo que es lo mismo, “vino y verdad”, frase que luego adaptaron los romanos —como hicieron con el dios Dionisio, que pasó a ser Baco en su mitología— a la célebre sentencia latina in vino veritas. Eso sí, cómo se elaboraba, conservaba y consumía el vino en la antigua Grecia, poco tiene que ver a cómo se hace hoy. Sirva como ejemplo que, dada la alta graduación que tenía al no poder controlarse la fermentación por los rudimentarios conocimientos enológicos de entonces, era habitual que los antiguos griegos lo bebieran aguado para suavizarlo. Incluso se le añadía agua de mar, en este caso para evitar que se echara a perder —evitaba que crecieran microorganismos— antes de alcanzar la condición de envejecidos, ya muy valorada entonces.
Hoy en día la posibilidad de probar un vino que sea ligeramente parecido a aquellos de hace más de 2.000 años tiene un nombre concreto: el retsina, un vino principalmente blanco —aunque también lo hay rosado— que se produce en Grecia, principalmente en las regiones de Ática, Beocia y Eubea, y cuyo particular sabor tiene su origen precisamente en el peculiar proceso que antaño se utilizaba para alargar la vida de los caldos. Los griegos antiguos guardaban su vino en grandes ánforas de barro cocido (pithoi) a las que, para combatir su porosidad, daban una capa de resina de pino con la que evitar que, por un lado, se evaporara y, por otro, se echara a perder por la oxigenación. Esta protección añadía al vino un sabor a resina que no parecía molestar, ni mucho menos, a sus consumidores. El historiador romano Plinio El Viejo aseguraba en su Historia Natural que servía para dar aroma y un poco de sabor. Y Plutarco le atribuía la propiedad de dar consistencia al vino.
Quizá por ello, pese a la sustitución de las ánforas por, primero, las barricas de madera y, más tarde, recipientes de otros materiales que eliminaban la necesidad de seguir utilizando la secreción de los pinos para la conservación de vino, se mantuvo el añadido de resina precisamente por el sabor y el aroma. De hecho, ese particular toque sigue teniendo un público fiel en el siglo XXI que lo reclama. Eso sí, cómo se consigue ahora tiene poco que ver a cómo lo hacían los griegos de la antigüedad. Incluso el sabor es bastante diferente al de aquellos vinos de hace más de dos milenios, cuando el resultado era un caldo de sabor fuerte, incluso picante. No obstante, el de la actualidad sigue siendo muy peculiar y, por ello, no siempre del agrado de neófito que se aventure a probar su primera copa. Eso sí —y doy fe—, una vez que se le coge el gusto, es prácticamente imposible sentarse en una taberna en Grecia y no pedir una jarra fría de esta bebida de dioses para acompañar la comida y la charla.
El vino retsina —que tiene denominación geográfica protegida por la Unión Europea (UE)— se elabora principalmente con uva de la variedad savatiano, aunque también se emplea rhoditis y assyrtiko. Para convertirlos en retsina, los enólogos añaden durante la primera fermentación del mosto una cantidad variable de resina sólida —la UE fija como límite máximo un kilo por cada hectólitro— procedente de árboles de pino carrasco (Pinus halepensis). La calidad y cantidad de esta resina determinará en gran parte el sabor y el aroma del vino. Eso sí, esta sustancia no está durante todo el proceso, ya que se retira durante la clarificación y el trasiego del vino.
El resultado es un caldo limpio, de color amarillo a veces con tonos verdosos, que ronda los 11º de alcohol y que al acercarse a la nariz ya revela aromas a resina “con ligeros mentolados, anisados y cítricos”, según lo describen enólogos y sumilleres. Estos expertos añaden que en boca “es complejo, persistente y muy profundo. Inicialmente, el sabor es el de la resina que deja paso después a una fruta cítrica ligera y amarga”. Esto convierte el retsina en un vino perfecto para tomar fresco con los tradicionales mezes (aperitivos) griegos, como las aceitunas de Kalamata, los dolmades (hojas de parra rellenas) o el tzatziki (crema de yogur con pepino y aceite de oliva, entre otros ingredientes), pero también para degustar platos principales como la musaka (con berenjena, carne y salsa de tomate) o oktapodi sta karvuna (pulpo a la brasa). Ulises, los dioses griegos y el autor de estas líneas estamos de acuerdo. El cíclope Polifemo, no tanto.
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