Sala Cero: el restaurante con máquinas de ‘vending’ en el que te pedirán que no hagas fotos
Lo nuevo del chef y empresario Javier Bonet, creador de Sala de Despiece, es un proyecto interactivo envuelto en un férreo secretismo que se aparta de la experiencia gastronómica conocida hasta ahora
Javier Bonet (Palma de Mallorca, 1971) evita a toda costa mencionar la palabra experiencia tan recurrente en el lenguaje de la moderna hostelería. “Hemos encontrado algo mejor para definir lo que va a pasar aquí: secuencia. Una secuencia te advierte que vienen más cosas pero no te promete nada, y una experiencia siempre promete”. De sobra conocido por sus experimentos culinarios que han marcado un antes y un después en la restauración madrileña, con su nuevo proyecto liderado junto al chef Olof Johansson, ha conseguido el efecto contrario. Sala Cero se ha rodeado de tal hermetismo que hace fantasear con algo revolucionario sin precedentes.
Con solo un render del espacio hasta la fecha —EL PAÍS ha sido el primer medio en fotografiar su interior— no existen imágenes de los platos ni web. Tampoco pistas sobre el menú. Un secretismo que busca preservar el factor sorpresa —”si no te sorprendes a ti mismo cuando te haces mayor, todo se convierte en algo puramente transaccional”, confiesa—, pero que ya es la comidilla del sector. Todo el mundo quiere saber qué esconde ese portón de acero de la calle Ayala número 27. “Sala Cero es la precuela. Hemos ido hacia atrás para contar con la libertad creativa de hacer lo que queramos sin tener que seguir haciendo chuletones y rolex. Que los haremos, sí, pero de otra forma”, explica al comienzo de la visita.
Bonet se refiere al espacio como el eslabón que precede a sus Sala de Despiece (SSD) y Sala de Despiece 2 (SSD2), además de la academia que proyectó de forma temporal. Un homenaje a los bares de toda la vida que recuperó el fenómeno de comer en barra y puso el término ponzaning en el mapa. Diez años después de ese primer experimento, Bonet cambia de distrito y elige el barrio de Salamanca como sede. “Cuando llegué a Madrid este era un barrio residencial, pero ahora es como otro más del centro. Aquí lo social se mezcla con el ocio; puedes irte de compras, luego tomarte un cóctel y después irte a cenar”.
Cambio de zona y previsiblemente también de público, ya que pasa del acomodado Chamberí —pero joven e inquieto— a meterse de lleno en un terreno, de primeras, conservador. “Nosotros traemos una energía totalmente distinta. Antes los de Salamanca no bajaban más allá de Justicia, ahora están todos mezclados. La ciudad ha hecho un cambio brutal. No está como antes segmentada por zonas, ocio o edades. Madrid es amplitud total”. ¿Entenderán en estas calles vinculadas al lujo comercial y cierta clase social esa energía a pie de calle que desprenden sus locales? “Aquí venimos con más sofisticación —en cuanto a capacidad de espacio y de comodidad—, pero con la misma actitud de siempre. Vamos a hacer ruido, pero un ruido positivo”.
Sala Cero, la precuela de todo
Volvamos a la visita. Tras cruzar el portón que da a la calle con esa vibra industrial de sus anteriores proyectos, comienza la llamada secuencia en una sala aséptica que conecta de nuevo con la infancia de Bonet, cuando su padre lo llevaba al matadero los sábados. Ese recuerdo se le quedó grabado para siempre, y sale a relucir en la estética que acompaña a cada proyecto. “Allí vi la sangre correr por mis pies, nunca le tuve miedo porque era el sustento de una familia, lo normal era eso”, comenta.
En este primer espacio busca satisfacer las necesidades básicas del cliente. “Aquí les ofrecemos un primer bocado y les quitamos la sed. Nos preocupamos por saber si tienen alguna intolerancia o muestran entusiasmo por venir a jugar. Queremos que el cliente borre la sugestión del exterior, resetee y se sienta bien en un espacio rodeado de gente simpática y normal”. Ya dentro, cuenta, pasarán muchas cosas desde su prisma siempre peculiar de la normalidad. Es el caso de la ventanita inspirada en los conventos de clausura que lanza desde el anonimato la primera comanda de bienvenida. “Será un aperitivo muy sencillo como almendras y anchoas junto a una copa de cava o jerez”. Viniendo de Bonet —autor de clásicos modernos como el chuletón cenital—, lo sencillo nunca es como uno se imagina.
En la pared se alinean los archivadores donde adquirir los llamados modificadores: “Nuestra cocina siempre ha sido interactiva, pero hemos querido ir más allá y que el cliente pueda comprar ingredientes para luego modificar con ellos sus platos”. Trufa o caviar, avanza Bonet, serán algunos elementos de la lista, una idea que nace tras observar durante una década cómo sus clientes tuneaban los platos. “Todo empezó cuando vimos a un cliente emplatar un flan… Nos dejó locos. Desde entonces observamos la capacidad que tiene el público para jugar con la comida, hemos visto a clientes que se regalaban la comida o comían del plato de los demás. Esto nos fascina, porque siempre se nos ha dicho que no juguemos con la comida y aquí provocamos todo lo contrario”.
Ya en las entrañas del restaurante, el acero se alterna con materiales brutalistas como el cemento en un proyecto de interiorismo junto a la plataforma creativa Yyplusplus. Una barra para 45 comensales rodea a su cocina comunitaria que conecta al público con su sistema de trabajo. A diferencia de las otras salas, ya no se expondrá el producto en vitrinas, los ganchos del techo permanecen desnudos y el utillaje que se mostraba con orgullo estará escondido. “Ahora me parece feo utilizar un animal muerto para mostrarlo y venderlo. En los otros locales estamos obligados a hacerlo por la dinámica, pero iremos borrando poco a poco esa huella animal”. La vajilla con apariencia de prototipo, diseñada por ellos mismos, conecta con el concepto de inacabado que ronda el local. “Todo es working in progress”, matiza. Y la carta es ahora una etiqueta cosida a la servilleta que incluye tu nombre y la fecha. “Puedes luego comprarla y quedártela como recuerdo”.
Media hora después de la visita, por fin conseguimos hablar de comida… O no. Con un producto centrado en la cercanía como el vacuno joven de Ávila y el nombre del chef Javier Lafuente (El 2 de Vallehermoso, ya cerrado) entre los miembros de su equipo, Bonet desvela pocas pistas sobre el bocado central. ¿Los fans de Sala de Despiece encontrarán los hits de siempre o el reseteo es por completo? “De momento todo es diferente, pero puede que utilicemos cosas de otros locales como homenaje. Tenemos un rolex que no es un rolex, aunque tiene los mismos ingredientes... Nos vamos a contradecir todo el rato”.
Para preservar el misterio proporcionarán unas bolsas en la entrada donde el cliente podrá guardar su teléfono móvil. “No vamos a prohibir que se hagan fotos, pero pediremos que no las suban a redes sociales, así no se rompe la ilusión. Yo quiero que la gente venga a ciegas y disfrute de algo inesperado”. En Sala Cero también se harán realidad otras peticiones de su público como aceptar reservas o prolongar la velada en dos turnos diarios sin hora limitada. Quien desee alargar la secuencia podrá hacerlo en la planta baja, Subcero, bien en la coctelería asesorada por Amarguería y Juan Valls o continuar hasta la madrugada en el club, que dispone de vending para adquirir desde cervezas a combinados o chupitos. “Serán como las máquinas japonesas, tú harás el autoservicio. No me gusta nada que en una discoteca tengas que hacer la cola de gintonics para luego tomarte una birra”.
En este subsuelo que ocupaba anteriormente la cocina de Astrid & Gastón —y después la propuesta gastronómica de Begoña Fraire con Étimo—, una cabina de DJ pondrá la música en primer plano y trabajarán con inteligencia artificial en un souvenir sonoro para los presentes. “Nosotros damos unas bases instrumentales y la máquina crea 15 minutos de música que no se repetirá jamás, y que el cliente podrá tener en un link”. Con las reservas recién abiertas este pasado viernes y un rango de precios aún por definir —”aplicaremos el sentido común, pero nos hemos venido a este barrio con lo que supone”—, catar su no-experiencia ha sido un privilegio solo para unos familiares y conocidos. “Estamos asustados del monstruo que hemos creado. En la sala hemos vivido situaciones que no son típicas de la restauración, es casi más de un club de pertenencia, la gente está entusiasmada”.
Pero las novedades no terminan aquí. Además de trasladar su primera sala a la calle Alonso Cano —“Ponzano se ha convertido en algo comercial, tiene su propio branding y está invadido por bares de copas, ha perdido el interés”, señala—, su próximo proyecto será en Londres. Ubicado en el barrio de Mayfair se lanzará bajo el rótulo de SDD, las iniciales que desde hace un tiempo simplifican la marca de Sala de Despiece para llegar a un público mayor. “Me he formado viajando por todo el mundo y ahora me gustaría llevar mi historia y asociarme con locales para que la mejoren. Nosotros podemos cocinar con esta filosofía en cualquier parte del mundo donde haya buen producto”, señala el creativo que cuenta con Tokio y Estados Unidos como objetivos. ¿Cómo visualiza su universo dentro de unos años? “Todos trabajaremos en red y crearemos un monstruo creativo que se autogestiona solo. Así dejaré de pensar y podré irme a Mallorca a pescar calamares”. Un reseteo en toda regla.