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A GUSTO
Columna
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En la noche de Reyes, ¿por qué no nos comemos a los niños?

La medida acabaría de raíz con la ingesta de azúcar, no sólo por el hecho de proporcionar una alternativa alimentaria a los caramelos, sino por hacer desaparecer una parte del grueso principal de su masa de consumidores habituales.

RRMM - Gastro
FERNANDO HERNÁNDEZ / Getty
Maria Nicolau

Mañana, con la comida del día de Reyes, en este país decimos basta a comilonas, a excesos, al delirio gastronómico y al desabroche de primeros botones que caracterizan la temporada de fiestas navideñas. Es el descontrol, de hecho, lo que dota de significado a la misma palabra fiesta: el romper las reglas, aunque sea por un tiempo definido y controlado. La fiesta es el estado de excepción necesario que el sistema consiente para asegurar su propia supervivencia, la ventana de aire que nos permite a sus integrantes respirar para no ser engullidos por la monotonía —¡devorar en exceso para no ser devorados! —, para poder después volver al orden. Esta descompresión es saludable no solo para que la estructura que sostiene nuestras rutinas no se desmorone, sino para nosotros mismos: el paréntesis dentro de la normalidad puede ser momento para reflexionar sobre si la vida que nos espera, una vez restituida esa rutina, allende la fiesta, es la vida que queremos.

Estos días de despiporre no han faltado a su cita anual las noticias alertando a la población sobre los peligros de rechupetear cabezas de gambas en exceso, siendo esta época la que concentra la mayor parte de su consumo anual. Tampoco las guías con indicaciones precisas de porciones y cantidades aceptables de roscón o de polvorones por persona, ni los métodos para compensar la sobrecarga calórica con ejercicio físico, con el objetivo de no ganar peso. También ha habido avisos sobre el exceso de proteína animal que hay en Navidades en cada plato, donde abundan los embutidos, la carne y el pescado, y escasean los vegetales, cosa que se traduce en un enorme impacto ambiental.

A la vez, aparecen columnas y reportajes sobre la importancia de eliminar la culpa de las comidas navideñas, de no juzgar el plato ni el cuerpo del vecino; y artículos de psicólogos reputados aconsejando evitar comentarios que hagan alusión a dietas o conductas compensatorias después de las fiestas, por el auge de los trastornos de la conducta alimentaria, y por el bien de la salud mental de todos.

Esta noche vienen los Reyes Magos y centenares de miles de kilos de caramelos lloverán sobre los niños de todo el país. Como cabía esperar, están aquí también las alertas sobre lo que representa el consumo de azúcar para la salud particular, la pública, y la del planeta: caries, diabetes y miles de envoltorios individuales que en el mejor de los casos terminan en la basura, y que no sólo son un problema medioambiental por los recursos que se consumen durante la fabricación de esos papelitos y plásticos de colores, sino por los gases que emite su combustión en los vertederos.

Tengo una propuesta que podría solucionar todos estos problemas de golpe: esta noche, comámonos a los niños.

Antes de saltar de la silla y llamar a las autoridades párense un momento a reflexionar. La medida acabaría de raíz con la ingesta de azúcar, no sólo por el hecho de proporcionar una alternativa alimentaria a los caramelos, sino por hacer desaparecer una parte del grueso principal de su masa de consumidores habituales.

Además, la introducción de este tipo de carne en el menú desplazaría una parte del consumo de carne que habitualmente recae sobre otras especies, léase ternera, cerdo o pollo, cuyo consumo desbocado se ha demostrado que es dañino para el medio ambiente; y sería lógico esperar que también desplazase el consumo de gambas, que son las reinas de las fiestas porque el resto del año las vemos poco. Si la veda de comer niños se levanta sólo una vez al año, el factor festivo de esa opción gastronómica gana por goleada al marisco.

Las buenas noticias no terminan aquí: Un estudio reciente sobre el valor nutricional de la carne humana demuestra que, en comparación con otros animales, los humanos no tenemos un contenido calórico especialmente alto. Un mamut muerto puede alimentar a 25 neandertales hambrientos durante un mes, pero comerse a un humano solo proporciona un tercio de la ingesta diaria de calorías recomendada por los nutricionistas. Según las estimaciones de la comunidad científica, jabalíes y castores, por ejemplo, contienen aproximadamente 4.000 calorías por kilo de carne, frente a las míseras 1.400 calorías por kilo de un humano moderno.

Es de suponer, además, que una parte de los retoños ingeridos cada noche de Reyes eliminaría de base unos cuantos de los adultos que tienen el vicio de criticar platos y cuerpos ajenos. Tengamos presente que esos adultos, en algún momento pasado, fueron niños. Como colofón final a mi argumentación, añado que los niños, por norma general, vienen sin envoltorio de plástico.

Hace un par de días terminé de leer ¿Y si nos replanteamos el canibalismo?, publicado por Libros del Zorro Rojo, donde su autor, Albert Pijuan, desgrana una idea factible y un plan mercantil viable para restablecer la armonía en el planeta. Se inspira en el ataque indignado que Jonathan Swift publicó en 1729, coincidiendo con el primer día del calendario escolar, bajo el título de A Modest Proposal for Preventing the Children of the Poor People in Ireland from Being a Burden to their Parents or Country, and for Making Them Beneficial to Their Public. El texto es un alegato contra la pobreza de los irlandeses bajo el yugo del gobierno inglés. La suya era una propuesta para hacer útiles a la patria a los hijos de los pobres, vendiéndolos como alimento a los ricos. Hoy día es un referente en el mundo de los textos satíricos.

Pasen una fabulosa noche de Reyes. Que les traigan un montón de regalos. Atibórrense de todo el roscón que quieran o consideren. Tengamos la fiesta en paz y recordemos que, en última instancia, también es una cuestión de salud dejar que la fiesta sea una fiesta.

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Sobre la firma

Maria Nicolau
Es cocinera de oficio y por vocación. Durante más de veinticinco años ha trabajado en restaurantes de España y Francia. Autora del libro ‘Cocina o Barbarie’, prologado por Joan Roca en catalán y Dabiz Muñoz en castellano. Actualmente vive en Vilanova de Sau, Osona, donde ha conducido el restaurante de cocina catalana El Ferrer de Tall.

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