Lo que deberíamos copiar de los franceses
Cuento los días que quedan para que la nueva normativa francesa se implemente también en España por una simple cuestión de orgullo y de transparencia
El pasado 22 de octubre, la ministra de Pequeñas y Medianas Empresas, Comercio, Artesanía y Turismo francesa, Olivia Grégoire, anunció en sus redes sociales la entrada en vigor en el país vecino de la obligación de informar al consumidor de qué platos son cocinados artesanalmente en el establecimiento y cuáles no. La medida nace con tres objetivos: proteger al consumidor, defender a los restauradores que sí ofrecen a sus clientes platos realmente preparados in situ, y preservar lo genuino de la gastronomía nacional, clasificada como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad por la UNESCO en 2010. Esta medida afectará los cerca de 175.000 restaurantes que se calcula que hoy día viven y respiran en Francia, que no es pionera en emprender este tipo de iniciativas. Antes ya lo hicieron Alemania e Italia.
Como era de esperar, el anuncio ha despertado el debate en España. Por un lado, muchos cocineros llevan tiempo reclamando medidas como ésta para dejar de sentir que trabajan en desventaja ante lo que consideran la competencia desleal de locales que, en una sala bien decorada, iluminada tenuemente y con música ambiente de moda, sirven comida industrial recalentada en un par de microondas.
Por otro lado, está quien sostiene que la quinta gama, eso es, la comida preparada en obradores externos, envasada, y lista para recalentar y servir, es una gran solución a algunos de los graves problemas del gremio, además de, en muchos casos, ser garantía de regularidad y calidad.
Hay dilemas y casuísticas propias del sector con las que el ciudadano de a pie no está y no tiene por qué estar familiarizado. En entornos urbanos, por ejemplo, la ratio de metros cuadrados destinados a la venta en relación a los metros destinados a la producción es una cuestión crítica. El alto precio del metro cuadrado en las grandes ciudades hace que resulte muy caro sacrificar las ventas que puede generar lo que ocupa una mesa de cuatro comensales en favor de reservar sitio para instalar un horno en la cocina.
Para preparar una terrina de cochinillo deshuesado a baja temperatura, por ejemplo, es necesario comprar cochinillo, cocinarlo en un horno suave o en maquinaria específica durante muchas horas, deshuesarlo (ahí puede llegar a ir a la basura un 20% del peso del animal en forma de huesos que se han pagado al mismo precio que la grasilla suculenta que envuelve la carne), volver a montarlo, dar una segunda cocción para conseguir el dorado en la piel y el toque crujiente, enfriarlo, cortarlo en porciones, envasarlo y almacenarlo debidamente etiquetado para que esté listo para el servicio de comidas o cenas de varios días. Esto implica, por un lado, disponer en el local de un chef competente que sea capaz de enseñar a sus cocineros a hacer esa receta, y de escandallarla correctamente para poder determinar su precio de venta sin pillarse los dedos, teniendo en cuenta decisiones de compra de maquinaria, gasto de luz, agua y gas, horas (muchas) de mano de obra competente y calificada, espacio de almacenaje y mesas de trabajo amplias donde poder maniobrar. La alternativa de comprar las terrinas de cochinillo ya listas para calentar y servir, cómodamente envasadas, a precio por ración, con instrucciones precisas de recalentado que no fallan, sabiendo que así, de paso, aseguramos no tirar ni un gramo de materia prima a la basura es, sencillamente, maná del cielo para el empresario de hostelería.
Hay gente en el sector de los grandes obradores de comida preparada que hacen auténticas virguerías, con equipos formados por tecnólogos alimentarios capaces de diseñar recetas de altísima calidad con ingredientes de primera, con maquinaria de última generación o con equipos de cocineros competentes que bolean las croquetas a mano para darles el toque casero que todos andamos buscando. Este tipo de productos no son baratos.
También hay otra clase de empresas cuyo objetivo es conseguir acercarse al máximo a sabores caseros que todos llevamos incrustados en el hipotálamo desde pequeños, utilizando materias primas de menor calidad y sucedáneos con el fin de conseguir abaratar el precio de la ración al máximo, para que podamos después gozar de menús especiales para cenas de empresa o de fin de año con croquetas de boletus y foie, de chipirones en su tinta, de jamón ibérico de 17 jotas, o de langosta en salsa americana, como aperitivos en menús escritos en archivos pedeefe y publicaciones de Instagram con tipografías doradas serpenteantes bailando sobre fondos oscuros, que quedan más elegantes, con profusión de entrantes de nombres rimbombantes, que incluyen tartares y raviolis de rellenos imposibles bañados en salsas de frutas tropicales y reducciones untuosas de vinos añejos, con bien de bogavante, filetes con foie y lingotes de cochinillo confitado como plato estrella a setenta pavos el cubierto, con maridaje de vinos, champán y cotillón incluidos.
El mundo ya sabe que mi causa perdida favorita es la de la artesanía, pero esto no significa que no considere justo darle al César lo que es del César. El sector de la quinta gama avanza imparable y está claro que es el futuro para gran parte del sector de la restauración. Sea, pues.
Ahora bien, cuento los días que quedan para que esta normativa se implemente también en España por una simple cuestión de orgullo y de transparencia. Si desde el gremio defendemos el uso de la quinta gama y sabemos ver sus grandes virtudes y la ayuda que supone para el sector, entonces no nos tiene que dar, a nadie, ningún miedo de anunciarlo y gritarlo, orgullosos, a los cuatro vientos.
“En esta casa se sirven las maravillosas croquetas fabricadas por el obrador tal”, “en este restaurante servimos los fabulosos raviolis fabricados por pascual”, o “aquí todo, mejor o peor, nos lo hacemos nosotros”.
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