La Lleldiría, la cabaña pasiega perdida en el monte a la que acuden clientes de medio mundo para probar sus quesos
En solo un año, una pareja ha hecho de su afición casera su forma de vida y ha logrado posicionar en grandes restaurantes sus quesos de leche de vacas que pastan en libertad
Una cabaña pasiega de piedra de hace 150 años, donde se guardaban las vacas y se refugiaban los pastores, ha sido primorosamente restaurada y modernizada por Aitor Lobato y Sarah Hart, un ingeniero de Torrelavega y una psicóloga y profesora de inglés de Carolina del Norte, reconvertidos en queseros artesanales, fermentadores de bebidas y elaboradores de embutidos.
Lleldar significa fermentar en cántabro y asturiano. Y en Merilla, una remota aldea de montaña en los Valles Pasiegos, en el municipio de San Roque de Riomiera, a la que se accede tras atravesar carreteras con curvas, entre riscos, bosques tupidos, lomas de un verde intenso y el rumor del río, estos dos jóvenes emprendedores han creado La Lleldiría. Con atrevimiento y vehemencia, demuestran que gracias a su “fermentería” autosuficiente energéticamente, donde se come y se bebe, se debate sobre el mundo rural del siglo XXI y se festeja con música, las utopías son posibles. Y que frente a la depresión del campo vaciado hay que plantar dinamización. Sobre su tejado de lastras (lascas de piedra), hay unas placas solares. En el exterior, un generador de aerotermia. Y al fondo de la finca, una fitodepuradora que limpia las aguas residuales con plantas. Además, frente a la casa hay una huerta en crecimiento y otro recinto de madera cobija un horno de leña para asados y pizzas, con el combustible de los restos de poda de un manzanal ecológico vecino.
En solo un año, estos fermentadores que han hecho de su afición casera su forma de vida, han logrado que sus quesos de leche de vacas que pastan en libertad sean altamente valorados por el público. Los elaboran a la antigua usanza, reposando en madera y piedra en la cava de maduración, ubicada en lo que era la cuadra de la cabaña. A una temperatura de 14 o 15 grados, los quesos maduran rápido. Los han llamado Lolo, Tino, Carmina, Siso y Mari, como los nombres de los dueños de ganaderías familiares de los Valles Pasiegos —cuyas vacas de pasto dan una gran leche, nutritiva, con omega 3 y omega 6— y sus caras lucen en el envoltorio.
“La leche es un producto vivo que depende de levaduras y de bacterias. En el ambiente se nota que hay vida. Ya tenemos una pequeña fiesta en la cámara”, dicen los queseros satisfechos. Cada queso tiene su personalidad. Lolo está hecho de leche cruda, tiene dos meses de maduración y está lavado a mano con agua con sal. Es bastante mantecoso, de sabor intenso y es amarillo porque la leche de pasto es rica en carotenos. Se presenta en tamaños de unos 700 gramos aproximadamente (a 22 euros el kilo en venta directa y online 16 euros la pieza de 700 gr). “Tino es ligeramente más ácido que Lolo y lo ahumamos. Carmina, tirando a queso nata, lo hacemos con leche pasteurizada y lo sacamos a los 15 días; se seca al aire. Siso es de pasta blanda, y es al único que aportamos Penicillium Candidum (el moho blanco de los Camembert); lo sacamos con dos meses, es muy cremoso y tiene un sabor más a tierra, a champiñones…”, explica Lobato.
Son quesos artesanos que van por libre de las tres denominaciones de origen protegidas de Cantabria: Queso Nata, Quesucos de Liébana y Picón Bejes-Tresviso. Pero los gastrónomos ya los aprecian como de alta gama. “Hacemos 30 kilos de queso al día, usando 300 litros de leche de vaca”, dicen. No tienen una producción masiva, pero se van introduciendo en puntos estratégicos. Pueden encontrarse en mercados santanderinos, tiendas especializadas como Quesoba (también excelentes fabricantes), El Súper de Los Pastores, de Santander y Madrid, en el mercado madrileño de San Miguel o La Manducateca de Bilbao. Y, por supuesto, en restaurantes cántabros: el tres estrellas Cenador de Amós (Villaverde de Pontones), La Cartería (Cartes), El Remedio (Ruiloba) o La Semilla (Santa María de Cayón), entre otros. “Los restaurantes tienen que poner en valor el producto. Si la cocina está pegada al territorio, esto despega. Los productos construyen el paisaje”, dice la pareja, que ya ha ganado un prestigio más allá de su zona.
La Lleldiría está lejos del mundanal ruido, pero la encuentran los urbanitas (y los rurales) de todo el mundo a través de las redes sociales. Desde el minuto uno de su existencia, ha mostrado su trabajo de forma atractiva. Con sus fotos y vídeos se come y se vive el paisaje de la tierruca. Y el deseo de saborear sus quesos pasiegos trae a la montaña público de Italia, Francia, Suiza o Estados Unidos.
Empezaron a finales de 2022 con un club de consumidores (ya hay una treintena) y jornadas gastronómicas: del cabrito, del chon (cerdo), del guiso de caricos (alubias rojas de Cantabria) con jabalí y las cebollas tiernas. Y ahora su espacio, con extraordinarias vistas al horizonte de los valles, se llena a diario con turistas gastronómicos. El verano promete, con debates y conciertos al aire libre. Organizan menús al aire libre maridados con las bebidas fermentadas que elaboran como kombuchas de fresa y ruibarbo, cerveza, hidromiel, vermut, remolocho (calimocho con remolacha y vino), champán de saúco y bebidas probióticas con el suero de la leche. “No embotellamos de momento, solo hacemos para degustar en el lugar”, dice ella.
Para eventos y celebraciones a medida tienen una Llelda Móvil, un food truck (camioneta de comida) de estética años 60. Además de la venta directa, cuentan con venta online, algo que se verá reforzado con su pertenencia a De Granja en Granja, una efectiva red de productores artesanos de Cantabria que fomenta las sinergias entre emprendedores. “Ponen en valor la labor de los pequeños productores y demuestran la importancia de la economía colaborativa. Mejoran la vida rural sin intentar cambiarla, incentivan lo que siempre se ha hecho”, dice Antonio Vicente, cocinero cántabro y divulgador de De Granja en Granja, quien resalta La Lleldiría como un ejemplo de sostenibilidad.
“A largo plazo nos gustaría tener aquí mismo un matadero artesanal. Eso cambiaría el rendimiento que la gente tiene con sus animales”, dice Lobato, que proyecta criar cerdos. De momento, utiliza para sus embutidos (chorizo y salchichón) los de los vecinos, que se alimentan con el suero sobrante de la quesería.
Su objetivo es ejecutar con instalaciones modernas producciones ancestrales. “El farm to table (de la granja directo a la mesa) requiere mucho sacrificio. Ser coherente es caro, en energía y en inversión. Es muy difícil competir con las grandes empresas que presumen de ser ecofriendly (respetuoso con el medio ambiente) para hacer atractivos sus productos”, afirma la pareja, cuyo lema es: Mirar al futuro sin olvidar las raíces. “Parafraseando a Andoni Luis Aduriz, somos una ‘no quesería’. Aquí se fermenta, se cocina, se debate y se crea cultura. Con la única pretensión de sobrevivir y ayudar a sobrevivir al territorio que habitamos. En el mundo rural hay una sensación de pesadumbre enorme, de pensar ‘esto no tiene solución’, y nuestro objetivo es hacer ver que esto no va pabajo sino parriba. Se pueden cambiar las inercias y creo que lo vamos consiguiendo”, afirman entre los dos.
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