Así acaban 2020 los protagonistas de nuestros reportajes
Conocimos a Belén cuando iba a quimio en plena cuarentena; hablamos con Yoselín en las colas del hambre, y asistimos al parto de Pablo. Ahora, volvemos a charlar con ellos para saber qué ha sido de sus vidas
La pandemia llegó y les trastocó por completo. Por eso contaron sus historias. Belén tuvo que sortear el estado de alarma para no faltar a sus sesiones de quimioterapia en un hospital atenazado por el virus. Pablo nació en una habitación cuasi plastificada con su madre soportando las contracciones con la mascarilla puesta. Yoselín acudió por primera vez a una cola del hambre a pedir comida mientras soñaba con seguir estudiando. Hoauri esquivó la UCI de milagro y gracias a eso salvó su carrera como tenor en el coro del Teatro de la Zarzuela… Son algunas de las vidas alteradas que se asomaron a EL PAÍS en el momento más duro del año. Ahora, al final de un 2020 negro, comprobamos qué ha sido de algunos de ellos, cómo han sobrevivido a un golpe que les ha tocado pero no hundido.
Adrián, de 10 años, perdió a su abuela por covid. En el recreo ha aprendido a jugar a cosas nuevas.
Como para otros miles de niños, la vuelta al cole de Adrián, de 5º de Primaria, ha sido distinta este curso. Entre las normas para tratar de convivir con la pandemia están las vallas que separan a los alumnos por clases como si fueran rebaños en el patio. Esta frontera les ha obligado a reinventar un nuevo recreo. Nada de balón. Nada de pandillas con compañeros de otra clase u otro curso. Como mucho, charlar con ellos de parcela a parcela.
El entretenimiento ha adquirido una nueva diversión y se ha adaptado a los nuevos tiempos. Por un lado, cuenta este chaval de 10 años, juegan al Among Us, un famoso videojuego que ellos, lejos de la pantalla, reconvierten a la vida real. “Hacemos unos papelitos para que a cada uno le toque el personaje y así jugamos en persona. También hacemos luchas y carreras de caballitos”, explica. “Antes era fútbol, fútbol, fútbol. Ahora son más creativos”, añade su madre, Silvia Revuelto.
Adrián envió el 22 de marzo una carta a su abuela Celia, que acababa de ser ingresada en el hospital de La Paz. Aquella misiva, que publicó EL PAÍS, terminaba con un esperanzador “¡todo va a salir bien!”, junto a un dibujo del coronavirus. Ella le respondió a través del teléfono con un mensaje: “La he recibido, Adrián. Me ha hecho mucha ilusión”. Celia, madre de Silvia, no superó la enfermedad y acabó muriendo a los 79 años el 29 de marzo.
En un gesto similar a aquella carta, que fue un trabajo de Lengua durante las semanas en que no asistían de manera presencial al colegio, Adrián y sus compañeros han escrito estos días felicitaciones de Navidad para las pacientes de coronavirus que van a pasar las fiestas ingresadas en centros hospitalarios. “Hola buenas. Siento que no puedas pasar la Navidad con tus seres queridos. Espero que intentes pasártelo bien aunque no puedas estar con la gente que quieres. Espero que te recuperes pronto. Lo siento mucho”.
Silvia destaca el hecho de que tanto Adrián como su hermano pequeño, Guillermo, “aceptan totalmente” lo que para ella, con el paso de los meses, no deja de seguir siendo “una película de ciencia ficción”. El otro día incluso, apunta la madre, a Adrián le llamó la atención mientras veía en la tele la película de La máscara del Zorro, de Antonio Banderas, que los personajes se acercaban entre ellos y no llevaban mascarilla.
Belén vence al cáncer durante la pandemia
“El cáncer me ha enseñado cosas maravillosas”. Belén Couso ya ha recuperado el cabello, aunque ella casi no se ha despeinado bajo el terremoto de la pandemia. Ha cargado estos meses con preocupaciones mayores que el confinamiento y la distancia social. Las sesiones de quimioterapia y las de radioterapia son ya exámenes superados. Hoy, a sus 35 años, es una mujer más fuerte, más segura de sí misma y dispuesta a devorar la vida.
Puedo salir a la calle, aunque no pueda celebrar como me hubiese gustado que estoy bien
“Ahora tengo pelazo”, cuenta mientras acaricia a Milú, el gato de raza foldex que le regaló su hermana. Belén es un vendaval de optimismo al recordar su cabeza cubierta por un pañuelo al salir del hospital de la Princesa cuando fue fotografiada para EL PAÍS en la segunda quincena de marzo. “Me costó salir de ahí”. Fueron meses oscuros, rememora, en los que tenía que acudir de manera cotidiana al hospital con el miedo de contagiarse del virus mientras se trataba del cáncer.
La cuarentena y la medicación mediante corticoides hincharon su cuerpo y ganó siete kilos. “Pero la pandemia no es nada al lado de la quimio. Ahora me dicen los médicos que tengo buenas defensas y puedo salir a la calle, aunque no pueda celebrar como me hubiese gustado que estoy bien. Tampoco viajar como me habría gustado, pero la recuperación y encontrarme bien, físicamente y mentalmente, me ayuda a estar mejor que nunca”.
“Todo lo que se puede hacer con sentido común, lo hago”. Sale a la calle con normalidad, queda con amigos y, desde septiembre, se ha reincorporado, aunque teletrabajando, a su puesto en una multinacional tras 14 meses de baja. Al principio se le hizo duro el tener que asistir a sucesivas reuniones desde casa, pero lo echaba tanto de menos desde que terminó el tratamiento al comienzo del verano que no le ha costado adoptar esta nueva rutina laboral. Sorprende escuchar el relato de su dura experiencia mientras la balanza de su testimonio se inclina sin dudar hacia el lado positivo.
Belén acude todavía a revisiones trimestrales a la Princesa y también al hospital universitario Santa Cristina para el seguimiento ginecológico. Su meta ahora es dejar pasar los cinco años recomendados para pensar en la maternidad. De momento, ha de seguir durante un tratamiento mediante el que le inducen la menopausia y le anulan la función ovárica, ya que su cáncer es hormonal. Como ya contó a EL PAÍS en marzo, en una nevera permanecen criopreservados Gonal, Cetrocide y Bemfola. Así, con el nombre rarísimo de las inyecciones que tuvo que pincharse, es como bautizó a algunos de los 23 óvulos que le extrajeron nada más comunicarle en el verano de 2019 que padecía cáncer.
“Una de las maravillas de esta enfermedad es el tiempo que te regala y con él puedes hacer lo que quieras. Parar mi vida ha sido un privilegio. Aquí estoy conmigo y con mis circunstancias. Salgo increíblemente reforzada, mejor conmigo misma, más acostumbrada a la soledad. Antes me costaba mucho estar sola y ahora estoy en un estado maravilloso”. Belén se deshace en arrumacos con su “mantita”, Milú, mientras espera delante del ordenador a conectarse para una nueva reunión. Con su rostro radiante, la luz del flexo la ilumina peinada “a lo garçon”, como cantaba Joaquín Sabina en Peces de ciudad.
“Hoy puedo decir que me siento muy afortunada”, deja claro. “Qué importante ha sido para mí todo el calor, la atención y la dedicación que he recibido de mi familia, de mis amigos y de todo el equipo médico que me ha ayudado en esta camino y más aún cuando al final del sendero encima nos hemos encontrado al coronavirus. Gracias a los que me han acompañado en esta historia que, a día de hoy, ya tiene un final feliz”.
Yoselín, de recibir a ayudar en la cola de alimentos
Y sin embargo, todo ha cambiado. Allá por abril, en la cima más alta de la pandemia, una estudiante madrileña de segundo de Bachillerato que se colocó en silencio en una fila con cientos de personas en Vallecas. Era la primera vez que hacía algo así en su vida. “Que en mi casa tengamos que pedir comida lo llevo como puedo, no es algo que sea fácil de asimilar”, decía a sus 18 años. Se llama Yoselín Sarmiento. Su familia era una de las miles que vivían al día en la capital de España. Su madre, que trabajaba como limpiadora, dejó de hacerlo. A su padre, un conserje de unos vecinos en el centro de Madrid, le redujeron la jornada a la mitad. De contar con tres empleos en casa, a la mitad de uno. De 1.380 euros a no llegar a 400. Los ingresos disminuyeron de un plumazo. Los gastos, no. Yoselín estaba abatida: “Hemos llamado al casero porque no podemos pagar mayo. Nos ha dicho que al menos paguemos la mitad”, decía antes de recoger la comida que le tenía preparada el párroco de una de las parroquias del barrio. Israel García, un lector de EL PAÍS de 48 años, leyó su historia desde Alemania. Se puso en contacto con ella: “Estudia, Yoselín. No pierdas la ilusión porque serás una gran ingeniera. De Vallecas se sale yendo a la universidad. No te preocupes por el ahora porque entre todos conseguiremos salir de esta”. Les abonó tres meses de alquiler en la cuenta: 2.400 euros. Medio año después, la vida ha cambiado para bien en la familia Sarmiento.
Se han cambiado de casa hace solo un mes. Ahora, pagan lo mismo, 800 euros, pero por un piso más cómodo en el barrio. Los padres de Yoselin ya trabajan de nuevo a tiempo completo. “Gracias a Dios hemos logrado salir adelante”, dice su madre por teléfono. “En aquel entonces estábamos en una situación fatal. Pensé que nunca volvería a trabajar. Mi marido y yo teníamos que hacer maravillas para llegar a final de mes”. Su hija, Yoselín, soñaba en abril con empezar Telecomunicaciones en septiembre. De hecho, aprobó selectividad con una gran nota, pero se quedó a las puertas. “Me faltó solo un punto”, lamenta. Ha apostado por hacer un módulo de FP durante un año para empezar el año que viene la carrera que sueña.
No es vergonzoso, pero no es nada bonito venir a por alimentos. Yo trataba de relacionarme con ellos, de decirles que yo estaba ahí hace nada.
Yoselín estuvo cerca de dos meses yendo a las colas del hambre de la parroquia del barrio. En junio, cuando su madre encontró trabajo, se presentó en el despacho del cura José Manuel Horcajo, el encargado del reparto de comida para miles y miles de vallecanos. “Le dije que ya no vendría más porque nos iba bien, pero que quería ser voluntaria para devolverle el favor prestado”. Así fue. Iba todos los días. De lunes a domingo. Estaba tan entregada, que el padre le hizo encargada de supervisar todo el reparto. Decenas de voluntarios escuchaban sus órdenes. “Cada día la cola era más grande y más jodida. Yo me sentía por un lado bien, pero por otro mal, veía que mucha gente estaba pasando por los mismos momentos que yo también pasé. No es vergonzoso, pero no es nada bonito venir a por alimentos. Yo trataba de relacionarme con ellos, de decirles que yo estaba ahí hace nada. A algunos, a veces, los veo por Vallecas y me dicen: ‘Ey, Yoselín, ¿qué tal estás?’ " Lo peor, cuenta, era cuando algunos le pedían más alimentos. “La gente me decía: ‘Dame más pan por favor, que tengo dos niños pequeños o, méteme un yogur más, solo uno más, por favor’”. Tenía la orden de que el pan estaba limitado. “Pero yo se lo daba sin que me vieran, ¿qué iba a hacer? Era muy duro. Para mí era un bumerán porque yo pasé por eso”.
Cuando su rostro salió en el periódico, un compañero de clase envió el link al grupo de WhatsApp que tienen los alumnos: “¿Esa eres tú, Yoselin?”, preguntó el joven. “Mi primera reacción fue no responder. No sabía qué hacer. A los dos días, le dije que sí, que esa era yo. Algunos se burlaron y otros me preguntaron si me estaba yendo bien, otros, incluso, se apuntaron de voluntarios en la parroquia”. Israel García, el lector de periódicos que les abonó tres meses de alquiler, ha seguido en contacto con la familia. Mantienen muy buena relación. “Me felicitó por mi cumpleaños y me dijo que si necesitábamos más dinero para el alquiler, pero ya no, ya estamos bien, mis padres han vuelto a encontrar trabajo”.
Pablo, uno de los bebés nacidos en la pandemia
Pablo tiene buenos pulmones. Lo demostró al nacer el 24 de abril, en plena pandemia, en un paritorio de Alcalá de Henares ante un personal enfundado en mascarillas y guantes, y lo demuestra ocho meses después en su casa, en Villanueva de la Torre (Guadalajara). De sonrisa fácil y carácter imponente cuando no le dejan a su aire, Pablo se muestra con la inocencia de un niño que no sabe que ha nacido en un año lleno de rarezas. La pandemia ha provocado que sus primeros meses de vida sean relativamente diferentes a los de sus hermanos Carla y Daniel, de cuatro y siete años. En primer lugar, la distancia social impuesta, por imperativo legal de la casa, a todas las personas ajenas al núcleo familiar, incluidos los abuelos. Un hito en toda regla conseguido gracias a Elsa, madre y enfermera de urgencias, que sabe de la importancia de cumplir a rajatabla ciertos hábitos sanitarios.
Hasta que no tuvo todas las vacunas puestas, nadie ajeno al hogar, por mucho que lo desearan, pudo cogerlo en brazos. Hay otra norma de la que el niño no es consciente, pero que ha cambiado radicalmente desde su llegada. Los cinco miembros de la familia entran por el garaje de un adosado de tres plantas, se desinfectan, desvisten, descalzan y entran en casa listos para respirar, tranquilos, de un espacio libre de virus. “Eso también ha hecho que los primeros meses se creara un vínculo muy bonito en casa. Los niños no iban al cole, así que aprendieron a integrar a su hermano perfectamente en sus vidas y a aprender todo con él”, explica Elsa, una mujer generosa que en abril dejó a EL PAÍS presenciar su tercer parto en el Hospital Universitario Príncipe de Asturias, en Madrid, donde decidió parir porque ahí permitían entrar a su marido. “En Guadalajara no, y me parecía inhumano. ¿Y si pasaba algo y tenía que decidir algo en ese momento? Me decían que no pensara en eso, pero claro que lo pensaba, y sabía que yo no iba a estar en condiciones para decidir nada”.
Los primeros meses también tuvieron inconvenientes añadidos. Con todo el país en estado de alarma, a Elsa y a Carlos, su marido, les costó Dios y ayuda recopilar toda la documentación necesaria para presentarla y poder cogerse el permiso por maternidad y paternidad. También inscribir a Pablo en el registro civil se convirtió en un dolor de muelas. “Pero ahora hay dos niños y una niña en casa. Necesitamos otra hermana”, se le ocurrió decir a Carla en aquel momento. “¿Pero tu estás loca? ¡Menudo papeleo!”, respondió Daniel. Ahora, por fin, la vida es un poco más parecida a la de antes. Los mayores ya van al colegio, Carlos al trabajo y Elsa se reincorporó a las urgencias el 19 de octubre, eso sí, llena de miedos por todo lo que había vivido a distancia. “Yo tuve suerte porque me dieron la baja en las Navidades pasadas, así que he visto lo que sufrían mis compañeros a través de WhatsApp”, admite. Ahora, de vuelta, tienen un plan bajo el brazo por si se infecta en el trabajo, cuenta Carlos. “Me he dejado vacaciones pendientes por si viene el virus y me tengo que hacer cargo de la tropa”.
Carmen Patiño trata de sacar adelante su restaurante
Carmen despide a dos clientas de su restaurante deseándoles feliz año. Son vecinas, sanitarias, aunque una de ellas está ya jubilada y algo delicada, así que debe cuidarse. Les abre la puerta y, acto seguido, se dirige a la otra mesa que le queda. Otras dos personas del barrio. Los cuatro, que han estado convenientemente separados, han sido los únicos clientes de un viernes desapacible de diciembre que parece calcado al jueves, al miércoles, al martes… y a los días de los meses que los preceden.
Las semanas pasan sin pena ni gloria en Francisca, el restaurante de comida tradicional abierto desde 1982 en la calle Bailén que regenta Carmen Patiño, una mujer de 68 años vitalista por naturaleza y endeudada hasta las trancas. A mediados de marzo, el virus le pilló, como a todo el mundo, con el pie cambiado. Y poco después de que se cerraran todos los negocios no esenciales, dobló los manteles y guardó la comida en arcones sin saber qué iba a ser de ella, o de la única empleada a la que paga un salario o de un local que ya arrastraba una deuda descomunal desde la crisis que arrasó el planeta en 2008. No confiaba mucho en las ayudas que en aquel momento prometían para los autónomos y a la vez quería creer, quizá por ingenua o porque “si no tenemos un poco de esperanza nos vamos al carajo”.
Le dio vueltas a la cabeza, cogió su agenda de correo donde guarda las direcciones de 1.600 clientes y mandó un mensaje: La Francisca lleva comida a domicilio
Han pasado nueve meses de aquellos días aciagos y ha vivido un poco de todo. Lo bueno, que también ha habido, tiene que ver con esa cartera de clientes de toda la vida. No tuvo más remedio que arreglar los papeles para que su empleada se acogiera a un ERTE y ella se quedó sola al mando de todo. Le dio vueltas a la cabeza, cogió su agenda de correo donde guarda las direcciones de 1.600 clientes y mandó un mensaje: La Francisca lleva comida a domicilio.
Los correos empezaron a llegar y ella a cocinar, empaquetar, a coger su viejo Hyundai destartalado y a recorrer Madrid de una punta a otra. Ahora no lo repetiría porque fue un trabajo tan descomunal para una sola persona, que llegaba tarde a casi todas las casas. Pero gracias a ese esfuerzo, su crisis sigue siendo crisis, pero un poco menos. “Ha habido un movimiento tremendamente cariñoso”. Menos mal, porque las ayudas escasearon. “Solo recibí del Gobierno central una especie de salario para autónomos que duró unos meses. Intenté pedir un ICO y ni de broma. El Estado dio una moratoria de tres meses, eso fue un descanso. Y la Comunidad de Madrid, todo mentira. Proponía una ayuda a los autónomos que era inaccesible. Me dijeron en la gestoría que era solo para sociedades limitadas, así que nada”.
Cansada de restar deudas, tiene ganas de jubilarse, pero se siente atada a un negocio que comparte con el banco y con su cuñado, que le ha dejado dinero más de una vez. Mientras piensa en nuevas fórmulas, se marcha a la cocina mirando el reloj. Va a preparar ensaladilla rusa, ocho canapés diferentes y una ensalada de frutas. Es para un cliente muy especial, de más de 70 años, que antes de la pandemia iba a cenar allí cada viernes con una amiga, “una persona con la que se ha reencontrado con el tiempo, ¿sabes?”. Ahora, con el coronavirus, ya no se sientan en una de las mesitas del local, pero piden la comida casera de La Francisca a domicilio para continuar con sus reencuentros. Carmen se alimenta de estas historias porque conoce a la gente de toda la vida y se siente, más que nunca, parte de una comunidad. Cuestión de esperanza para no irse al carajo.
Hoauri, el tenor que temió perder su voz
Houari López se sienta en el salón de su casa, en Fuenlabrada, con un mensaje claro: siente que ha vuelto a nacer, literalmente, aunque parezca una frase hecha. Pero es la pura verdad. Sobre todo lo pensó cuando volvió del hospital después de estar un mes esquivando entrar en la UCI, algo que le aterraba: que lo intubaran significaba, casi con seguridad, que se le dañaran mínimamente las cuerdas vocales, su instrumento más preciado ―junto a los pulmones― para cantar en el coro del Teatro de la Zarzuela. Gracias a su tenacidad, a la de los médicos y a cierta dosis de suerte, consiguió salvar su vida y su profesión. Pero el recuerdo de todo aquello todavía lo machaca, sobre todo cuando escucha a determinadas personas creerse bulos sobre la ineficacia de la vacuna o cuando minimizan los efectos de este virus por el que todavía tiene alguna secuela física, como una acidez de estómago que se le ha ido atenuando muy poco a poco.
Su pesadilla empezó en marzo. Cree que se contagió en un ensayo en el Teatro de Zarzuela, como una treintena de sus compañeros, y enseguida se empezó a encontrar fatal. Era raro. No suele enfermarse, es tenor y se cuida en extremo por su profesión. Pero le tocó, como le podía tocar a cualquiera. Cuando empezó a notar los efectos del coronavirus, mandó a su mujer, que en aquel momento estaba embarazada de cinco meses, y a su suegra a Cantabria, donde vive su familia política. No las quería cerca. Le aterraba que les pasara algo. Vanessa, su pareja, recuerda ahora junto a él que no quería marcharse porque sabía que aquello podía complicarse más de lo que pensaban. Aquella despedida los rompió en dos y ambos la rememoraron una y otra vez en sus cabezas durante los meses que estuvieron sin verse, pero sobre todo durante los días que no pudieron comunicarse. “Al menos le he dado un beso”, pensaba ella. “No lo tenía que haber hecho, era peligroso. Pero después, en el hospital, también me alegraba de que nos hubiéramos despedido así”, admite ahora él.
Él acabó ingresado y recuerda que pasó días en los que estaba 15 horas boca abajo, para liberar sus pulmones. Su compañero de habitación, un yudoca relativamente joven “muy empático” con el que conectó perfectamente, le sirvió de muleta y desahogo. En realidad fue algo mutuo. Por eso, tiempo después se tomaron una cerveza juntos a través de una videollamada y se han prometido otra cara a cara. Houari sonríe cuando habla de las cosas positivas que le ha traído este virus. Cuando le dieron el alta, llegó a su casa vacía con 10 kilos menos y una debilidad extrema que lo postró en la cama durante un tiempo largo. Solo en casa, sobrevivió gracias a varios amigos que le hacían la compra y a unos vecinos, ya mayores, que le dejaban las medicinas que necesitaba de la farmacia o un táper de comida en el felpudo. “Son maravillosos”.
A ellos les estará eternamente agradecido y, por supuesto, a Vanessa, que desde la distancia le mandaba ecografías e imágenes de su barriga moviéndose. “Debía de tener el móvil a reventar”, sonríe, “pero era una manera de mantenerlo con nosotros y que se animara”. Cuando cogió fuerzas, en junio, viajó a Cantabria. Y a finales de julio nació Gabriel, que lleva el nombre de un arcángel y que significa fuerza, héroe, fortaleza de Dios. “Ahora no duermo por las noches, pero no puedo ser más feliz”. Tras un permiso por paternidad, se reincorpora al trabajo en enero. Le queda poquito ya y tiene sentimientos encontrados. “Amo ese sitio, la profesionalidad de su gente, todo… pero allí me contagié y no puedo evitar sentir cierto miedo”.
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