El “año perdido”: las fotos que recordaremos del Madrid en pandemia
Las que reflejan el vacío, las que muestran el dolor y las que captan la extrañeza de una ciudad especialmente golpeada por la covid. La ciudad, sin ruidos, sin su ritmo habitual, no parecía la misma
En el paraje reina el silencio. El viento mece las copas de los árboles. No hay signos de vida humana a la vista. Un caminito de piedra que alguien construyó hace mucho tiempo se empina por una ladera. Allí arriba se levanta, imponente, una construcción de piedra de aspecto abandonado, descolorida por el paso de los años. Parecería deshabitada si no fuera por esa figura que se asoma por una de las ventanas. Se trata de un maniquí o de hombre petrificado que ha corrido las cortinas para observar a los recién llegados. El gris azulado de un televisor palpita en los cristales de la habitación de al lado. Alrededor del aparato se sientan en sillas y mecedoras una docena de ancianos, congregados como nuestros antepasados en torno al fuego. Ven sin pestañear Doraemon, unos dibujos animados protagonizados por un gato cósmico y su amigo adolescente y patoso, mientras su mundo ―el que comenzó poco antes de la Guerra Civil―, ahí fuera, se extingue.
Este año, el 2020, fue el de las malas noticias. En esta residencia de ancianos escondida en un bosque de hayas y abedules de Madrid, la dirección del centro decidió no sintonizar los canales de información en el salón donde los internos pasaban el día, encerrados. De haberlo hecho hubieran expuesto a los abuelos a historias sobre los miles de muertes que se producían en lugares como el suyo, donde viven la última etapa de su vida, o en hospitales o apartamentos donde la gente moría sola y abandonada. Los vecinos se daban cuenta al cabo de los días por el olor que se filtraba por debajo de la puerta.
Aquellos días de primavera, cuando se expandió la pandemia con toda su fuerza por España aunque con especial velocidad en Madrid, parecen lejanos, como si hubiera ocurrido hace una década. La paradoja es que el año perdido, como ha llamado The Guardian a 2020, parece haber ralentizado los días hasta convertirlo en un tiempo pastoso que se resiste a acabar. Quizá sea porque sobre él pende ya la etiqueta de tiempo histórico, de época que se estudiará y analizará en los libros.
Esa crónica se nutrirá de imágenes como las que ilustran este texto, obra de los fotógrafos de EL PAÍS que se echaron a la calle cuando toda la población se encerró. A menudo hacer periodismo consiste en conducir en dirección contraria por una autopista, deslumbrado por las luces que vienen de frente.
Varios de estos fotógrafos tenían experiencia en conflictos internacionales, no era la primera vez que se enfrentaban a una situación de catástrofe. Lo novedoso es que ahora ocurría en sus edificios, afectaba a sus familias y a sus amigos. A la vida tal y como la conocían. Los desastres dejaron de ser algo que ocurría en lugares lejanos para convertirse en un asunto doméstico.
Al repasar las fotos se comprueba que hay de tres tipos. Las que reflejan el vacío, las que muestran el dolor y las que captan la extrañeza. Las primeras tuvieron lugar cuando la ciudad entera se enclaustró. Las palomas revoloteaban sorprendidas por los parques solitarios. Los animales campestres se asomaron a las ciudades, que lucían desiertas. Debieron de sentir el mismo asombro que los exploradores que encontraban por casualidad ciudades abandonadas, producto de una civilización anterior, como Teotihuacán. Esa quietud desasosegante la rompía la sirena de una ambulancia, el motor del camión de la basura o el avanzar sigiloso de un coche fúnebre.
Sobre las segundas, las del dolor, hay poco que decir. Ellas hablan por sí mismas. Proliferan las tomas lejanas, las que no invaden la intimidad, las que condensan un momento sin la necesidad de mostrar explícitamente. Hay algunas que se tomaron y nunca se publicaron, pero que se quedaron en la memoria. A través de un cristal, tres mujeres ven el momento en el que los trabajadores de la funeraria introducen el féretro de su hermana, muerta por la covid-19, en un horno crematorio. Una de las mujeres retransmite el momento en vivo con el teléfono móvil para la familia hondureña de la fallecida. El proceso, con un aspecto industrial que aumentaba la congoja, apenas duró un minuto. Ese era el final del camino.
Las últimas de esta tipificación caprichosa, a la que no se le ha aplicado ningún método científico, son las que producían asombro. Esas fotografías le dicen al lector al oído: “Mírame bien, porque nunca te imaginaste algo así a la vuelta de la esquina”. En ellas aparecen enfermeros, médicos, militares, vestidos con trajes especiales. Ahora forma parte del paisaje, pero entonces causaban extrañeza, como si ocurriera en otro plano de la realidad. Puede ser cualquier detalle, a cada lector le habrá llamado la atención uno distinto. Una caravana de coches mortuorios en el cementerio, un hospital improvisado sin puertas ni intimidad, los cadáveres de ancianos muertos en su cama esperando durante días a los que los recoja el ejército.
El año está a punto de acabar. Las fotografías se quedan. Son el testigo mudo de un tiempo que creímos imposible.
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