Regreso al futuro de Carles Puigdemont
El camino recorrido por “el prófugo” hasta su momentánea aparición del jueves en el Passeig Lluís Companys de Barcelona ha sido laberíntico
En noviembre de 2023, la revista Politico seleccionó a Donald Tusk como la persona más influyente del continente. En la lista, las otras 27 figuras elegidas se organizaban en tres categorías: hacedores, soñadores y disruptores. En este último apartado, entre la tecnócrata que salvó a Rusia del hundimiento económico y Viktor Orbán, los redactores de la revista destacaron a un político al que definieron como “el revolucionario”: Carles Puigdemont. Los lectores, si no lo conocían, supieron que el europarlamentario vivía en el exilio porque la justicia española intentaba arrestarlo desde “el referéndum de secesión ilegal”. Pero su capacidad disruptora no se vinculaba a la causa independentista. La elección de “ese hombre a la fuga” era por “su gran influencia en la política española”. Medio año antes, esa afirmación habría sido inimaginable.
El camino recorrido por “el prófugo” —para decirlo con la etiqueta simplificadora— hasta su momentánea aparición del jueves en el Passeig Lluís Companys de Barcelona ha sido laberíntico. Empezó la noche del domingo 29 de octubre de 2017. Puigdemont salió de su casa de las afueras de Girona en un coche conducido por un mosso d’esquadra, cambió de vehículo, cruzó la frontera en un Mazda que circuló durante 11 horas hasta llegar a Bruselas. Dos días antes había sido destituido como president de la Generalitat en virtud de la aplicación del artículo 155 de la Constitución. Tenía 54 años. Desde entonces, Cataluña, España y Europa han cambiado. Ahora Puigdemont tiene 61. La promesa del retorno, formulada en diversas ocasiones, ha sido uno de los elementos de configuración de su personaje. Regresa al futuro desde el mundo de ayer.
“Si quieres que vuelva el president, vota al president”. Ese fue el eslogan de la campaña electoral de Junts para las elecciones del 21 de diciembre de 2017. La participación fue masiva y Ciutadans ganó, pero la mayoría era independentista y la lista más votada del bloque la encabezaba Puigdemont (948.233 votos). Aunque ya existía orden de detención dictada por el Tribunal Supremo, ¿se arriesgaría a regresar para estar presente en el debate de su investidura? Los rumores se multiplicaron, se planteó la opción del voto telemático. El Gobierno ignoró lo dicho por el Consejo de Estado y, ante la posibilidad de que fuese investido, presentó recurso al Tribunal Constitucional. El 30 de enero de 2018, el republicano Roger Torrent —presidente de la Cámara desde hacía dos semanas— suspendió el pleno en el que Puigdemont podría haber sido reelegido president. No habría restitución. El ciclo de la desobediencia institucional había terminado.
Aquella tarde, Puigdemont grabó un mensaje y luego se retiró a la habitación en su apartamento en Waterloo. A través de la aplicación Signal, mandó unos mensajes a Toni Comín. El exconsejero de Sanidad, instalado también en Bélgica, participaba en un acto del partido independentista Nueva Alianza Flamenca. Comín abrió su teléfono y los leyó. “El plan de Moncloa triunfa”, le dijo, “supongo que tienes claro que esto ha terminado”. La mañana siguiente, Ana Rosa Quintana abrió su informativo mostrando las capturas. Es uno de los pocos momentos en los que la opinión pública ha conocido a un Puigdemont abatido.
Una institucionalidad alternativa
Tras el fracaso de la investidura, propuso otra vía para seguir liderando el autogobierno a distancia. Un Gobierno técnico en Barcelona y, en el exterior, una institucionalidad alternativa a la estatutaria: el Consejo de la República. Tampoco funcionó. Ese Consejo, que aún existe, se ha ido reformulando en función de sus estrategias y los diversos roles que ha desempeñado Puigdemont. Porque la legitimidad que reclamaba para él dejaba de ser suya con la investidura de Quim Torra como president y el fin de la intervención de la Generalitat. ¿Qué hacer? Redefinir su personaje para sobrevivir.
Sería el líder de un movimiento independentista que resistía a la persecución del poder judicial para preservar la legitimidad del referéndum del 1 de octubre y la validez de la declaración de independencia del día 27. Nunca ha contemplado que las decisiones unilaterales que protagonizó hubieran tenido consecuencias sociales, institucionales y económicas negativas para Cataluña. Mientras la mayoría de la sociedad catalana olvidaba los días de fervor, frustrada o aliviada, él necesitaba fundirse con esa memoria mítica, presentarse y ser reconocido como la encarnación de la dignidad. Esta escisión entre su relato automitificador y la percepción escéptica sobre los resultados del procés lo iría alejando del presente. El creciente vacío entre él y la realidad intentaba salvarlo a base de emocionalidad y reclamando una unidad perdida en el bloque independentista que, por supuesto, debía liderar él. Lo teorizaba como la estrategia de confrontación contra el Estado, también eran maniobras de supervivencia.
Tras haber sido monitorizado por un grupo de agentes del CNI, el 25 de marzo de 2018 lo detuvo la policía alemana. Fue un momento clave. Primero pasó semanas en la cárcel y luego el juez le concedió la libertad condicional. A mediados de julio, la Audiencia territorial de Schleswig-Holstein manifestó su disposición a extraditarlo. No por rebelión —el delito por el que estaban acusados los líderes del procés, que cumplían prisión preventiva en España—, sino solo por malversación. Entonces, Llarena dijo no. Le parecía poco. Ahora, vaciando de sentido la ley de amnistía, el juez lo persigue por ese delito. Entonces para Puigdemont fue una victoria: el hombre que en 2017 burló por dos veces al Estado driblaba la persecución del juez para salvar su libertad. Se había metamorfoseado en el fugitivo que buscaba protección en la justicia europea. Hay algo de telerrealidad en su peripecia de estos años. Una lucha sin fin, un laberinto procesal de recursos y más recursos.
Cambios y adaptaciones
Mientras, la política española iniciaba una nueva etapa: el PSOE presentó una moción de censura. El grupo parlamentario de Junts en Madrid, que Puigdemont no controlaba, se implicó en la operación. Con él contactó Pablo Iglesias. “La conversación con él no era la conversación con un líder político que gestiona los asuntos del día, sino con un exiliado”, explicó el líder de Podemos. El apoyo del independentismo a Pedro Sánchez cambiaría el tablero de juego. La estrategia de desjudicialización descolocaría el lugar de Puigdemont como resistente, pero él había iniciado una nueva batalla: su candidatura a las elecciones al Parlamento Europeo celebradas el 26 de mayo de 2019.
Otra temporada del exilio. “Si tengo el acta de eurodiputado”, declaró, “vuelvo a Cataluña”. Afirmaba que el escaño era garantía de inmunidad, también en España. Pero un mes antes de celebrarse la consulta, la Junta Electoral Central intentó que no pudiera inscribirse. No lograron atraparle. La lista de Puigdemont arrasó: 987.149 votos. Después les fue vetada la posibilidad de asistir a la sesión constitutiva de la nueva legislatura. A pesar de los miles de manifestantes que viajaron a Estrasburgo para apoyarlos ante el Parlamento, el abogado de Puigdemont les recomendó que no cruzasen la frontera francesa para evitar ser detenidos. Hasta el 20 de diciembre no pudo acreditarse. Al ser legalmente europarlamentario, gracias a la inmunidad, tendría libertad de movimientos.
Aunque no la cruzó, se acercó a la frontera española. A principios de 2020, cuando la covid empezaba a contagiarse silenciosamente por Europa, el Consejo por la República organizó un acto multitudinario en Perpiñán para celebrar que Puigdemont, Comín y Ponsatí ya tenían el acta de europarlamentarios. Fue la primera vez que el sur de Francia se convirtió en lugar de peregrinación para ver a Puigdemont. En autobuses y coches llegaron miles de personas. El viaje también lo era en el tiempo: permitía experimentar la sensación de vivir en el mundo de ayer, en el mundo de la movilización continuada del procés. Ya era adrenalina antipolítica, como diagnosticó Pau Luque.
La aceleración del cambio de época con la pandemia y después los indultos iban haciendo anacrónico al personaje. Tampoco su actividad en el Parlamento Europeo le permitía desempeñar un gran papel: no estaban adscritos a grupo alguno. Esquerra Republicana empezaba su ciclo electoral virtuoso y Jordi Sànchez, como secretario general de Junts, negoció con Pere Aragonès el pacto para formar Gobierno. Incluso los suyos podían prescindir de él. No perdonó esa desautorización. Jordi Sànchez cayó y, en una crisis de la coalición, Puigdemont decantó la posición de la militancia: Junts salía del Gobierno de la Generalitat, pasaba a la oposición —llegó a proponer una moción de confianza al PSC— y, en la actividad parlamentaria, minaba la unidad del independentismo. Él mandaba en su partido —“una monarquía absoluta”, dicen en la oposición— y demostraba que era el único interlocutor —como supo ver Josep Sánchez Llibre, presidente de la patronal catalana—, pero su partido cada vez pintaba menos.
El 5 de julio de 2023, el Tribunal General de la Unión Europea retiró la inmunidad a los europarlamentarios Puigdemont y Toni Comín. En la rueda de prensa posterior, junto a ellos dos y al abogado Gonzalo Boye, su compañera Clara Ponsatí hizo un balance muy severo del combate jurídico desarrollado por el independentismo en las instituciones europeas, un argumento que había sido esencial en la internacionalización del conflicto según el relato construido por Puigdemont. “Hoy es un final de etapa”, sentenció Ponsatí. El día después Pedro Sánchez afirmó en la televisión que “Carles Puigdemont en el pasado era un problema para España, hoy es una anécdota”. Final de temporada, pero la serie seguía. La noche del 23 de julio se empezó a intuir que su investidura dependería del hombre que Sánchez se había comprometido a detener.
Claro que la semana anterior, en una entrevista con Antoni Bassas para el diario Ara, Puigdemont también hizo una promesa. “Pedro Sánchez no será primer ministro con los votos de Junts. No puede serlo. ¿Por qué? Por muchas razones, pero una es muy clara: Pedro Sánchez miente. Miente e incumple. Y como lo ha hecho en diversas ocasiones, ¿exactamente qué incentivo tenemos nosotros para hacer primer ministro a un mentiroso y a un impostor?”. Cuando los resultados fueron definitivos, Sánchez necesitaba a los siete diputados de Junts (392.634 votos). El tablero de juego volvía a cambiar. “Es necesario mantener la discreción y extremar la prudencia”, escribió en la red X. Puigdemont no sé negó a negociar, pero él sería el negociador. Tampoco tenía contrapesos en su partido.
Para negociar, el disruptor, ignorado durante años, debía ser reconocido como interlocutor por el sistema político español. La relación renovada entre Junts y el Partido Nacionalista Vasco sirvió de enlace para que el PSOE llegase a Puigdemont. El europarlamentario, asesorado por Boye, estableció la aprobación de la ley de amnistía como meta. El principal negociador socialista sería Santos Cerdán, Puigdemont vetó a Salvador Illa. Primero se produjo la foto de Yolanda Díaz en Bruselas. Luego vendría la de Santos Cerdán en un despacho decorado con una gran foto de las cargas policiales del 1 de octubre. Había vuelto al escenario que mejor domina: el centro de interés mediático. Lo aprovechó.
Durante esos meses se desarrolló la negociación de la amnistía. Para él no era menos importante la reelaboración discursiva: necesitaba dotarse de un relato y una escenificación que hiciesen creer al independentismo que no dejaba la confrontación, pero, al mismo tiempo, pactaba. En su conferencia en Bruselas, máxima expectación. Fue su resurrección oficial y, en el escenario, detrás del atril, naturalmente se presentaba como president. Recicló el marco ideológico procesista y el PSOE lo aceptó, como quedó claro en un acuerdo sembrado de falacias históricas. Era lo de menos. Habría investidura y amnistía, habría promesa de “un acuerdo histórico para la resolución del conflicto político” y, más pronto que tarde, habría regreso porque ahora debía implicar muchos menos riesgos penales. La cuestión era cómo y cuándo capitalizar el retorno.
El Gobierno Aragonès no pudo aprobar los presupuestos (Junts votó no) y se adelantaron las elecciones. Puigdemont y su partido supieron que había llegado su momento. Nadie construye mejores campañas, nadie penetra mejor en el imaginario colectivo convergente. Instaló su centro de operaciones en la Catalunya Nord. Cada día el mismo mitin, cada día la llegada de autocares de toda Cataluña como si los hubiese organizado el Imserso, cada día se revivía por unas horas las sensaciones de gloria del procés. La gente, como al salir de una atracción, se hacía fotos con él. Volvería el día de la investidura y, si no ganaba, dejaría la política, aunque él no hacía chantajes emocionales. Era el hombre que no se rendía, pero también el que no debatía: no se confrontó con un solo candidato.
Elecciones. A pesar de la adrenalina de las encuestas, no hubo mayoría independentista: Junts, 681.470 votos. Esa noche, sintiéndose “hacedor de Reyes” (la expresión es de Politico), Puigdemont dijo que quería ser presidente. Su escenario, propio de otra época, tampoco se cumplió.
Puigdemont quedó atrapado en su propia promesa. El PSOE le pidió que no regresase, pero dijo no. La periodista Núria Orriols desveló que Jaume Giró —la única figura de peso del partido que no es puigdemonista— también le pidió que no volviese para ser detenido. No. Cuando una delegación de Esquerra le contó el pacto al que habían llegado con el PSC, se rebeló, como ha desvelado la periodista Lola García. Tras la ratificación de ese acuerdo por parte de las bases republicanas, estalló. La carta firmada el 3 de agosto en Waterloo era una acusación directa de traición a ERC y el enésimo ejercicio de automitificación para convencer a los suyos de que la batalla del exilio, excepcional, había valido la pena. Era el grito de rabia al enfrentarse a la realidad del mundo de hoy.
Cataluña no era la del 2017, el independentismo no tenía la capacidad de movilización que tuvo. ¿Por qué ha vuelto Carles Puigdemont? No ha querido actuar como el héroe de la retirada. Él no es Josep Tarradellas, estabilizador de un proceso de Transición y, a la vez, conector de la legitimidad del autogobierno con el presente. Tampoco ha querido ser un reconciliador de la sociedad catalana ni reforzar el poder de la Generalitat. Ni un constructor ni un soñador. Un disruptor. Pero, ¿volver solo para escapar? Si un día pensó arriesgarse para recuperar la épica, tampoco. La incursión de 10 minutos, sin mucho sentido, ha acabado siendo un final de temporada picaresco, bufo, caricaturesco, mientras la normalidad institucional seguía su curso.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.