¿Por qué nos vestimos?
En algún momento de la historia, el ser humano se cubrió de telas y pieles. Según los antropólogos, las prendas que llevamos tienen más una función psíquica que física. Son puro lenguaje no verbal
Presto atención a la forma en que visten mis pacientes y los cambios que se producen durante el curso de las sesiones. Cuando un adolescente llega en pleno verano en manga larga, envuelto en una sudadera con capucha, me pregunto por qué no le afecta el calor… o por qué es tan importante exacerbarlo. ¿Qué revela nuestra forma de vestir sobre nosotros? ¿Tiene esta segunda piel la capacidad de alinearse con la primera? Mantenemos una relación muy personal con nuestra ropa, viene a representar un exoesqueleto. Es una forma de presentación del yo en la vida cotidiana y, por tanto, un comentario sobre cómo nos asimilamos o nos diferenciamos de otros. Las prendas pueden considerarse espejos de la psique y son, de acuerdo con el poeta Henri Michaux, “un concepto del yo que vestimos”.
Mi predilección por procurar lo habitual me lleva a recurrir a un repertorio estrecho: vaqueros y camisetas, o jerséis, según la temporada —encuentro útil un patrón que no requiere pensar mucho día a día en él—. Dicho sea de paso, se traduce en una especie de constante que da espacio a la expresión de mis pacientes. Me alejo de las corrientes de la moda, van y vienen, y siempre acarrean una connotación económica; en cambio, me suscribo al principio de Oscar Wilde, quien profesa que “de moda” es lo que uno usa, y “fuera de moda” lo que otros dictan que debes usar. En una ocasión escuché a alguien decir que basta una prenda de elección especial, investida con la capacidad de actuar como rasgo unitario, para configurar un atuendo —en términos de lo que representa para nosotros, es más probable que nos sintamos bien en ella, aumenta la autoestima, esto es lo importante—. La mesura, el equilibrio, más que el lujo, constituyen el elemento básico de esta otra manera de entender la elegancia—lo encuentro en mi chaqueta de mezclilla, me aporta una sensación de continuidad—.
Detrás de una aparente frivolidad, la ropa revela los movimientos inadvertidos de nuestros deseos. Como elemento principal del adorno que usamos, es una máscara social, es un lenguaje no verbal, un indicador preciso y valioso de la forma en que nos vemos a nosotros mismos y de la imagen que queremos proyectar a los demás en el mundo. Según los antropólogos del vestuario, la causa principal de la adopción del vestido tiene una función psíquica antes de tener un propósito físico —en sentido literal, protección significa cubrir la frente—. La protección es uno de los primeros actos fundacionales de la civilización, el libro del Génesis lo denota: “Vieron que estaban desnudos y se cubrieron”. No se trata solo de protegerse del clima, sino, sobre todo, de la mirada de los demás. Así, la protección es esencialmente un adorno.
“Es en el espacio entre la prenda y el cuerpo donde se juega la personalidad”, declaró el diseñador Issey Miyake —de hecho, la palabra personalidad implica una máscara, que es, en sí misma, una prenda de vestir—. Para demostrar este fenómeno, al que llamaron enclothed cognition, o cognición revestida, los psicólogos de la Universidad Northwestern Adam D. Galinsky y Hajo Adam lo investigaron, al evaluar el impacto de la ropa en nuestras capacidades cognitivas y en nuestra forma de pensar. En una serie de experimentos con 50 estudiantes a los que se les proporcionaron batas blancas idénticas, a unos se les indicó que eran de un médico, a otros de un pintor. Al ser sometidos a pruebas de atención que evaluaban su capacidad para identificar incongruencias y diferencias entre dos imágenes muy similares lo más rápido posible, los estudiantes obtuvieron mejores resultados cuando pensaban que llevaban la bata que se decía haber pertenecido a un médico. Los investigadores concluyeron: “La ropa invade el cuerpo y el cerebro, poniendo al usuario en un estado psicológico diferente”.
Nuestra actitud hacia la ropa es exquisitamente ambivalente. Pues, como había propuesto el psicoanalista John Carl Flügel en su Psicología del vestido (1930): “Si el ser humano nace en un estado de amor propio narcisista, el resultado es una tendencia a admirar el propio cuerpo y mostrarlo a los demás”. Tratando de comprender qué motiva el acto de vestirse, Flügel explica: “En la medida en que cubre el cuerpo y, por lo tanto, favorece las tendencias inhibitorias que llamamos ‘modestia’, al mismo tiempo brinda a otro nivel un medio eficiente para gratificar el exhibicionismo”. Esta doble función, en el fondo contradictoria, según Flügel, es el hecho más fundamental de toda la psicología de la ropa. Tiene que ver con nuestro deseo de exponer el cuerpo, tanto así, como nuestro sentido del pudor.
“Cuando pinto ropa, en realidad estoy pintando personas desnudas que están cubiertas con ropa”, dice en una entrevista Lucian Freud, nieto del fundador del psicoanálisis y maestro en la pintura del desnudo. La ropa contiene en sus fibras la memoria de los primeros cuidados; proyecta, a su manera, nuestros sueños y esperanzas, y refleja la construcción de nuestra identidad. Es, sin duda, el único objeto material que es a la vez íntimo y social.
David Dorenbaum es psiquiatra y psicoanalista.
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