María Fernanda Espinosa: “Nuestros sistemas de representación se están agotando”
La exdiplomática y política ecuatoriana, feminista y voz contra el cambio climático en la América Latina de los ochenta, llegó a presidir la Asamblea General de la ONU. Ahora, estudia cómo reformar la organización
María Fernanda Espinosa (Salamanca, 60 años) lo sabe. Ha desarrollado tanto de su carrera como diplomática ecuatoriana en contacto con la Organización de las Naciones Unidas que conoce bien las críticas y las dudas que se ciernen sobre ella: ¿qué mundo representa la ONU si permite que todo esté como está? ¿Se ha quedado atrás si no ha cambiado de manera sustancial desde su fundación y en cambio las naciones que representa sí lo han hecho? Es una queja que se escucha desde hace décadas —Kofi Annan, secretario general entre 1996 y 2007, ya se lamentaba de que la ONU estaba estancada en la geopolítica de 1945—, pero que ha ganado fuerza en los últimos tiempos con los conflictos de Ucrania y Gaza.
En 2018, Espinosa se convirtió en la última mujer en presidir la Asamblea General de la ONU (en 79 años de existencia, solo cuatro han ocupado esta posición que rota anualmente), que reúne a 193 países. Antes, había sido ministra de Relaciones Exteriores de los gobiernos de Rafael Correa y Lenín Moreno (de 2007 a 2008 y de 2017 a 2018) y ministra de Defensa (de 2012 a 2014). Puso un pie en la sede de Naciones Unidas primero como embajadora en Nueva York y, al poco, como representante permanente de su país. Después llegó la presidencia de la Asamblea. Ahora, Espinosa aprovecha su semirretiro para escribir poesía y estudiar, desde la Academia Robert Bosch de Berlín, maneras de reformar las Naciones Unidas.
No es solo una cuestión profesional, también personal. Su visión del universo ha dependido siempre de la idea de que las naciones se pueden entender entre ellas si todas se sienten incluidas en la conversación. Defendía el feminismo ante el poder duro antes de que la palabra se pusiera de moda; alertaba del cambio climático en despachos donde ese término no sonaba. “Estaba en Alemania en pleno proceso de transición política [años ochenta], escuchaba los debates presidenciales y decía: ‘Bueno, ¿en qué momento van a preguntar algo sobre cambio climático?”, rememora ahora, durante una visita a Madrid para dar unas charlas en La Casa Encendida.
La ONU celebrará del 20 al 23 de septiembre la llamada Cumbre del Futuro para afrontar las dudas que la rodean. ¿Cuánto ha cambiado todo desde 1945 y cuánto puede reformarse la organización? ¿Qué podemos esperar de los órganos que la componen? ¿Si el Consejo de Seguridad es el único músculo capaz de ejercer presión militar y financiera internacional, por qué vive bloqueado en un pulso de propuestas y vetos entre Estados Unidos y China? ¿Por qué si en 2014 no hubo problema en llamar al ébola “riesgo a la paz y seguridad mundial” fue imposible hacerlo en 2020, con la covid-19? Espinosa analiza la Cumbre del Futuro como ciudadana de a pie: desde ahí, desde la sociedad civil, cree, es donde se ve mejor y donde se podrá ejecutar el cambio.
“La ONU no está para llevarnos al cielo, sino para salvarnos del infierno”. Lo repetía Dag Hammarskjöld, secretario general de la ONU en los cincuenta. En un mundo en calentamiento climático y con dos guerras cuyas ramificaciones son impredecibles, con la democracia en retroceso en sus principales potencias, ¿no va siendo hora de que nos salven?
Mucha gente dice que la ONU no está haciendo lo suficiente, que su capacidad de respuesta no es la que debería, que el mundo espera más. Estoy de acuerdo. El sistema fue diseñado hace casi 80 años, en contextos geopolíticos y socioeconómicos muy diferentes. La forma tiene que seguir a la función. Y no es que tengamos dos guerras, es que hay más de 100 conflictos armados por el planeta con grandes impactos para el bienestar de las personas, de las mujeres en particular. Ha habido 28 o 29 cumbres para tratar el cambio climático y las emisiones siguen creciendo, los países vulnerables al calentamiento siguen sufriendo y las migraciones, que por todo esto son cada vez mayores, se siguen cobrando vidas. En fin, el mundo no está en su mejor momento. Sufre de problemas humanos que deben tener soluciones humanas. Y una de ellas es el rediseño de las instituciones que tienen que afrontar estos problemas.
¿Por dónde empezaría usted?
La ONU es desde 1947 un espacio eminentemente intergubernamental. Los gobiernos son quienes discuten, deciden, se comprometen. Pero ya no se puede pensar que las decisiones deben concentrarse en ellos. Hay otros actores en escena: los sindicatos, los Parlamentos, los gobiernos locales, las universidades. Los pueblos indígenas. Las mujeres rurales. La sociedad civil más vibrante que yo haya visto en los últimos 30 años. Estamos en un mundo policéntrico que trasciende el estereotipo del norte-global y el sur-global. Los caminos intermedios, las economías emergentes, el poder que surge de otros puntos cardinales… Todo eso tiene que ser parte del orden global. Debemos tener sistemas de escucha y ceder la responsabilidad en las decisiones que nos afectan a todos.
Eso es lo que haría usted. ¿Por dónde se está empezando la reforma desde dentro?
En este quinquenio se han empezado a reformar tres pilares: paz y seguridad, desarrollo, y la propia administración y la gerencia del sistema. Esto ha sido fruto de un proceso de negociación largo y, yo creo, altamente insuficiente. De ahí viene la decisión de los Estados de ir a la Cumbre del Futuro.
¿Tiene fe en esa cita?
Ninguna cumbre resuelve problemas, pero al menos ayuda a tener claro hacia dónde vamos.
Criticar la institución se ha convertido en un cliché. ¿A quién interesa menos una ONU operativa?
A los mayores poderes. Sí le interesa a los pequeños Estados, a los países de renta media, a los vulnerables al cambio climático, a los sobreendeudados. A la mayoría global.
¿La ONU tiene un problema de imagen?
Ya no es noticia que las Naciones Unidas proveen casi el 80% de las vacunas del planeta, o que garantizan la seguridad alimentaria de la gente que está en contextos de conflicto, que está en el terreno en las situaciones adversas. No sabes cuánta gente de las Naciones Unidas pierde sus vidas en el terreno todos los días. Lo normal es oír: “Oh, pero no acordaron el cese al fuego en Oriente Próximo”. Hay partes de la ONU que funcionan bien, hay partes que no.
La mayoría de las críticas a la ONU van dirigidas al Consejo de Seguridad. Allí es donde se deshacen las resoluciones y se embarullan los pulsos entre naciones. El presidente Joe Biden vetó tres veces la resolución de alto el fuego en Gaza.
Y era desesperante ver que el Consejo no se ponía de acuerdo en sacar una resolución. La Asamblea General lo hacía. Uno de los temas que se están discutiendo es cómo dotarla de mayor poder: al final es el órgano más representativo. El voto de Ecuador vale exactamente lo mismo que el de China. No hay derecho a veto. Puedes tener una mayoría simple o una gran mayoría de dos tercios: lo decide el presidente. Se habla mucho de la regla del consenso en las futuras Naciones Unidas. Creo que no debe ser confundido con la unanimidad.
¿Cómo redefiniría usted el consenso?
Desde la covid sabemos, con cada vez más certeza, que el interés colectivo es el interés nacional. En pleno pico de la pandemia comprendimos que la seguridad de cada país dependía de la del país de al lado, que mi seguridad depende del vecino. El bienestar de todos depende de un comportamiento colectivo. Lo mismo ocurre con el cambio climático, con la migración, con el crimen organizado. Cualquier esfuerzo que haga un país para luchar contra, por ejemplo, el crimen organizado, bienvenido será, pero si no hay una respuesta global, coordinada y colectiva, ese tema va a seguir. Bueno, habrá unos presidentes o gobiernos a los que no les interese la cooperación multilateral. Por eso los consensos no pueden equivalerse a la unanimidad.
Usted estuvo en las negociaciones del acuerdo climático de Río 1992 y, también, en las de París 2015. El segundo acuerdo fue más difícil de lograr que el primero: tanto, que se tildó de histórico. ¿Un pacto en 2024 sería ahora todavía más difícil? ¿Qué dice esto de la relación de la ONU con los Estados que la conforman?
Sí, sería más difícil todavía que París, pero eso no es un síntoma. Vivimos un mundo desigual, no solo en el sentido económico, sino en el de poder, género, espacio fiscal y políticas. Que sea un escenario dividido, marcado por la violencia, no quiere decir que digamos: “Bueno, no hay nada que hacer, cerremos la puerta, botemos la llave y nos vemos en otro momento”. Ese derecho no lo tenemos ni los gobiernos ni los ciudadanos. Dicen que, si Río 92 fuera hoy, no podríamos tener los resultados que tuvimos. El mundo siempre ha sido difícil. Las armas, la economía, los sistemas políticos siempre han existido. Ahora hay un gran despertar, justificado, de la sociedad.
¿A qué lo achaca?
Las redes sociales: todos vemos lo que está pasando en tiempo real. Y hay una guerra en territorio europeo: todas las dinámicas occidentales se notan más. Pero no quiero minimizar la situación, que es extraordinaria y que requiere respuestas extraordinarias. No podemos seguir utilizando las mismas reglas de juego. La respuesta institucional tiene que ser mucho más refinada. Y eso no es solamente de la alta jerarquía de la Organización de las Naciones Unidas.
El Informe de Desarrollo Sostenible del año pasado delató que en 2023 solo se había cumplido el 15% de los objetivos anuales marcados en aquella cumbre de París. ¿Qué ocurre?
Que hay un déficit de trillones de dólares en la financiación para cumplir con la agenda. Pero no es por recursos. Recursos hay en el mundo. Plata no falta, eso siempre lo digo. Lo que falta es decisión política, decir: “Esto es lo importante”. Y faltan mayores sistemas de rendición de cuentas. El año que presidí la Asamblea pasamos, no sé, me parece que 375 resoluciones. ¿Quién ve qué se cumple?, ¿qué no se cumple? ¿Quién hace la auditoría de cómo se traduce el derecho internacional en el vivir diario de las personas?
Decía antes que el Consejo de Seguridad resulta frustrante por lo que le cuesta llegar a una resolución. Frente a él, hay toda una serie de líderes (Putin, Trump, Milei) que prometen resultados inmediatos y testan, en el proceso, los límites de orden global establecido. ¿Qué tipo de debilidad internacional exhibe la cultura del hombre fuerte?
Hay un problema no solo en la forma en que el sistema responde a los desafíos, sino en el propio sistema, en su operación burocrática, en cómo no refleja las sociedades a las que representa.
Otra vez la mala representación en su diagnóstico.
Es que hay que tratar la enfermedad, no los síntomas. Nuestros sistemas de representación se están agotando. Los ciudadanos toman decisiones cada vez más basadas en el miedo, la inseguridad y el deseo de respuestas inmediatas. De mano dura. Cuando tú tienes incertidumbre, quieres una persona que venga y te diga: “Yo mañana te resuelvo este asunto”. La gente prefiere un Gobierno autoritario que resuelva a un Gobierno superdemocrático que no resuelva. Las democracias sufren un problema profundo de capacidad de respuesta ante las dificultades de la gente. Es un tema de diseño, de imaginario, de la necesidad cada vez mayor de burocracias responsables y creativas.
Perdón, ¿burocracia y creatividad?
Las políticas fundamentales del bienestar de las personas y del bien común deben ser políticas de Estado y no de Gobierno. No puede ser que venga un Gobierno y haga y después venga otro y deshaga. Eso pasa mucho. No puedes ver el Estado como una especie de botín. La burocracia de servicio, responsable y creativa, puede sonar a cuestión futurista, de ciencia ficción, pero es más importante de lo que parece.
Está muy extendida la idea de que los poderes corporativos y capitalistas se suelen imponer a los políticos y sociales. ¿Esa idea tiene remedio?
Las grandes empresas no van a desaparecer. Tienen sus intereses, sus sistemas de relaciones públicas, su maquinaria para influir en una decisión o en otra. La solución es que esos grandes intereses corporativos estén en una mesa donde todos podamos verlos. No es sano que todo ocurra en un espacio gris, que no se sabe bien quién es quién, quién está solicitando qué. Tienen que existir instancias que hagan las preguntas oportunas. En el sector del carbón, por ejemplo: “A ver, ¿quiénes son ustedes?, ¿dónde están?, ¿qué quieren? Hay que entrar en una transición hacia la eliminación de los combustibles fósiles: ¿a qué se van a comprometer?”. O cuando se habla de seguridad alimentaria: “Señores de las grandes industrias, ¿cuál es su parte?”.
Se adelantó décadas al alertar al mundo del cambio climático y de la necesidad de tener una mentalidad más feminista. ¿Es por la misma capacidad de ir, digamos, adelantada por lo que ahora demanda atención a los pueblos indígenas, con quienes usted trabajó en los años noventa?
Los adelantados son ellos. Las voces de las organizaciones de la sociedad civil son fundamentales, como lo es la voz de la ciencia, pero no siempre la occidental. ¿Cómo podemos los países llegar a un acuerdo en materia de biodiversidad si el 80% de la biodiversidad del planeta está custodiada por pueblos indígenas y poblaciones rurales? ¿Cómo vamos a hablar de los impactos del cambio climático si no hablamos con la gente que está ahí, aguantando el agua o aguantando la sequía?
Como exdiplomática ecuatoriana, ¿qué opina de la deriva de su país: sus careos con México, con la ONU?
Para ser honesta, prefiero no comentar sobre temas de mi propio país.
¿Tampoco de la decisión de alojar a Julian Assange en la Embajada de Ecuador, que usted defendió en 2012 ante el Consejo de Derechos Humanos?
El cumplimiento del derecho internacional tiene que aplicarse en todos los espacios y no a la carta. Es precisamente el problema del que hablábamos antes. Y la fábrica del derecho internacional es la Asamblea General de las Naciones Unidas, volvemos a la importancia que tiene.
¿Qué sabor de boca le dejó la presidencia?
Aprendí que el poder de la Asamblea General, el poder que tiene un presidente, está muy inexplorado y subutilizado. Hay que institucionalizar mejor ese rol. El tiempo de las presidencias [un año] es demasiado corto. La resolución Unidos por la paz [armada en 1950 por miembros de la Asamblea para sortear bloqueos en el Consejo] propone otorgar a la Asamblea el poder de tratar y resolver problemas de paz y seguridad cuando el Consejo de Seguridad no ofrece resultados. La Asamblea General podría ser ese gran Parlamento de naciones. Es el espacio más democrático, el que incluye a todos, donde se pueden tomar decisiones importantes.
Y fuera de la Asamblea, ¿qué tocaría?
Debe haber un rebalance del poder de los seis órganos principales. Tenemos el Consejo de Seguridad, la Asamblea, la Corte Internacional de Justicia, el Consejo Económico Social…, pero hay un gran ausente en ese diseño. Se dice siempre que la ONU está asentada en tres pilares [derechos humanos, desarrollo y paz y seguridad]. Pues yo digo que hay que tener un cuarto pilar: el ambiental. Y necesitamos una estructura que realmente responda al problema de vivir en la edad del Antropoceno. Eso no está escrito en ninguna parte. Pero hay varias propuestas en los cientos de grupos que están pensando para el futuro de la ONU. El Pact for the Future [pacto para el futuro], que se está negociando ahora y que debería firmarse en la Cumbre del Futuro, es un tejido montado a través de miles de organizaciones, universidades, think tanks que se dedican precisamente a pensar cuál es el sistema de Naciones Unidas que necesitamos y merecemos en el siglo XXI. Te das la vuelta y hay un grupo ahí trabajando en esquemas de reforma del Consejo de Seguridad. Te das la vuelta para acá, hay gente pensando en cómo revitalizar la Asamblea General. Eso es lo que me da esperanza.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.