Consejos de Devika Bulchandani, la mujer que llegó a la cima de la publicidad: “Haz menos y hazlo mejor”
La estadounidense de origen indio es la primer mujer consejera delegada global del gigante publicitario Ogilvy. En su vida se entrelaza la psicología empresarial, el elitismo y el machismo
Devika Bulchandani tiene mirada severa pero es risueña e incluso de carcajada fácil, viste con informalidad, concilia una presencia notable con el hecho de no alcanzar los 1,70 metros de altura, habla de heridas vitales casi tanto como de éxitos y le gusta achispar la conversación con toques de humor escatológico. Es importante retener estos rasgos humanos, en caso de que el currículo que viene a continuación los eclipse.
Devika Bulchandani (Amritsar, la India, 54 años) es una de las mujeres más poderosas de la industria de la publicidad en todo el mundo. ¿La legendaria campaña de MasterCard de “No tiene precio”? Ella ayudó a desarrollarla en 1997, cuando era estratega rasa del gigante McCann. ¿La estatua Niña sin miedo que planta cara al toro de bronce a las puertas de Wall Street desde que apareció un buen Día Internacional de la Mujer de 2017 y que, pese a pertenecer a una campaña para la firma financiera State Street, causó tal furor en Nueva York que una petición popular convenció al Ayuntamiento de que la dejara para siempre ahí, como parte inamovible de Manhattan? Ella estuvo también implicada, esta vez ya como directora de estrategia global de McCann.
¿La primera mujer al frente de una de las principales multinacionales del sector? Ella. En septiembre de 2022, Bulchandani fue nombrada consejera delegada de la mítica agencia Ogilvy. Una mujer india e inmigrante al frente del buque insignia de un sector enfrentado cada día a nuevos retos relacionados con cuestiones como el machismo, el elitismo y el racismo. Quizá sea esto, más que su currículo, su mayor aportación a la historia de la publicidad.
Bulchandani responde, durante una reciente visita a Madrid, a preguntas sobre los graves cambios que afronta su sector, carga contra la cultura de la omnipresencia que tanto premian las redes y también incurre en la ambivalencia generalizada ante la inteligencia artificial. Pero es al dejar estos temas y recordar su propio camino, el de una niña de familia conservadora india que se plantó en un sector mejor diseñado para cualquier otro perfil y lo hizo suyo, cuando cambia de registro, baja la guardia y se revela como una mujer risueña, de heridas al aire y una presencia insoslayable.
Usted se crio en Amritsar, una ciudad al norte de la India casi en la frontera con Pakistán, rodeada de su familia: sus tíos vivían en las tres casas que rodeaban a la suya. ¿Cómo se pasa de un entorno tan comunal, donde cada uno ocupa el hueco que le dictan, a una posición como la suya?
Tengo el recuerdo de no poder hacer todo lo que hacían mis hermanos por ser chica. Ellos se subían a los árboles y a mí me decían: “Devi, no te subas, porque si te caes te puedes hacer una herida y, si te lastimas la cara, nadie va a querer casarse contigo”. Intentas entenderlo en tu cabeza de niño pequeño… En mi familia comíamos todos juntos, mis tíos, mis padres, y un día irrumpí yo en esa comida: “¡Lo he conseguido, lo he conseguido!”. “¿El qué?”, preguntaron. “¡Hacer pis de pie!”. En mi cerebro infantil, eso ya me convertía en uno de los chicos. Podía subirme a los árboles y lastimarme la cara.
¿Fue el machismo lo que le llevó a emanciparse?
Cada mes veía que mi madre, que trabajaba en el negocio familiar, tenía que pedirle su sueldo a mi padre. Y no me gustaba esa imagen. No me fui de la India en busca de dinero, porque a mi familia siempre le fue bien en ese sentido. Pero sí buscaba libertad y eso se traducía en que debía ganarme mis propios ingresos. No depender de los de un hombre. Por lo demás, mira, me gusta hacer el papel de esposa de mi marido y de madre de mis hijos y de nuera de mi suegra. Hay felicidad en ello. Mientras no me venga impuesto…
Y se fue a Estados Unidos.
Me fui a estudiar allí, me gustaría decir que fue por el sistema educativo pero mi marido te dirá que es porque iba detrás de él. Un poco de razón tiene. Él estaba en la Universidad de Stanford, y yo, en la de Southern California. Ya sabíamos que nos íbamos a casar.
Como el dinero es importante en esta historia, si no es indiscreción, me gustaría hablar de su vida previa a McCann a través de los salarios. Estamos en Nueva York, a principios de los años noventa, y su primer empleo es en una copistería.
Siete dólares la hora [unos 17 dólares o 15 euros de hoy], 10 horas a la semana. Por aquel entonces, un compañero de la universidad, Greg Hahn, trabajaba en una agencia de publicidad, Anderson and Lemke. Le llamé y me dijo que me reuniera con él. Me ofreció un puesto de becaria no remunerado. Lo acepté. Hoy sería ilegal. No sé si lo era en 1993 pero, como inmigrante, tú dime lo que quieras que haga, que yo lo hago con tal de poner un pie dentro. Me ofrecieron mi primer contrato, 18.000 dólares anuales [equivalente a 39.000 de hoy], ni 1.000 al mes descontando impuestos. Pero fue como si hubiera ganado la lotería. Era una mujer independiente, tenía salario propio. La nada, comparado con los 50.000 dólares que levantaba mi marido en Wall Street, pero era todo. Me quedé ahí dos años y medio. Al final ganaba 40.000 dólares anuales [equivalente a 82.400 de hoy]. Ascendí muy rápido.
¿Cómo lo hizo?
La gente te valora en la medida en la que te valores tú. Si aceptas que vales 18.000 dólares, recibirás 18.000 dólares. Si no lo aceptas y trabajas lo suficiente como para respaldarlo, puedes reclamar otras cosas.
Y de ahí a McCann. ¿Cómo aterriza una inmigrante en una industria como la publicidad?
Fue difícil. Ya no te digo el trabajo, sino encajar. En reuniones se hablaba de marcas como Oreo: yo no sabía lo que era una oreo. Nos sentábamos con [la multinacional] Nabisco, a hablar de [las galletas saladas] Ritz y la tradición que suponían en las comidas estadounidenses. Y yo, en mi silla: “No tengo ni idea de lo que me están hablando”. La publicidad es también un entorno elitista; hay muchos grupos cool, otros modernos, muchas personas que se ponen de moda y otras que se pasan de moda. Yo no sabía quién era nadie. Mi familia en la India era conservadora, además, y en la publicidad la norma es el sexo, las drogas y el rock and roll. A veces mi duda era: “¿Debo reírme de ese chiste? ¿Debería espantarme que la gente hable así?”.
¿Cómo se las arregló?
Tenía el puesto de planificadora estratégica, que es bastante versátil y me daba cierto margen de maniobra. Me puse como reto ser la mejor redactora de presentaciones de la agencia, la persona a la que todo el mundo acude para que le escriba su presentación, así podría vivir un poco más en mi cabeza y no depender de las conversaciones en la oficina, porque estaba claro que me perdía en los matices culturales. Para resolver un problema de marketing no tenía que preocuparme de eso. Tardé muchísmo en conectar con los creativos, no sabía en qué idioma hablaban. El lado social en general me llevó muchísimo tiempo.
McCann tiene fama de ser un entorno aterradoramente masculino. ¿En una escala de cero a Mad Men, cómo era esa oficina en los años noventa y la primera década del siglo XXI?
Entraba en las reuniones y me ponía a contar bléiseres azules. Reunión global, 28 personas: 26 bléiseres azules. Todos los tíos llamándose por el apellido. “Hey, MacDonald”. “Hey, Riley”. Y llegaban a mí: “Hey, Dev”. Dev. ¿Por qué no Bulchandani? Bueno, supongo que porque tienes que pronunciarlo [ríe]. Un día, se me acercó un tipo y me dijo: “Te necesitamos en esta reunión”. Una reunión en la que siempre me había parecido que debía estar. Pero tuve que preguntarlo: “¿Qué necesitáis, mi vagina o mi cebrero?”. No sabían qué decir. “Porque, por mí, bien cualquiera de las dos. Lo de la vagina es evidente porque sois ocho malditos hombres. Solo quiero saber si el cerebro tambien os hace falta”.
Según ascendía en el organigrama, ¿cuántas veces la han llamado “ambiciosa” o “competitiva”?
Uno de mis mentores más importantes me dijo un día, y de esto no hace tanto, fue como en 2012: “Eres muy ambiciosa”. Lo dijo como crítica, aunque era italiano y le salió hasta con cierta poesía. Le respondí: “¿Me estás diciendo que modere mi ambición?”. Y, como tenía confianza con él, le pregunté: “¿Cuántas veces le has dado ese consejo a un hombre?”.
Por aquellas fechas, Harris Diamond, directivo de McCann, la convocó a su despacho sin previo aviso.
Harris, el nuevo consejero delegado, 1,93 metros, solo me conocía de haberme visto en una reunión el día anterior y me recibió en su despacho diciéndome: “¿Entonces qué quieres hacer con tu vida?”. Vaya forma de conocer al nuevo, con una pregunta existencial. “Creo que no deberías planificar más. Creo que deberías dirigir algo”. Contesté: “¿Pero qué?”. “No lo sé”. Silencio incómodo. “Hablaremos en un par de meses”. A los tres meses estaba al frente de MasterCard. Año y medio después, dirigía la oficina de Nueva York. No me permitió fracasar pero tampoco me llevó de la mano.
Resalta el papel de los jefes que la cuidaron. ¿Qué hay de los malos?
No le voy a dar nombres.
Tampoco lo esperaba, pero va a ser más aburrido leernos si hablamos solo de los buenos.
He tenido jefes completamente hostiles. Gente que daría lo que fuera con tal de no verme triunfar. Hay una lección que intento no olvidar. El mejor jefe del mundo ve tu potencial y trata de darte alas. Un jefe malo machaca tu potencial porque se siente inseguro. Y solo por eso. Tenía un jefe que era… no bueno. Las cosas que me decía, su manera de dirigirse a mí, las groserías. Un día me vino la epifanía: “No es por mí, no es por lo que yo haga o deje de hacer, no es por nada que no sea su propia inseguridad”. ¡Qué frustración! Me quería matar a mí misma y también a alguien de lo frustrada que estaba. Esto me recuerda que [el famoso directivo creativo de McCann] Rob Riley, uno de los jefes buenos, me dijo: “Hay gente que persigue el brillo y hay gente que brilla. Los primeros no quieren a los segundos”. Lo pasé fatal hasta que me armé de valor y le planté cara a esa persona, un año después.
¿Sentía que debía hecerlo?
Debes hacerlo, siempre.
Si planta cara, se expone a que la etiqueten de “mujer difícil”.
Pues que lo hagan.
El comentario más común sobre la publicidad es que ya no cae bien. La gente usa bloqueadores de anuncios, los salta en YouTube. ¿Parten de esa negatividad?
A nadie le gusta lo malo. ¿A ti te gustan las películas o las series malas? Y hay tanto contenido malo, tanta publicidad que no es buena, que es normal decir que ya no gusta. Pero no es cierto. Cuando aparece un anuncio brillante o una película brillante, la gente lo ve y lo comenta [aquí cita el anuncio para Dove que Ogilvy produjo para la pasada Super Bowl, protagonizado por Michael Cera y galardonado con un Premio Super Clio]. A nadie le gusta la mierda, ya. Ahora mismo hay demasiada mierda en el mundo porque la proliferación de medios te permite estar en todas partes y eso es una idiotez.
¿Lo es?
Haz menos. Lo digo siempre. No tienes que estar en Facebook y en Instagram y en TikTok y en todo. No tienes que hacerlo todo. Haz menos y hazlo mejor. El horizonte mediático se ha multiplicado pero los presupuestos, por lo general, no: en muchos casos, como nos dirigimos a medios más fragmentados, se han reducido. El mismo dólar de siempre ahora tiene que servirte para varias plataformas. Por pura y dura matemática: no lo hagas. Te lo dicta el sentido común.
Como espectador y un poco como periodista: ¡quién lo diría!
El sentido común te lo dice, que el comportamiento le obedezca ya es otra cosa. Obtienes un rendimiento mucho mayor si concentras los esfuerzos. Una charla de una hora contigo tiene más impacto que si hubiera otras 20 personas aquí, ¿no? No es la mentalidad imperante ahora, pero cada vez lo escucho más en los clientes. Hacer menos, más grande y mejor.
¿La inteligencia artificial escribirá anuncios?
La inteligencia artificial para mí es como un copiloto, no un piloto. Nos permite llegar de cero a 50 más rápido, pero todavía no puede reemplazar a la imaginación humana. ¿Llegará ahí? Seguramente, no sé si en seis meses o en cinco años. Sí sé que un modelo de lenguaje grande se apoya en datos del pasado. Si quiero diseñar un futuro para mis clientes, con la IA estoy creando un futuro basado en el pasado. Un futuro genérico, además, porque eso es lo que mejor entiende la IA. No va a diferenciarse, no va a tener personalidad de marca. Si todos usáramos solo IA, lo único que conseguiríamos sería un mundo mercantilizado, en el que todas las marcas nos resultarían idénticas.
¿Cómo la emplean en su agencia?
Tenemos herramientas propias, a las que llamamos cerebros. Uno es un modelo de lenguaje grande, con código abierto. El otro es un cerebro de marcas, que conoce la estrategia de cada marca, su voz, su tono, su visión, su rumbo y su público. Si quieres hacer algo para Coca-Cola en el mercado español, se puede entrenar a que piense en ese contexto y las necesidades concretas. El ChatGPT solo te da cosas genéricas, pero sí puedes usar el aprendizaje automático para que una máquina entienda los parámetros de una marca: este es su color, su aspecto, su voz.
¿Qué impide a Coca-Cola desarrollar esa misma máquina?
Cualquiera puede desarrollarla. La pregunta es en qué negocio quiere estar Coca-Cola. ¿Quiere resolver todos sus problemas creativos internamente? ¿O quiere hacer coca-cola? Yo tengo un negocio, que es crear herramientas publicitarias específicas para mis clientes. Un directivo de marketing de Toyota lo explicó muy bien cuando le dijo a su agencia de publicidad: “Nuestro negocio es hacer coches, los mejores coches. El vuestro es saberlo todo sobre la gente que los conduce”. Es un debate viejo ya, porque es lo mismo que las agencias internas, que han estado ahí toda la vida.
En 2020, motivada por la pandemia, dejó McCann por Ogilvy, por lo nuevo. En 2022 fue nombrada consejera delegada. Pero lo que recuerda con más emoción fue el día que logró verbalizar que ambicionaba ese puesto.
Dios. Me acuerdo hasta de lo que llevaba puesto. Pantalones negros y sudadera. Estábamos en una reunión solo para mujeres, dirigida por una chica que nos preguntaba qué queríamos hacer. “¿Te gustaría ser consejera delegada?”. Me petrifiqué. Era decidir sí o no. Si me cerraba a mí misma esa puerta para siempre, o si admitía en público algo que… No me salió ni palabra durante casi un minuto.
¿Por qué?
¡Porque esa opción ni existía! Nunca había habido una mujer consejera delegada. Así que dije: “Sí, quiero dirigir más cosas. No, espera, quiero ser la consejera delegada de la empresa”. Sentí que todo había cambiado cuando esas palabras salieron de mi boca. Llamé a mi marido. “No te vas a creer lo que acabo de hacer”.
“¡Puedo hacer pis de pie!”.
Me dijo que no entendía dónde estaba la noticia. Todos en casa ya sabían que quería ese puesto. La única que no lo sabía era yo.
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