Rashid Johnson: “Los pensadores y creadores negros estamos cansados de que nos nieguen un espacio autónomo”
El racismo y la angustia, las experiencias personales y las colectivas, todo confluye en la obra de este artista multidisciplinar que será la gran estrella de la galería Hauser & Wirth de Menorca este verano. En su estudio de Nueva York habla de la sociedad estadounidense y del jazz, que le cambió la vida.
El éxito no vino con un manual de instrucciones para Rashid Johnson. Nadie nace sabiendo cómo lidiar con eso, pero para un artista negro como él fue aún más difícil encajar la experiencia del triunfo en una sociedad como la estadounidense, rendida más que ninguna otra a su culto. “He tenido que enseñarme a mí mismo a disfrutar de mis logros, para poder compartir esas lecciones con los que venían detrás”, reconoció en una entrevista celebrada una mañana de mayo en su estudio en Brooklyn, en Nueva York. A los suyos no suelen invitarlos a la fiesta. Y si lo hacen, nunca es con acompañante. “Es como cuando te alcanza un rayo; puedes sugerir a otros que salgan a la calle en mitad de la tormenta, pero eso no garantiza que tengan tu misma suerte”.
Pintor, fotógrafo, ceramista, escultor, dibujante y cineasta, Johnson (Chicago, 1977) goza de un lugar central en el arte estadounidense, desde el que reflexiona de un modo poético, pero también político, sobre la ansiedad colectiva, la raza, la clase, el género, la identidad cultural y la experiencia afroamericana. Mimado por el mercado, jaleado por la crítica y cortejado por los grandes museos, es también un analista fino sobre algunos de los grandes temas de debate de un país fracturado y desorientado.
Aunque él se opone a verse reducido a un antagonismo. “Los pensadores y creadores negros estamos cansados de que nos nieguen sistemáticamente un espacio autónomo: solo nos dejan existir enfrentados al privilegio blanco. Mi obra no encaja necesariamente ahí; existe en un lugar independiente”, argumenta. “La gente proyecta sus prejuicios sobre mi trabajo, que se interpreta en función de un peligroso juego de expectativas que genera la idea de lo que es y no es un artista afroamericano, pero no solo, también la idea de lo que es un creador latino o queer, o una mujer artista. Te reducen a un cliché”.
Su obra, que funde experiencias individuales y colectivas, podrá verse a partir del 19 de junio, por primera vez en España, en la sede menorquina de Hauser & Wirth, su galería desde hace más de una década, que es también una de las más poderosas del mundo del arte. En la isla balear, en ese híbrido de espacio comercial y fundación inaugurado el verano pasado en un antiguo hospital militar al que solo se llega en barco desde Mahón, Johnson ha preparado una exposición de pinturas y esculturas titulada Sodade. La inspiración parte de una canción de los años cincuenta popularizada por la caboverdiana Cesaria Evora, y en eso es fiel a una constante de su práctica artística: recurrir al pasado para pensar el presente. Esta vez reflexiona sobre la “sensación de melancolía y añoranza”, que considera un “buen reflejo del mundo en el que vivimos”. Sodade es la variante criolla de la saudade portuguesa, y Johnson considera que “ese anhelo, ese querer algo diferente de lo que nos toca vivir”, define a las sociedades contemporáneas.
Una obra sobre papel de una de las series elegidas para Menorca descansa en el suelo de la enorme estancia semivacía que Johnson ha escogido para la entrevista. Aquí trabaja personalmente en sus piezas. En una esquina hay un montón de guantes de obra, que emplea para esparcir la pintura en esas siluetas que llama “hombres ansiosos”, para los que a veces emplea un color creado y bautizado por él como “black & blue”, como la melancólica composición de Fats Waller.
Para explicar las razones de la repetición de esos motivos acude a una de sus grandes inspiraciones: el jazz. “Como un improvisador, yo parto de un estándar, y desde ahí, en el espacio que dejan esos patrones, encuentro la libertad para meditar”. Con músicos como Miles Davis o Charlie Parker, Johnson comparte el “gusto por el escapismo”. “Para mí, ese concepto, tan gratificante, no es negativo”, argumenta. “El jazz, como la abstracción, tiene mucho de abandonar el cuerpo, de dejar que la mente se mueva por el espacio”.
En su taller, donde emplea a ocho personas, hay algo de producción en serie. Está la carpintería, el lugar para la pintura, el almacén en el que guarda su obra y la de otros artistas, y el laboratorio de la cerámica y los mosaicos, que preside una sofisticada máquina para cocer los materiales. En una esquina de esa gran estancia se encontraba trabajando el día de la entrevista su esposa, Sheree Hovsepian, de origen iraní. Artista de éxito como él, sus collages están expuestos ahora mismo en la Bienal de Venecia. También hay un futbolín y una canasta de baloncesto.
Johnson creció en Evanston (Illinois) en un ambiente intelectual, hijo de una historiadora, Cheryl Johnson-Odim, una experta en el África subsahariana que lo introdujo en la obra de pensadores negros como Amiri Baraka, W. E. B. Du Bois y Booker T. Washington, y de Jimmy Johnson, un tipo con aspiraciones artísticas que acabó dedicándose a los aparatos electrónicos. Se divorciaron cuando él era un niño.
Su primer interés como estudiante fue la fotografía, disciplina que después aparcó. “En los años noventa”, se justifica, “los chicos listos se dedicaban a eso; la pintura estaba entonces dominada por los aburridos supervivientes de la década anterior”.
El último arte en el que ha destacado es el cine, con la película Native Son (estrenada en 2019 por HBO), a partir del clásico homónimo de Richard Wright, cuyo protagonista, Bigger Thomas, es un muchacho descarriado enfrentado al mundo en el Chicago de los años treinta. Johnson actualizaba ese arquetipo de la literatura afroestadounidense con una estética entre punk y gótica. “Era mi manera de decir que los tiempos han cambiado, pero que los problemas siguen siendo similares para los Bigger del mundo. Fue un proceso complicado, el proyecto empezó con Obama en la Casa Blanca y terminó con Trump a los mandos, lo que significó un salvaje cambio en los contextos en los que la historia fue concebida y estrenada”.
El artista leyó la novela cuando era adolescente, más o menos en la misma época en la que prendió su inagotable interés por la música, que crecía con cada visita a una tienda de discos de Chicago, Jazz Record Mart, institución aún en funcionamiento que, dice, le “cambió la vida”. “Me pasaba todo el día hablando con los dependientes, escuchando discos: podía poner 500, aunque finalmente, como no tenía dinero, solo me llevara uno”.
El éxito le llegó rápido, a los 24 años, gracias a la exposición colectiva Freestyle, organizada en The Studio Museum in Harlem, donde participó con unas fotografías de tintes románticos que recordaban el trabajo del gran retratista del barrio neoyorquino: James Van Der Zee. Johnson era el más joven del lote de artistas afroamericanos que la comisaria de aquella muestra, Thelma Golden, empaquetó con una etiqueta que hizo fortuna: arte negro posconceptual (post conceptual black art), que jugaba con la idea de la regeneración del tejido intelectual de una comunidad ansiosa desde hace más de un siglo por que llegue el renacimiento definitivo. A él, la etiqueta le parece “útil e interesante”, aunque lamenta que “a menudo se malinterprete”.
Más cómodo se siente con otro de los movimientos a los que se ha adscrito su trabajo: el afrofuturismo, un concepto que estaba en los márgenes y que en los últimos tiempos se ha colocado en el centro del discurso, hasta el punto de inspirar estéticas musicales (Janelle Monáe), festivales (como el celebrado este año en el Carnegie Hall), una exposición permanente en el Museo Metropolitan de Nueva York y hasta un taquillazo de Hollywood (Black Panther).
Johnson siente especial interés por la figura de uno de sus precursores, el pianista de jazz y pensador cósmico Sun Ra (1914-1993), quien, como parte de su apuesta estética, siempre mantuvo que había nacido en Saturno. “Era su forma de decirnos que hay algo más en el universo que lo que está a la vista. Es una idea muy poderosa desde la perspectiva de la comunidad negra, la idea de que es posible ir más allá de las limitaciones que te impone la sociedad. Por eso el discurso del afrofuturismo ha cundido tanto en la América contemporánea. Nuestra vida cambió drásticamente cuando nos sacaron de África y nos trajeron a América. Si la humanidad evolucionara como una especie interplanetaria, ¿cómo cambiaría entonces nuestro lugar en el mundo?”.
De momento, Johnson se ha mudado solo una vez. Fue en 2005, a Nueva York, donde no le ha ido mal: ha conquistado espacios de privilegio, como el Guggenheim (es miembro de su patronato), la Ópera del Metropolitan (en cuyo vestíbulo se exponen dos de sus mosaicos de gran formato) o el aeropuerto de La Guardia, donde acaban de instalarle una gran pieza de cerámica.
Tras más de una década en una casa en el Lower East Side, ahora vive con su esposa y el hijo de ambos, de 10 años, en Gramercy Park, una de las zonas más exclusivas de Manhattan. “Nueva York sigue siendo la capital mundial del arte, y a mí me funciona bien trabajar desde ese centro”, dice sobre un lugar que, pese a la impresión generalizada, no encuentra tan cambiado tras la pandemia, “precisamente porque su naturaleza es el propio cambio; da igual el coronavirus, o si es martes o jueves, se define por la mutación constante”.
El confinamiento lo pasó en la casa que tiene en Long Island. En el sótano produjo la serie Untitled Anxiety Red Drawings (dibujos rojo ansiedad sin título), en los que repetía el motivo de los hombres ansiosos hasta el extremo de la superposición maniaca de sus figuras. Esas piezas se convirtieron en un icono artístico de la primera cuarentena. En un ensayo que publicó en la CNN, escribió: “La ansiedad forma parte de mi vida. Es algo que la gente de color no discute tanto como debería”. “Compartirlo con los demás”, dice en la entrevista, le ha ayudado a darse cuenta de que no está “solo”.
Los dibujos los expuso online (y vendió enseguida) en pleno confinamiento, pocas semanas antes de que la ansiedad de la agonía de un hombre negro llamado George Floyd, asesinado por un policía de Mineápolis, se apoderara el 25 de mayo de 2020 de Estados Unidos. Johnson se enteró “en Instagram, en un vídeo que carecía de todo contexto”. No le hizo falta. “Enseguida supe que había presenciado un asesinato, y así se lo dije a mi mujer”, recuerda.
A la pregunta de si la convulsión social que vino después ha cambiado las cosas en su país, el artista responde: “¿Quién sabe? Las conversaciones han evolucionado, eso está claro. Hay ideas y cierto lenguaje que se han incorporado al léxico común. En lo práctico: si me pararan hoy, seguramente sería menos probable que experimentara una interacción violenta con la policía”. Johnson dice que ese tipo de desagradables experiencias “forman parte de la educación de cualquier hombre negro en Estados Unidos”. En su opinión, la eclosión del movimiento Black Lives Matter también ha tenido sus consecuencias en el arte. “Las cosas están cambiando, aunque la cuestión sigue siendo quiénes son los guardianes de las puertas del canon. Hay instituciones y marcos de análisis que aún deciden quién entra y quién no. Sí creo, sin embargo, que este país se está diversificando”.
Esos cambios también están tensando las relaciones entre los dos países que, a izquierda y derecha, hoy forman Estados Unidos. Uno de los caballos de batalla de los republicanos es la enseñanza en las escuelas de lo que se conoce como la critical race theory (teoría crítica racial), que defiende que el racismo es sistémico, y trasciende a los individuos y sus prejuicios. Johnson, como padre de un niño de 10 años, encuentra esa polémica “absurda”. “No es verdad que les enseñen esa teoría. Tampoco conocen la verdadera historia de este país. Por ejemplo, no les explican que algunos de los padres fundadores tenían esclavos, y eso que mi hijo va a una escuela progresista de Nueva York; ese trabajo docente me corresponde completarlo a mí cuando llega a casa. Lo peor es cuando quienes se oponen a la enseñanza del racismo se deslizan hacia lugares más peligrosos, como la teoría del reemplazo”.
El artista se refiere a esa conspiranoia que considera que las élites de izquierdas, con la ayuda de los judíos, están sigilosamente sustituyendo a los blancos por personas de otras razas, más dóciles a la hora de votar. Es el combustible que movió recientemente al muchacho que se presentó en un supermercado de un barrio afroamericano de Búfalo con un fusil de asalto y la misión de “matar negros” (asesinó a 10). A aquel tiroteo masivo siguió poco después la matanza en una escuela primaria de Texas, en la que murieron 19 niños. “Hemos llegado a un punto de insensibilización, a la idea de que ese es el mundo que nos ha tocado vivir, y punto. Cuando yo era pequeño en el Medio Oeste teníamos simulacros de tornados. En la Costa Oeste, ensayaban para los terremotos. Y en la Este, se preparaban para los huracanes. Ahora los niños, sean de donde sean, aprenden tácticas paramilitares para salvar sus vidas. Visto desde fuera, este país debe parecer una completa locura”, dice Johnson. Y cuesta no darle la razón.
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