750 años después, Ámsterdam quiere seguir siendo libre y diferente
Es una de esas ciudades europeas que intenta no morir del éxito de su propia marca. Sus vecinos sueñan con poder pasear sin tener que esquivar visitantes. A punto de concluir las celebraciones de su 750º aniversario, La ciudad no se rinde y se lanza a cuestionar su pasado, su presente y su futuro.


El 27 de octubre de 1275, el conde Florencio V de Holanda eximió a un pequeño pueblo de pescadores de pagar peajes por navegar por las aguas de toda la provincia, en agradecimiento por la construcción de un dique (dam) en el río Ámstel. Unos días antes de que se cumplan 750 años de aquello, Kees Tol, hombre canoso con modos rudos de marinero, explica en su puesto de venta de pescado en el mercado callejero de Albert Cuyp que su trabajo, al que lleva dedicado 60 años (es la tercera generación del negocio), no ha cambiado prácticamente nada, a pesar de la extraordinaria transformación del barrio. “Para nosotros el cambio no ha sido bueno, los turistas no compran, pero seguimos teniendo nuestros clientes habituales”, cuenta un sábado en el corazón de De Pijp, uno de los vecindarios más hipsters de Ámsterdam.

En mitad de las celebraciones del 750º aniversario de una de las ciudades más populares del mundo (el próximo lunes culmina un año entero de fastos con un gran evento televisado en la famosa plaza de los Museos), puede que hayamos empezado a encontrar la resbaladiza esencia de una urbe tan icónica y mutante entre el salmón y el lenguado, estrellas de hoy en este puesto del mercado que está a solo unos metros de un tenderete de tacos sinaloenses. Y otro de haring (la delicatessen local de arenque fresco marinado) donde el dueño se queja amargamente, mientras limpia tripas de pescado a toda velocidad, de que barrio y mercado “ya no tienen nada de holandés”. Y donde un poco más arriba, Fadi Alcharabi, un joven que escapó de Siria a los 16 años (tardó dos en cruzar Europa), ahorró y empezó a pagar (todavía no ha terminado) un puesto de café estilo árabe, da las gracias por el recibimiento que ha sentido en esta ciudad “maravillosa para crecer y mejorar”. Y todos ellos, por supuesto, rodeados de una inmensa nube de turistas de México, de Taiwán, de Italia, de Estados Unidos…

“Necesitas que una parte permanezca igual para poder cambiar otras. Siempre ha existido la idea de una planificación a largo plazo. Por ejemplo, con el anillo de canales, que todavía funciona y se usa igual después de 400 años. Se podría decir que parte del ADN de Ámsterdam es trabajar, colaborar, pero también el espíritu emprendedor”. Freek Schmidt, catedrático de Historia de la Arquitectura y el Entorno Urbano de la Universidad Libre de Ámsterdam, cita a El País Semanal junto a las antiguas esclusas de esa red de canales de más de 100 kilómetros de longitud y 1.281 puentes, declarada por la Unesco patrimonio de la humanidad. Cuando se pregunta por ese ADN —o la esencia o la identidad— de la capital de Países Bajos, hay ideas que se repiten constantemente: tolerancia, innovación, mente abierta, libertad, diversión… Al mismo tiempo, nadie rehúye la parte oscura de esa herencia que incluye esclavismo y colonialismo salvaje, capitalismo despiadado (aquí nacieron las sociedades limitadas partidas en acciones y las burbujas económicas) y, hoy, las tensiones raciales y religiosas en una ciudad cada vez más invivible por la turistificación.
La ventaja y la belleza de las lecturas que sobre todos esos asuntos hace el profesor Schmidt es que las proyecta sobre algo tan sólido y tangible como los edificios y las calles, que van marcando como si fueran la corteza de un árbol las capas de identidades superpuestas que han construido Ámsterdam. Habla de resiliencia, de la calidad, durabilidad y la flexibilidad de esos canales. Y también de unos edificios diseñados a base de muros de carga y vigas para adaptarse: levantados sobre “un suelo muy débil”, se pueden ver por todo el centro retorcidos e inclinados, “pero perfectamente seguros”, insiste el catedrático. “Todo se puede hacer con este tipo de edificios y arquitectura. Si miras el distrito de los canales, hubo viviendas, negocios, almacenes y fábricas en el siglo XVII y XVIII, oficinas en los siglos XIX y XX, y ahora son apartamentos. Cambian una y otra vez, pero siguen teniendo la misma calidad. Eso también se ve en algunas expansiones de la ciudad después del siglo XIX, muy bien diseñadas y con visión a largo plazo”, explica.




Así, tras los duros años ochenta del siglo pasado —“la gente se fue porque todo se deterioró, las casas estaban en mal estado, no había inversiones…”—, la ciudad volvió a reinventarse en los noventa y dos mil, de la mano de esa libertad y tolerancia —pero más allá de los coffee shops de venta legal de cannabis y de la prostitución en el Barrio Rojo— y del comercio, el patrimonio y la cultura, que sobresalen hoy sobre todo lo demás. “Creo que todo empezó con la idea del Rijksmuseum, que estuvo cerrado casi 10 años, para convertirlo en un nuevo tipo de museo, pero también fue parte de esta nueva marca de la ciudad, de hecho, ha sido su locomotora. Y funcionó muy bien…, quizá demasiado bien”, opina el profesor, amsterdamés de cuarta generación.
Cada año, el impresionante edificio del Rijksmuseum —con La ronda de noche, de Rembrandt, como una de sus mayores joyas— recibe unos 2,5 millones de visitantes. Un número enorme, pero manejable simplemente estableciendo franjas horarias para las entradas, según sus responsables, gracias al tamaño del espacio. Sin embargo, al otro lado de la plaza de los Museos —otro de los más icónicos espacios de la ciudad, no solo por sus centros culturales, sino porque allí ocurren las grandes manifestaciones y celebraciones deportivas—, el Museo Van Gogh siguió el año pasado la estela del Louvre y limitó su número de visitantes: 5.000 al día. “El edificio original abrió en 1973 con la idea de recibir unos 250.000 visitantes al año y hoy… Bueno, en 50 años hemos recibido más de 50 millones”, asegura la directora de la pinacoteca, Emilie Gordenker. “El mensaje es: ‘Queremos que vengas, pero que tengas una visita excelente’. O, dicho de otra manera, hemos optado por la calidad sobre la cantidad”, concluye. Estadounidense de madre holandesa, destaca la importancia que tienen la cultura y los museos en el país, en general, y en la capital, en particular. “Es maravilloso tener ese trasfondo histórico en mi vida diaria. Pero también [me encanta] por su oferta cultural: voy a muchos museos, pero también me gusta la música, el cine, y todo está aquí. Y, si te atreves a andar en bicicleta, todo está a 20 minutos”.

Aunque está siempre lleno de turistas y cierran continuamente comercios “auténticos”, a Marleen Kurvers le encanta la zona en la que vive, en torno a la calle Zeedijk, junto al Barrio Rojo. “Hay muchos restaurantes asiáticos y todavía hay muchos bares que siguen siendo de verdad”. Kurvers se mudó hace ocho años desde el sur de Países Bajos para abrir la galería Oode, dedicada a rescatar “arte huérfano”; recupera obras desechadas por los museos o que languidecen en sus almacenes y les busca un hogar. “Tenemos una buena historia de coleccionismo y financiación pública, pero como resultado de ello muchas obras han quedado bajo custodia del Gobierno y, cuando quieren renovar, no saben qué hacer con ellas. También trabajamos con los herederos de los artistas, que a veces tampoco saben qué hacer…”, reconoce.
Kurvers habla de su filosofía: valorar el lado estético de las obras, limpio todo lo posible de la parafernalia superflua de narrativas e intenciones, y ofrecerlas a precios razonables. Y de las cosas que le gustan de la ciudad: “Ámsterdam tiene la mente abierta. También en términos de arte. Hay todo tipo de museos, desde el más clásico al más vanguardista… Esa es quizás la esencia, porque el diálogo entre lo antiguo y lo nuevo siempre está presente. Si vas a los canales, sientes que todo comenzó en los siglos XVI y XVII y aún es muy visible. Ámsterdam es bastante fácil de recorrer y, si la caminas, cambia bastante rápido, de lo moderno a lo antiguo. Para mí, el cambio es otra esencia de Ámsterdam. Antiguo versus nuevo, clásico versus moderno…”. Una historia de choques y avances en la que se van quedando, obviamente, cosas por el camino. Por ejemplo, los márgenes incómodos del arte —“rugosos”, dice Kurvers— han ido poco a poco desapareciendo. Y no solo en el arte: el profesor Schmidt recuerda con algo de nostalgia “esos márgenes extraños que Ámsterdam tenía en los años ochenta; ahora todo está pulido, limpio y fresco. Es por el turismo, está completamente comercializado”, asegura.







Incluso ocurre en el Barrio Rojo, donde los sex shops y los prostíbulos están rodeados un viernes cualquiera sobre las 20.30 de una masa ingente de turistas que incluye a algunas familias con hijos. Es como un parque de atracciones del sexo de pago. “Ya no es algo nostálgico, o pequeño o local, se ha convertido en un modelo de negocio turístico”, aporta la alcaldesa de la ciudad, Femke Halsema, que lleva años intentando trasladar ese barrio a un nuevo “distrito erótico”. De momento, sin mucho éxito, pues los vecinos de cualquier posible nueva localización se resisten a acogerlo.
Halsema es la primera mujer que dirige la ciudad y el año pasado comenzó su segundo mandato. Entre esencias de diversidad, tolerancia y libertad de expresión, también habla de márgenes, de aquel señor que durante años patinaba por el centro vestido solo con un tanga. “Todo el mundo lo conocía y lo quería, porque era una imagen pacífica y alegre”, asegura. Y añade: “El estado mental del amsterdamés es ser libre y poco convencional… Como todas las drags o el Barrio Rojo con su antigua atmósfera, ese ambiente de marineros, prostitutas y criminales… Ha sido un poco complicado, sí, pero creo que muchos grupos marginados encontraron aquí una forma de expresarse”. En todo caso, la alcaldesa no quiere ofrecer una imagen “demasiado idealizada”. “Esta también es la ciudad donde el comercio de esclavos fue enorme. Así que también es una ciudad con una historia negra”. Una historia que reconocen y por la que han pedido perdón, destaca. Por ejemplo, en la entrada de su residencia oficial hay una placa que recuerda que el palacio fue cedido por la empresa heredera de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales, que hizo gran parte de su fortuna gracias al comercio de esclavos.

Aquella empresa también regaló al municipio un imponente edificio que, a la vuelta de la esquina, alberga hoy los archivos de la ciudad. Allí, la cantante y escritora Samira Dainan muestra la exposición itinerante que ha comisariado sobre la historia de la comunidad marroquí en Ámsterdam, con sus dificultades, sus logros y el ambiente hostil que hoy encuentran en muchos puntos de la ciudad y del país. La exposición es una de las 160 iniciativas elegidas en procesos competitivos dentro de la celebración del 750º aniversario.
“Ámsterdam puede considerarse bastante diversa, pero la gente vive muy separada. No hay muchos marroquíes viviendo en el centro. Viven en el Nuevo Oeste o en el este, donde están las viviendas más baratas. Las mejores escuelas están en el centro y en el sur. Hay más mezcla, pero es más por los expatriados”, dice. Entre los 931.000 vecinos de la ciudad, hay 174 nacionalidades y un 59% es de origen inmigrante: un 10% de origen turco y 0tro 9% marroquí. Dainan, hija de madre holandesa y padre marroquí, sabe que ha tenido unas oportunidades que no tienen otros miembros de su comunidad: “Puede haber mucha discriminación cuando tienes un nombre marroquí. No es tan fácil conseguir un buen trabajo en un banco como tu compañero blanco. Por eso algunos chicos se rinden”. A Dainan le preocupa el momento actual, en el que movimientos cada vez más numerosos se empeñan en culpar a los inmigrantes de todo lo malo que ocurre.

A la alcaldesa también le preocupa, y lo menciona cuando le preguntamos cómo le gustaría que se recordara su paso por la Alcaldía. “En medio de este retroceso cultural, de conservadurismo, autocracia y disminución de la democracia…, espero que, en su 800º aniversario, se pueda decir: Ámsterdam sigue siendo libre, una ciudad donde los jóvenes, de todos los orígenes, sienten que pueden desarrollar su identidad y convertirse en quienes realmente quieren ser”. Vincula la situación con un problema grave de segregación que están intentando solucionar a base de construir vivienda social, pero admite que no pueden hacerlo a la misma velocidad a la que la situación empeora. “Especialmente la clase media está abandonando la ciudad: nuestros policías, nuestros maestros… Y eso es un gran riesgo”, dice Halsema.
Daphne van der Kroft es profesora. No dejó la ciudad, pero se fue al extremo norte, lejos de la plaza de Amstelveld, en el centro, donde creció. Y donde una mañana de octubre explica que el movimiento vecinal contra la turistificación del que forma parte —Ámsterdam tiene elección— tomó seguramente fuerza durante la pandemia. “Nos dimos cuenta de lo que podría ser esta ciudad”, señala sobre la experiencia de pasear sus calles sin tener que esquivar visitantes. Su asociación ha llevado al Ayuntamiento a los tribunales para obligarlo a cumplir la ordenanza de 2021 que limita el número de pernoctaciones anuales a 20 millones; el año pasado fueron 22,9 millones y para este año se prevén aún más.

Van der Kroft reconoce que quiere volver a disfrutar de esta ciudad pequeña, manejable en bici, amigable, con toda esa cultura, esa historia y ese entorno. Dice que no le importa compartirla, pero de una manera razonable, sin que la homogeneización comercial la convierta en un parque de atracciones invivible. “El problema no es el turismo, sino el turismo masivo. Lo que esta ciudad ofrece es un activo. Tiene valor. Pero ahora, las ganancias económicas van a las empresas que invierten en los hoteles. Y los inconvenientes —más basura, todos los efectos negativos del turismo— los sufren los habitantes”, protesta.
La alcaldesa replica que no tiene herramientas para limitar los turistas: “No podemos prohibir que la gente entre a la ciudad. Tampoco podemos pedir pasaportes, ni queremos hacerlo”. Admite un problema, similar al de otras ciudades con las que se han aliado para buscar soluciones, como Roma, Florencia o Barcelona. Pero apuesta por iniciativas, aunque más lentas, más amigables: “Eliminar parte de la industria turística e intentar traer de vuelta una industria comercial y de ocio que compita, que sea interesante para los amsterdameses”. Pero los vecinos exigen soluciones ya, como subir significativamente el impuesto turístico.

“Tenemos más de 3.000 manifestaciones al año. Quejarse está en nuestra naturaleza, pero siempre por amor a la ciudad. Es genial que sintamos la libertad de quejarnos, porque al final hace que sea un lugar mejor”, explica Sietse Bakker, director del organismo municipal responsable de la celebración del 750º aniversario. En una cafetería en la emblemática plaza Dam, se muestra satisfecho de 12 meses de conmemoraciones con 400 eventos, iniciativas, libros, series, exposiciones… Nacido en Ámsterdam hace 41 años, ofrece otra clave vital para encontrar esa esencia que llevamos tantas líneas buscando. Tras describir una iniciativa con la que plantaron 750 árboles, financiada por un grupo de vecinos acaudalados, reflexiona: “Se necesitan empresas, personas influyentes y adineradas que viven en la ciudad, y que se benefician de ella, para que hagan su contribución”. ¿No podría ser esa la clave de todo? Una ciudad rica donde la gente rica lleva siglos invirtiendo —con sus luces y sombras, claro— en colaborar, planificar y construir un sitio donde disfrutar de la vida, en un espacio tranquilo y agradable que permita, además, seguir engordando sus fortunas tranquila y agradablemente.
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