Para ya, Rosita
¿Quién no se ha sentido alguna vez abrumada por el temor de no llegar a dar la talla requerida? ¿Requerida por quién?


Mi amigo el psicoanalista Rubén Bild me habló el otro día sobre el daño que hacen las expectativas. Las propias y las de los demás. Aunque yo diría que las propias se basan en la mirada de los demás, o en lo que creemos que los demás esperan de nosotros. Al hilo de esto leo un inquietante reportaje de Héctor Llanos Martínez en EL PAÍS sobre el aluvión de muertes que hay en Corea del Sur entre las estrellas del cine y la música, gente joven catapultada a una fama internacional. Son los integrantes de la llamada hallyu, una palabra que significa ola coreana y que describe el hecho de que la cultura popular de ese país se haya puesto tan de moda en todo el mundo, produciendo enormes ingresos para el Estado. Por lo visto el Gobierno y la sociedad entera se toman muy a pecho el prestigio y los beneficios que esta moda les confiere, de manera que ejercen una presión brutal sobre sus protagonistas. Se les exigen conductas intachables y un rendimiento total. Son unas expectativas tan tremendas, en fin, que los chavales no las soportan. Hace un par de semanas se suicidó Kim Sae-ron, una de las actrices más conocidas, una chica preciosa de 24 años a la que multaron en 2022 por conducir embriagada y que a partir de entonces no levantó cabeza. No es la primera víctima de este tinglado infernal. En diciembre de 2023 también se mató el actor Lee Sun-kyun, protagonista de aquella fantástica película titulada Parásitos, la primera que ganó el Oscar a mejor película sin ser de habla inglesa. Lee, que estaba siendo investigado por fumar marihuana (uno de los delitos más tontos que se me pueden ocurrir), tenía 48 años y dos hijos. Y al menos otros cuatro famosos veinteañeros (tres cantantes y una actriz) se quitaron la vida entre 2019 y 2023. Se diría que ser una estrella en Corea del Sur tiene bemoles.
En todo esto interviene, sin lugar a dudas, el énfasis de lo colectivo de las culturas asiáticas. Mientras que en Occidente triunfa el individualismo más extremo, en Oriente la sociedad prima sobre la persona. Cuando estuve dando clases en los años noventa en Wellesley College, en Boston (EE UU), me advirtieron del peligro de suspender a las alumnas asiáticas por las tremendas expectativas familiares y sociales que soportaban; y, si no recuerdo mal, en el prestigioso Instituto Tecnológico de Massachusetts de aquella época no se daban notas en el primer curso justamente por miedo a los suicidios.
En cualquier caso, no cabe duda de que esa taladradora mirada que percibes sobre ti puede acabar contigo. ¿Quién no se ha sentido alguna vez abrumada por el temor de no llegar a dar la talla requerida? Y aquí deberíamos preguntarnos: ¿requerida por quién? Porque ahí suele empezar el disparate, la trampa con la que amargamos nuestras vidas. Lo he dicho muchas veces: la mayoría de los humanos comenzamos nuestras existencias intentando no ya ser nosotros, sino aquello que nuestros padres desean que seamos. Pero lo más patético es que a veces nos despepitamos por ser lo que creemos que nuestros padres quieren que seamos, aunque en realidad no sea así. Y después de los padres pasamos a otros tiranos, o mejor dicho, nos inventamos a ese tirano interior que no para de exigirnos algo que nunca se completa, algo que nunca se consigue, algo que nunca llega.
Además, unos cuantos lo llevamos peor. Algunos estamos más inermes ante esa espiral de expectativas locas. Yo me confieso un desastre en este tema. Hay una palabra checa, lítost, que el escritor Milan Kundera define como “la vergüenza ante el espectáculo de la miseria propia” (lo leí en el interesante libro El nenúfar y la araña, de Claire Legendre), pero que yo redondearía diciendo que es la vergüenza por hacer el ridículo al no cumplir lo que esperan de ti. Es una emoción siempre social; es decir, para sentirla tienes que creer que la has fastidiado en público. Son esos arrebatos que te dan cuando sales de una reunión de trabajo o personal, o de una cita importante por lo que sea, y te vas reconcomiendo la cabeza e incluso te insultas: pero qué tonta, qué burra, qué mal lo he hecho, qué mal he quedado. Ese es el momento de preguntarse: ¿con respecto a qué? ¿Qué absurdo ideal crees que esperaba la gente de ti? Déjame decirte una verdad incómoda: los demás no esperaban nada porque no tienen ni la centésima parte de interés en ti de lo que tú te interesas a ti misma. Para ya, Rosita (o Jorgito, o Juanita, póngase aquí lo que venga al caso).
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