El papel de los cementerios a la hora de superar el duelo por la muerte de un ser querido
La costumbre de visitar los camposantos el día de Todos los Santos es un acto simbólico con un profundo sentido psicológico
Casi todos tenemos al menos un cementerio grabado en nuestra memoria. Lo más probable es que lo veneramos porque es el lugar de descanso final de alguien importante para nosotros. Puede ser rural, urbano o de iglesia, sereno u ostentoso, memorable por su configuración inusual, pasando por los de algunos arquitectos modernos, o de interés histórico particular como el parisiense Père-Lachaise o el cementerio Monumental de Staglieno en Génova, el Sacrario Militare del Monte Grappa o los campos de cruces del norte de Francia. No obstante, pocos expresan tan vívidamente la aflicción de nuestro tiempo como el Valle de Cuelgamuros o los hornos de Auschwitz transformados en lugar de culto. En una visita reciente al cementerio del Bosque o Skogskyrkogården, concebido por los jóvenes arquitectos Gunnar Asplund y Sigurd Lewerentz entre 1915 y 1940, en las afueras de Estocolmo, pude constatar que cruzar el umbral de un cementerio te puede cambiar la vida —este bosque sagrado propicia un diálogo entre el hecho presente de nuestro entorno y el posible diálogo entre la nada y la trascendencia del más allá—.
A excepción de algunas efemérides, los cementerios suelen verse desde fuera. Prevalece una extraña sensación de aislamiento. Las visitas familiares habituales son cosa del pasado. Ahora la gente generalmente entra a un cementerio solo para el entierro de un familiar o amigo. En un ensayo de El laberinto de la soledad, titulado ‘Todos Santos, Día de Muertos’ (1950), Octavio Paz reflexiona: “La muerte moderna no posee ninguna significación que la trascienda o refiera a otros valores. En casi todos los casos es, simplemente, el fin inevitable de un proceso natural. En un mundo de hechos, la muerte es un hecho más… En el mundo moderno todo funciona como si la muerte no existiera. Nadie cuenta con ella. Todo la suprime”. En nuestra cultura prevalece la tendencia a plantear la relación vida-muerte en oposición antinómica, como dos polos opuestos.
Skogskyrkogården, situado en el lugar de antiguas graveras cubiertas de pinos, combina vegetación y elementos arquitectónicos, aprovechando las irregularidades del sitio para crear el paisaje del cementerio como un todo. La unidad de arquitectura y naturaleza brinda al visitante una experiencia tanto de vida como de muerte, de esperanza y tristeza, luz y oscuridad: el ciclo de la vida. No es solo un cementerio, es un lugar lleno de vida. El elemento de integración es el bosque de abetos. Almhöjden es un bosque de meditación que se puede ver justo a la derecha de la entrada principal. Lewerentz ha detallado el pronunciado ascenso de una manera particular, con tramos escalonados sucesivos que decrecen progresivamente en altura, “para facilitar el esfuerzo de la subida a medida que uno se aproxima a la cima”. Pero no es simplemente la diferencia de nivel, sino el efecto cinestésico que causa el ascender a la colina lo que despierta inefables emociones; el acto de contemplar desde lo alto un espacio que evoca el reino de los muertos, o a la persona ausente, infunde la atmósfera con premoniciones de los muertos y de la muerte.
Pero ¿qué papel juega el cementerio en el proceso individual de duelo? ¿Cómo utilizarlo para superar el dolor por la muerte de un ser querido y afrontar lo que puede considerarse la crisis más grave de la vida, el duelo? Cada persona se sirve del cementerio a su manera y “cada muerte es única”, apunta el filósofo Jacques Derrida. El cementerio no es más que la representación del lugar donde enterramos a nuestros seres queridos: nuestro espíritu. Su función es la función del imaginario, son teatros del alma. Acaban siendo una proyección exterior de algo que se organiza en nuestra interioridad. La visita a los muertos es un acto simbólico cuyo significado es incorporarlos dentro de nosotros mismos para no hacerlos morir y para prevenir que su identidad se funda con la de los demás muertos con los que nos hemos identificado. Lo esencial es aquello de la persona que está en nosotros, y las huellas en el cementerio —tumba, nombre, fechas o fotografía— refuerzan dicha relación interior.
Frecuentemente la gente conversa con sus muertos en el cementerio sin hacerles preguntas, saben que no pueden responder. Hablan con quien siguen deseando después de la muerte, con alguien que, por haber existido, no se puede decir que no existe, sino que ya no existe. Por otra parte, hay quienes se dirigen a los muertos como si estuviesen vivos porque no fue posible expresar en vida lo que se quería decir. Pero el cementerio es el lugar en donde los muertos deben estar, y su función también es la de prevenir que regresen vengativos y pongan en jaque el sentido de la vida. La visita de Todos los Santos es para muchos una especie de ritualización de este riesgo. Se va al cementerio, se llora ante la tumba y se retorna a casa con la levedad de la catarsis. Pero no siempre es posible lograr tal efecto y en ocasiones es necesario recurrir a una ayuda apropiada para lograrlo.
Freud propuso que la melancolía que deriva del duelo se elabora cuando el objeto de amor perdido se introyecta y se repara de tal forma que ahora vive dentro de nosotros, y nuestra energía pulsional puede liberarse y ponerse al servicio de nuevos vínculos afectivos. La vida consigue reconciliarse con la muerte porque tenemos la posibilidad de transformar una ausencia externa en una presencia interna. Esto se puede apreciar en las diversas expresiones colectivas del duelo que, más que representar una lucha contra la muerte acaecida, que ya no tiene solución, representan el intento muy humano de darle un sentido.
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