Auschwitz, la lucha por preservar la memoria del horror
El campo de exterminio nazi de Auschwitz se enfrenta a un complejo proceso de restauración. Objetivo: preservar su memoria dejando todo exactamente como estaba cuando fue liberado por los soviéticos.
EL SISTEMA de asesinato masivo de Auschwitz se basaba en la esperanza y el robo. De ambas cosas quedan profundas huellas cuando se visita el campo de exterminio nazi alemán en la actualidad. Los verdugos trataban de engañar a los judíos deportados, que iban a morir en cuestión de minutos u horas, para que no hubiese intentos de rebelión. En la antesala de las cámaras de gas les decían que iban a darse una ducha y a desinfectarse; les pedían que pusiesen el nombre en sus maletas, que atasen los zapatos por los cordones para no perderlos cuando saliesen… No importa las fotografías que se hayan visto: es imposible no sentir un escalofrío al contemplar el inmenso montón de zapatos que dejaron atrás las víctimas. Y, cuando se mira de cerca y se descubren un par de botas de niño atadas por los cordones, indicio de que fue gaseado, se visualiza la magnitud del crimen cometido allí, pero también se comprende hasta qué punto los mínimos detalles son importantes en este lugar de la muerte.
Cuando en la tarde del sábado 27 de enero de 1945 los soldados del 60º Cuerpo del Ejército de la URSS liberaron Auschwitz-Birkenau, construido por Alemania en la Polonia ocupada (de hecho, en un territorio anexionado al Reich), los SS habían dinamitado las cámaras de gas y evacuado el campo. Pero, rápidamente, los soviéticos descubrieron que algo horrible había ocurrido allí. Según los datos que ofrece la investigadora Sybille Steinbacher en Auschwitz (Melusina), encontraron 600 cadáveres; 7.000 presos más cerca de la muerte que de la vida; 837.000 vestidos, muchos de ellos de niños; 44.000 pares de zapatos, y 7,7 toneladas de pelo, preparadas en fardos para ser transportadas (se calcula que pertenecían a miles de mujeres).
Dos años después de su liberación, en 1947, el campo fue convertido en un museo, sobre todo gracias a la insistencia de los supervivientes, que se dieron cuenta enseguida de que tenían la obligación moral de preservarlo. Ahora, 70 años después, el Museo Estatal Auschwitz-Birkenau, campo nazi alemán de concentración y exterminio (1940-1945), según la definición de la Unesco que lo declaró patrimonio de la humanidad en 1979, se enfrenta al mayor proyecto de restauración de su historia, que tiene un único objetivo: que todo quede exactamente igual a como estaba aquel sábado en el que los soldados soviéticos descubrieron un mal imposible de concebir.
“Todas las decisiones sobre la conservación de Auschwitz son morales”, explica Piotr M. A. Cywinski, director del museo desde 2006. Tocado con una genuina boina navarra, este historiador, alto, de larga barba y rotundo orador, agrega: “Este lugar es mucho más que un museo. El impacto de la autenticidad es enorme y nos espera muchísimo trabajo. Es un plan único en el mundo. No hay nada que se le parezca. Eso nos permite planificar la conservación para los próximos 20 años no solo de los edificios, sino de todo tipo de objetos”.
Cywinski dirige un proyecto de una complejidad enorme y sometido al escrutinio de historiadores, supervivientes y Gobiernos, pero también de los negacionistas, dispuestos a colarse por cualquier resquicio para mantener vivas sus criminales teorías. La restauración del campo necesitaba primero financiación, para lo que se creó en 2009 la Fundación Auschwitz. El presidente de su comité en EEUU es el empresario Ronald S. Lauder. Ha logrado recaudar 112 millones de dólares entre diferentes países (España ha contribuido con unos modestos 100.000 euros), personalidades —como Steven Spielberg— e instituciones. Pero Auschwitz no es un museo cualquiera, ni siquiera es exactamente un museo: es un inmenso cementerio, el lugar donde se perpetró el mayor asesinato de la historia —por allí pasaron 1,3 millones de personas y 1,1 fueron asesinadas, en su mayoría judíos, 870.000 de ellos en las cámaras de gas nada más llegar— y, por lo tanto, el escenario de un crimen que todavía se está investigando. Mientras queden testigos y perpetradores vivos, Auschwitz es una causa abierta.
Y todo eso —la memoria, el respeto a las víctimas, las evidencias procesales, la autenticidad— está sobre el tablero cada vez que se toma una decisión. De hecho, el llamado Consejo Internacional de Auschwitz, que agrupa a historiadores y supervivientes, se reúne dos veces al año para debatir las intervenciones. Aunque su función es consultiva, es una voz insoslayable, pese a que la responsabilidad final corresponda a las autoridades del museo, que dependen del Estado polaco. En total, el plan de conservación incluye 45 barracones de ladrillo, 22 barracones de madera, 21 torres de vigilancia pequeñas y 6 grandes, 270 metros de material de archivo, 39.000 negativos, 3.800 maletas, 470 prótesis, 250 ropajes religiosos judíos, 40 kilos de gafas, 12.000 instrumentos de cocina, 110.000 zapatos…
Expuestos detrás de un cristal, en una sala en penumbra, los cabellos son una prueba indiscutible de lo que ocurrió allí. Pero, como materia orgánica, se deterioran y necesitan un proceso muy complejo para conservarse. Tras años de debate, los responsables de Auschwitz decidieron que no iban a adoptar ninguna medida, que la naturaleza debía seguir su curso. Fue un superviviente e historiador jefe del Yad Vashem, el Museo del Holocausto de Jerusalén, Israel Gutman, ya fallecido, el que cerró la discusión durante un largo encuentro del Consejo Internacional de Auschwitz. Según relata el director del museo, Gutman explicó: “Ese pelo existe, no podemos negarlo. No creo que tengamos el mandato para tomar la decisión de conservarlo o destruirlo. Mientras exista, existirá, y cuando se convierta en polvo serán las siguientes generaciones las que tengan que tomar la decisión sobre qué hacer con él”. Mientras tanto, la dirección del museo se enfrenta a un problema cada vez más cercano. Además de la restauración, el proyecto de Auschwitz incluye la construcción de un nuevo pabellón para la colección permanente, dado que la exposición actual data de los cincuenta y se ha quedado muy anticuada. El pelo deberá ser trasladado a su nueva ubicación, pero nadie sabe todavía cómo.
Auschwitz fue, desde el principio, un lugar diferente dentro del sistema de terror nazi. Primero por su tamaño: fue pensado para 30.000 presos en un momento en que había 20.000 en toda Alemania. El primer campo se abrió en unos antiguos edificios abandonados del Ejército polaco, en las afueras de la ciudad de Oswiecim, que los alemanes rebautizaron Auschwitz. Cuando se creó, en 1940, no estaba todavía destinado a matar judíos: el objetivo era aniquilar a los opositores e intelectuales polacos dentro del proyecto de borrar del mapa el país, invadido por Alemania en septiembre de 1939. De hecho, las primeras víctimas gaseadas fueron polacos y prisioneros de guerra soviéticos.
Auschwitz II-Birkenau se construyó a un kilómetro un año más tarde, en 1941: tenía una capacidad mucho más grande (llegó a encarcelar hasta 90.000 presos en 1944) y sí formaba parte del plan para exterminar a los judíos de Europa. Albergó hasta cuatro cámaras de gas funcionando a la vez y cerca del 80% de los deportados que llegaban eran exterminados inmediatamente, tras la tristemente famosa selección realizada por médicos de las SS. El otro 20% eran condenados a trabajar hasta la muerte (la esperanza de vida no superaba los tres meses). También existió un tercer campo, Auschwitz III-Monowitz, construido para el gigante químico IG Farben: de los 35.000 presos que trabajaron allí como esclavos, 25.000 murieron. Toda la red de subcampos en los que los deportados eran esclavizados es uno de los aspectos menos conocidos del sistema de Auschwitz.
Birkenau era, por lo tanto, un gigantesco campo de exterminio, pero también de concentración. Este hecho permitió que sobreviviesen muchos testigos, pero también la mayoría de las instalaciones que, en otros casos, habían sido desmanteladas. Los otros campos de exterminio, construidos todos en la Polonia ocupada, eran muy pequeños: su único objetivo era el asesinato industrial —lo que convierte al Holocausto en un crimen sin precedentes—. Todos los deportados eran asesinados al llegar, por lo tanto no quedaron ni huellas ni casi relatos de las víctimas. De Belzec, en el que fueron asesinadas entre 500.000 y 600.000 personas, solo se conservan dos testimonios. Esos campos fueron completamente arrasados por los nazis. Pese al intento de borrar sus huellas, no pudieron hacer lo mismo con Auschwitz.
“Nuestro objetivo es devolver la vida a los objetos que pertenecieron a víctimas que vivieron y murieron en un mundo en el que todo estaba destinado a deshumanizarlas”, señala Beata Schulman, directora de desarrollo del Comité de la Fundación Auschwitz-Birkenau. Pero, antes de intervenir, es necesario entender toda la historia del objeto. Los zapatos son fotografiados antes de ser tratados para dejarlos exactamente en el mismo estado en que se encontraban. Lo mismo ocurre con las camillas destinadas a transportar los muertos, los cepillos de dientes —especialmente difíciles de conservar porque su composición hace que se deterioren con facilidad—, las maletas —cada una de ellas recibe tres semanas de tratamiento y luego son almacenadas en unos armarios especiales, que acaban de ser construidos—, incluso las latas herrumbrosas de Zyklon B, el veneno que se utilizó en las cámaras de gas. Los textiles, en cambio, se tratan fuera. Hasta los árboles son arrancados periódicamente y replantados con el mismo tamaño.
“Antes y después del proceso todo tiene que quedar igual”, asegura Marta Swieton, miembro del equipo de restauradores, en uno de los laboratorios de Auschwitz, un complejo dotado de última tecnología. “No podemos alterar nada. Todo el trabajo está destinado a conservar su originalidad porque cada objeto es testigo de una historia”. Swieton muestra el mapa original de un barracón de madera de Birkenau, elaborado por un arquitecto de las SS durante la construcción del campo. En principio, estaba destinado a 530 personas, pero uno de los autores lo aumentó, con una corrección a mano, hasta las 734. Ese pequeño cambio representó mucho más sufrimiento, humillación y una menor esperanza de vida para cada uno de los deportados.
Varios pabellones de Auschwitz I, macizos edificios de ladrillo, se conservan igual que cuando fueron abandonados. Están las literas, los dibujos de los presos —recuperados tras un minucioso proceso—, la suciedad en los cuartos de baño —otra forma de tortura era que los deportados, muchos de ellos con disentería, solo podían utilizarlos dos veces al día—. Toda la intervención de ese lugar se basó en el respeto de ese contexto. Por ejemplo, las marcas en algunas paredes fueron realizadas por el roce de las literas y así quedaron. También se conservó la mugre.
En Birkenau, construido con materiales que no estaban destinados a perdurar, es todo mucho más complicado. Se descartó muy pronto reconstruir las cámaras de gas, aunque sí se están llevando a cabo trabajos para asentar las ruinas y evitar que sean engullidas por la tierra. La mayoría de los barracones de madera fueron destruidos —por eso el paisaje es una inmensa planicie salpicada de chimeneas de ladrillo—, pero los que quedan han sido tratados. Sin embargo, en una parte del campo los edificios fueron construidos con ladrillo y su estado es muy delicado. Dos enormes tiendas de campaña blancas protegen los trabajos de restauración de dos de estos barracones. Están siendo sometidos a un intenso tratamiento que durará varios meses. Antes de empezar, los técnicos estuvieron tres años estudiando su estructura para utilizar los mismos materiales originales. No tenían nada a lo que agarrarse porque normalmente esos edificios de ladrillo barato de los años treinta no se conservan: se derriban y se construyen nuevos. Pero en Auschwitz no se puede hacer. Conservar la originalidad es conservar la memoria. “Y cuando hayamos terminado todo, tendremos que volver a empezar”, asegura Agnieszka Tanistra-Rózanowska, jefa del plan de conservación.
Pero la conservación de Auschwitz no es solo material. “Todos los genocidios empiezan con palabras”, señala Pawel Sawicki, historiador, miembro del equipo de prensa y experimentado guía del campo. El auge del antisemitismo en Europa representa una advertencia, un recuerdo de la necesidad de conservación, pero también ha tenido a Auschwitz como objetivo: su famoso cartel Arbeit macht frei —“el trabajo os hará libres”— (con la B mayúscula dibujada al revés) fue robado por neonazis en 2009. La diversidad de las víctimas —judías en su inmensa mayoría, pero también polacas, gitanas, rusas— ha provocado también roces, como cuando se construyó un convento junto al campo en los años ochenta, que fue desmantelado en los noventa.
El turismo masivo también representa un desafío: en 2016, Auschwitz recibió dos millones de visitantes, cuatro veces más que diez años antes. Además, por primera vez una exposición con objetos de Auschwitz, organizada por la compañía española Musealia, podrá verse en diferentes lugares del mundo: su gira empezará en Madrid el 1 de diciembre y se prolongará hasta junio. En Cracovia, la ciudad polaca situada a 60 kilómetros del campo, se ofrecen excursiones de día a Auschwitz por todos lados. Existe un riesgo de trivialización —por eso se fomentan las visitas guiadas en 16 idiomas—, pero, como explica Jonathan Ornstein, director ejecutivo del Centro Comunitario Judío de Cracovia, donde la comunidad hebrea ha vivido un renacimiento en los últimos años, “lo que ocurrió en Auschwitz es tan inconmensurable que tiene su propia categoría. Si no va mucha gente nos lamentaríamos. Me parece muy interesante que vayan tantos visitantes”. Pero, por encima de todo, el trabajo de restauración es un homenaje a las víctimas, a aquel niño asesinado en las cámaras de gas que obedeció la orden de atar los cordones de sus zapatos pensando que en unos pocos minutos los iba a recuperar.
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