Cómo convertirte en un imbécil
La mirada de los otros nos esculpe, y si esa mirada está muy alterada, el resultado puede acabar siendo catastrófico
Es bastante fácil. Lo de convertirse en un imbécil. Y se puede llegar a ello de numerosas formas, así que no desesperes si aún no lo has logrado. Yo, sin ir más lejos, acabo de descubrir que voy progresando en ese camino. Verás, hace unos meses, en la Feria del Libro de Bogotá, participé en una mesa con los grandes escritores colombianos Héctor Abad y Piedad Bonnett. De hecho, era un acto en homenaje del maravilloso libro Lo que no tiene nombre, que Piedad publicó en 2013; trata del suicidio de su hijo Daniel y es uno de los textos más violentamente hermosos que jamás he leído. Pues bien, ahora me han mandado la transcripción del encuentro, porque quieren publicarlo no sé dónde; y, al leerla, veo que la primera que habla es Piedad, y que, al final de su intervención, me pregunta amablemente por mi libro El peligro de estar cuerda. Ante lo cual yo respondo algo así como: “Voy a decir sólo dos palabras de mi texto y luego pasamos a los temas que apuntas”, y a continuación me lanzo a una interminable farfulla sobre El peligro ¿Sabes ese comportamiento horripilante y patético del orador que dice, “voy a ser breve”, y luego hay que despegarlo del micrófono con agua hirviendo? Pues bueno, algo no muy distinto.
Podría intentar justificarme diciendo que llevaba meses de saturación de actos públicos, que estaba tan harta de hablar de mis libros y repetir lo mismo que me metí en un jardín y me perdí (de hecho, las siguientes intervenciones fueron normales), y todo es sin duda cierto, pero también es verdad que hay algo más. Y es que una no puede estar dando charlas todos los días, y repitiendo tabarras que la gente, tan amable, aguanta y hasta parece disfrutar; y siendo, por añadidura, la depositaria del afecto que un montón de personas han decidido generosamente regalarte (porque se trata de un regalo, todos lo hacemos, proyectamos sobre los personajes públicos amores y odios en buena parte arbitrarios); no se puede estar año tras año, en fin, en ese lugar de halago sin que se te torrefacte un poco la cabeza y empieces a ser un poco menos crítica contigo de lo que debieras.
Somos animales sociales, esa es la cuestión. El concepto que tenemos de nosotros mismos depende estrechamente, y a menudo dramáticamente, de cómo nos vemos reflejados en el espejo de los ojos que nos circundan. Ya he contado alguna vez (lo dice el neurocientífico David Eagleman) que la ausencia extrema de apoyo social, como en el caso de un inmigrante despreciado por su entorno, puede provocar un brote esquizofrénico. Es decir, la falta de amor y de reconocimiento grupal nos vuelve literalmente locos.
Ese alimento necesario y modelador del yo que son los demás puede ser muy perturbador. La mirada de los otros nos esculpe, y si esa mirada está muy alterada, muy desviada de la normalidad por la razón que sea, el resultado puede acabar siendo catastrófico. Cuando entrevisté hace muchos años al líder palestino Yasir Arafat (fue en Túnez, aún en el exilio) me pareció un personaje aterrador. Pero, claro, llevaba veinte años siendo perseguido por una legión de asesinos, durmiendo cada noche en un lugar secreto distinto y viviendo rodeado únicamente por barbudos con metralletas dispuestos a inmolarse por él. Nadie le discutía nada y su estrechísimo entorno lo divinizaba. Con una existencia así, lo más probable es que termines convertido en un monstruo. Me parece que algo de esto, sin llegar a ser tan extremo, les sucede a todos los políticos y, en general, a toda la gente con poder a quien no se discute. Y ser conocido, ser un personaje público, es también una forma de poder, es también una vida rarificada (a lo mejor no es bueno tener más de 500 amigos en las redes). O sea, suele ser una vía más rápida hacia la idiotez.
Pero, pensándolo bien, la catástrofe comienza cuando la gente deja de escuchar a los demás. Cuando alguien empieza a creer que lo que dice (las aburridas cosas que ya sabe y ha repetido mil veces) son mejores y más importantes que lo que puedan decir los otros. Y no hace falta ser famoso para ser tan tonto; he visto esa actitud en cátedros, en jefes de equipo o directores de empresa perfectamente desconocidos para el gran público, pero también perfectamente esclerotizados en su cerrazón. Ya digo, es un proceso que se agrava con el poder, aunque sea un poder muy pequeñito. De ahí que sea tan fácil lo de convertirte en un imbécil.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.