Louis Garrel: “La virilidad nunca me ha interesado. Como actor, padezco un déficit de testosterona”
El actor francés, una de las estrellas del cine de autor de su país, ha dado la vuelta a su imagen de símbolo sexual poniéndose en riesgo de la mano de los mejores cineastas y arrancando una aplaudida carrera como director. Su último papel es el de embajador de Giorgio Armani
Louis Garrel está sentado en una terraza de su barrio, en la rive gauche parisiense en la que creció. Un repartidor de Le Monde vende la edición vespertina del diario: el titular dice que, la noche anterior, la ultraderecha perdió unas elecciones que daba por seguro que ganaría. Hasta en esta circunscripción electoral, donde las tiendas de lujo han sustituido a los viejos bistrós de antaño, ha ganado la izquierda. “Me siento aliviado. Dudé en algún momento, pero en el fondo sospechaba que nuestra elección colectiva sería esta. En este resultado, sigo reconociendo a mi país”, afirma el intérprete y director francés, que reside a pocos minutos con su compañera, la actriz y modelo Laetitia Casta. A la vuelta de la esquina hemos visto un panel con el rostro del actor, una imagen de su campaña para Giorgio Armani, marca de la que es embajador. “Durante mucho tiempo, hice ver que no me gustaba la moda. Con la edad, he ido aceptando que me encanta”, dice. “Armani hace los mejores pantalones del mundo y es un diseñador cinéfilo: hizo el vestuario de Los intocables de Eliot Ness y Casino”.
La campaña sorprende en la carrera de un actor que se ha pasado media vida alejándose de su imagen de sex symbol y hombre fatal. “Es verdad que antes lo evitaba. Ahora, que ya tengo 41 años, pienso aprovecharlo mientras pueda”, se ríe. “Es cierto que, en un momento dado, me cansé de hacer de seductor o de french lover. Es bastante aburrido interpretar ese papel. Mi modelo es Vincent Cassel porque nunca le da miedo salir feo en una película. Además, los dos crecimos con una figura paterna muy fuerte. Cuando rodamos juntos, hace unos años, nos hicimos amigos de inmediato”. Como dice, los dos son hijos de cineastas ilustres: Vincent, del gran actor Jean-Pierre Cassel; y Louis, del director Philippe Garrel, jefe de filas de la generación de cineastas posterior a la nouvelle vague, con quien empezó rodando como actor.
La trayectoria de Garrel hijo puede dividirse en dos mitades. La primera corresponde a su veintena, cuando interpretó un sinfín de papeles que se le parecían: jóvenes parisienses despeinados y vestidos con estudiado desaliño, herederos de las esencias del 68, que simulaban malvivir en cafés parecidos al lugar donde nos encontramos. “Durante mucho tiempo, creí ser un actor autobiográfico, igual que existen cineastas o escritores autobiográficos. Llegó un momento en que me cansé de interpretarme a mí mismo”. En 2014 rodó Saint Laurent, donde encarnaba al venenoso amante del diseñador, Jacques de Bascher. Se sintió liberado al dejar de hacer de sí mismo. Desde entonces ha encadenado los biopics de personajes reales. En los últimos años ha interpretado a mitos de la historia francesa de todas las épocas, de Alfred Dreyfus (El oficial y el espía) y Robespierre (Un pueblo y su rey) a Jean-Luc Godard (Mal genio) y Patrice Chéreau (La gran juventud), pasando por Luis XIII (Los tres mosqueteros) o, en su última película, pendiente de estreno, a Antoine de Saint-Exupéry, donde recordará las aventuras del escritor en la pampa a las órdenes del argentino Pablo Agüero.
“Extrañamente, es con estos personajes históricos cuando he encontrado más libertad”, sostiene Garrel. “De repente, dejas de ser tú mismo, adoptas otra voz y otra manera de caminar”. En ese proceso se ha reinventado como actor asumiendo riesgos que, en una época no tan lejana, creyó que no sería capaz de afrontar. “Sí, durante bastante tiempo me dije que no estaba capacitado para hacer eso. De joven, pensaba que el cine no debía tomar prestado nada al teatro. He cambiado de opinión: ahora solo me interesa el artificio. Una interpretación naturalista en la que no tengo que hacer casi nada no me interesa”. Y cita a dos de sus directores favoritos: Pedro Almodóvar, con el que se escribe y se ve siempre que puede, y Albert Serra.
Garrel terminó en el cine sin querer, aunque pareciera predestinado a hacerlo. Su abuelo, al que designa como “primer referente”, fue Maurice Garrel, inmenso actor teatral y cinematográfico que rodó a las órdenes de Truffaut, Rivette y Chabrol. “Uno de mis primeros recuerdos es verlo interpretar a Freud cuando yo todavía estaba en primaria. Me impactó descubrir esa existencia paralela sobre el escenario”, dice. A los 17 años, sin tener experiencia (salvo sus apariciones, de niño, en las películas de su padre), fue escogido para protagonizar Ceci est mon corps junto a Jane Birkin; la película suscitó una pequeña polémica al convertir a Garrel, todavía menor, en turbio objeto de deseo. “Estaba muy acomplejado por mi nariz y le dije a Jane que no me gustaba que fuera tan grande. Me dijo que no me preocupara: ‘Las narices grandes envejecen mejor. Fíjate en la de Gainsbourg, es gigante y preciosa. La de Alain Delon, en cambio, es pequeña, pero no ha madurado bien”, se carcajea, imitando a la perfección el acento británico de su antigua compañera de reparto.
El estrellato le llegó en 2003 con Soñadores, el proyecto de Bernardo Bertolucci sobre Mayo del 68, que ha tenido una segunda vida en las redes sociales de la mano de jóvenes que ni siquiera habían nacido cuando se estrenó. “Me sorprende y me alegra que todavía guste. Fue un rodaje muy importante para mí. Cuando terminó, me puse a llorar. Creía que íbamos a seguir viviendo así toda la vida. Nunca he vuelto a encontrar algo así”.
Además de actor, Garrel también es director: en la última década ha dirigido cuatro películas. La última, El inocente, fue uno de los éxitos sorpresa de 2022: solo en Francia, sedujo a 700.000 espectadores, recibió el aplauso unánime de la crítica y obtuvo 11 nominaciones a los César. La buena acogida de su película, tras tres ensayos menos contundentes, le ha dado fuerza como director. “Y, a la vez, ahora estoy más nervioso al afrontar el siguiente proyecto. Esa película fue un momento de gracia. Con la próxima, solo puedo decepcionar. La gente me dirá: ‘Sí, la película está bien, pero no es como El inocente”, se ríe. Mezcla de cine de género y comedia popular, la cinta estaba protagonizada por Abel, un joven que se enteraba de que su madre se iba a casar con un hombre a punto de salir de la cárcel e intentaba sabotear la boda. Una historia inspirada en la de su madre, la directora Brigitte Sy, que vivió un romance parecido cuando Garrel era un preadolescente: se casó con uno de los hombres que participaban en sus talleres de teatro en una prisión.
La película hablaba, en el fondo, del hecho de crecer rodeado de adultos deficientes en sus roles parentales. “Crecí con adultos un poco borderline, pero nunca sentí una falta de afecto. Es mejor crecer con padres que se comportan así, pero que te quieren, que con adultos normales que no demuestran ningún cariño”, responde. “Fíjate en el drama de Truffaut: Los 400 golpes hablaba, en el fondo, de la falta de amor de su madre. No fue mi caso: mi familia es muy mediterránea, con su dosis de gritos y discusiones, pero siempre me demostró cariño”. Terminada El inocente, se la proyectó a su madre, pero apenas hablaron de ella. “Puede que por pudor”, sopesa. En realidad, no fue necesario decir nada: la película en sí ya era una especie de reconciliación.
Durante mucho tiempo, Garrel creyó que lo único importante en el cine eran los directores. “Me decía que los actores eran seres desdeñables, narcisos colocados delante de la cámara a los que un director podía y debía manipular. En el cine de autor francés, el actor es solo una herramienta al servicio de la mirada del cineasta”, admite. Con el tiempo entendió que no era así. “Un buen actor puede salvar una película dirigida por un mediocre. Por ejemplo, el director Arnaud Desplechin dice que Catherine Deneuve no es actriz, sino cineasta. Estoy totalmente de acuerdo”.
Salvando las distancias, en su obra también hay marcas de autor. Al preguntarle por sus modelos, da una respuesta inesperada. “Me fascina Leonardo DiCaprio. Me gusta que nunca se hace daño al actuar. Joaquin Phoenix es un grandísimo actor, pero siempre se daña. No creo en ese sentido del sacrificio”. Se nos ocurren ciertos parecidos entre Louis y Leo: ambos pudieron ser chicos de portada, meras estrellas con contratos millonarios en proyectos sin sustancia. Prefirieron ser actores de verdad y asumir riesgos. “Leo era guapo, rubio y con los ojos azules. Pudo tener una carrera plana y sin interés en la que se valorase su físico y no su capacidad. Es admirable que le haya dado completamente la vuelta”.
Su carrera esboza una masculinidad distinta a la de la mayoría de los actores de su edad, tal vez más conectada con la sensibilidad de otras generaciones. “La virilidad nunca me ha interesado. Nunca he buscado papeles que subrayaran esa calidad en mí. Solo lo hice una vez, en una película, Mon légionnaire, donde interpretaba a un militar. Me pasé seis meses trabajando para dopar mis hormonas. Me costó mucho: sospecho que padezco un déficit de testosterona”, sonríe. Garrel aplaude los cambios impulsados por el MeToo, pese a haber trabajado con cineastas acusados por el movimiento, como Roman Polanski y Woody Allen. “Ha arrojado luz sobre lugares oscuros y ha generado una conversación necesaria. No me sorprendió: llevo años hablando de estos temas con mi madre y mis amigas. La mayoría se ha enfrentado a situaciones de abuso”. Su última película, El segundo acto, dirigida por el nuevo maestro de la comedia absurda, Quentin Dupieux, que se estrenará en España a comienzos de 2025, habla de los debates que atraviesa el cine actual, de la cultura de la cancelación a la injerencia de la inteligencia artificial. “Me gustaría ser lo suficientemente listo como para saber a qué peligro nos exponemos. Solo sé que, cuando le pides a ChatGPT que te cuente un chiste, no tiene gracia. Mientras no tenga sentido del humor, tal vez estemos a salvo”.
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